Obra de Alberto Lescay Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 06:40 pm
Campo militar o sitio de labranzas y ganado, centro del comercio o jurisdicción administrativa, en la bonanza o en la ruina, el destino de cada comunidad en la Cuba colonial era ajeno a su voluntad. El colonialismo, ese crimen mayor a escala planetaria cometido por la expansión del sistema capitalista, mandaba en todo, desde la invocación eclesiástica oficial que precedía al nombre de la ciudad de Bayamo hasta las limitaciones o prohibiciones que se aplicaban a los individuos de castas consideradas inferiores.
Como todo orden de dominación, el colonialismo tiene sus leyes. Una colonia no tiene historia propia, sus nativos son eternos niños, sus recursos pertenecen a la metrópoli, que puede esquilmarla, imponerle los tributos que desee e implantar las formas más salvajes de explotación en ella. Esto último sucedió en Cuba con la esclavitud masiva del siglo XIX, un millón de personas traídas en ochenta años. Sobre la explotación más despiadada de su trabajo y la opresión y humillación permanentes se levantó la colosal riqueza de la colonia de Cuba.
Así era gobernada Bayamo, como todo el país. Pero una lenta y dilatada acumulación de rasgos específicos estaba formando en la isla una comunidad que podía llegar a ser nacional. Sin embargo, ella no era suficiente por sí sola. Diferentes acciones y formas de resistencia de los hijos del país le fueron añadiendo a la identidad naciente un costado de negación del dominio y del derecho del otro, que se volvía extranjero en la medida en el que el criollo se volvía cubano. El abuso, la represión y la soberbia condujeron al rechazo y el rencor, pero eso tampoco era suficiente. Tuvo que aparecer la necesidad de rebeldía, y con ella la de darle organización y sentido. Esos dos rasgos convirtieron al prófugo, al campesino pobre, al bandolero y al apalencado, unidos al señor criollo local ofendido, díscolo y conspirador, es decir, a sectores y gentes nunca antes reunidos, en los sujetos que se unieron para una empresa común, nunca antes vista. Hace ciento cincuenta años, el oriente de Cuba hervía en desobediencias, y cientos de personas estaban al margen de la ley. Pero faltaba la conversión de la subversión o el motín en una rebeldía detonada con un fin preciso, que convirtiera la actuación en falange combativa y la pasión en ideales expresos. Faltaba la revolución.
Aunque fuera doctor en leyes y propietario de fábrica con esclavos, hombre culto, buen jinete y amigo del arte, Carlos Manuel de Céspedes era un colono más. Su carácter firme y sus ideas avanzadas lo hicieron líder local de conspiradores, uno entre los posibles directores. Pero su determinación personal era superior, y en la hora singular supo comenzar a labrar su grandeza. Él pronunció la primera frase de la leyenda mambisa: «España nos parece grande porque la miramos de rodillas. Levantémonos».
El 10 de octubre de 1868, Céspedes inauguró la política revolucionaria cubana y llamó al pueblo a pelear, con la misma campana, por la libertad y por la justicia. Aquella acción destrozó los imposibles y creó una nueva realidad. En esos diez días que van de La Demajagua a la toma de Bayamo, Céspedes abrió la brecha para que insurgiera el pueblo, y para que todo el que ansiaba ser rebelde pudiera convertirse en soldado y en ciudadano, en revolucionario.
Después que acontecen, los grandes eventos históricos se pueden enunciar fácilmente, y hasta pueden parecer fáciles al pensamiento pequeño, el que cree que siempre sucede solamente lo que debe suceder. O al que cree que esos acontecimientos deben sujetarse a un esquema, a camisas de fuerza de la Historia manejadas por doctores incapaces de cometer ninguna locura. Al pie mismo de unos hechos en lugar remoto, el adolescente habanero José Martí, que ya conoce bastante de imposibles, sabe que lo que sucede en Bayamo parece un sueño. Por eso escribe: «No es un sueño, es verdad. Grito de guerra / lanza el cubano pueblo enfurecido / el pueblo que tres siglos ha sufrido / cuanto de negro la opresión encierra». A Martí, tan lejos y tan pobre, lo iluminaba la luz de Yara, porque en tiempos de revolución la luz no se propaga de manera uniforme. Y una semana después de la quema gloriosa de esta ciudad por los revolucionarios, el joven escribe la frase que será definitoria para toda la época que apenas se inicia: «O Yara o Madrid».
Céspedes liberó a sus esclavos la primera mañana, pero la justicia tuvo que abrirse paso frente a los obstáculos provenientes de su propio campo. La independencia y la abolición tuvieron que fundirse en un solo propósito, y la libertad personal y la ciudadana, reunidas, asumir la forma de gobierno republicana. Los revolucionarios tuvieron que volverse superiores a ellos mismos, y no solo a sus circunstancias. La guerra fue la fragua tremenda en la que se lograron los prodigios necesarios, y ella se alimentó con los sacrificios, el heroísmo y la constancia de muchos miles de hombres y mujeres.
Dar la vida, pasar hambre y escasez de todo, combatir, todas las formas de la entrega y el altruismo se hicieron cotidianas. La bandera de la estrella solitaria se volvió sagrada, y la marcha, el campamento, el héroe, el amado y la amada, la jornada de sangre y de muerte, se expresaron en canciones. Cuando todo se condensó para sobrevivir, escoger lo vital y ganar fuerzas, el himno de Bayamo se quedó en ocho versos guerreros que invitan a pelear, retan a la muerte necesaria y prometen vida eterna. Próceres y pobres de todos los colores aprendieron que era la revolución la que le daba probabilidades de éxito a sus luchas y sus anhelos más sentidos. Y lograron sentirse hermanos mientras compartían todas las vicisitudes. En la guerra revolucionaria nació la identidad nacional cubana, con su contenido y objetivos populares.
La historia ha sido nuestra maestra, y en esta región nos dio sus primeras lecciones. Más de ochenta años después, buscando en aquella gesta fuerzas para asaltar el futuro, los niños cantaban, poco antes de arrancarse los juegos de un tirón: «que Bayamo fue un sol refulgente / donde puso el cubano valiente / muy en alto el pendón tricolor». Y en La historia me absolverá, el joven rebelde Fidel reivindicaba el abolengo patriótico de Oriente, donde, decía: «se respira todavía el aire de la epopeya gloriosa» y «cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire».
El discurso de Fidel en el centenario del 10 de Octubre, en La Demajagua, es una pieza maestra para la comprensión de nuestra historia. Escojo una de sus tesis y lo cito:
«Si una revolución en 1868 para llamarse revolución tenía que comenzar por dar libertad a los esclavos, una revolución en 1959, si quería tener el derecho a llamarse revolución, tenía como cuestión elemental la obligación (…) de liberar a la sociedad del monopolio de una riqueza en virtud de la cual una minoría explotaba al hombre (…) Suprimir y erradicar la explotación del hombre por el hombre era suprimir el derecho de la propiedad sobre aquellos bienes, (…) sobre aquellos medios de vida que pertenecen y deben pertenecer a toda la sociedad».
La historia sigue siendo maestra, pero ahora trae consigo una gigantesca cultura de liberación acumulada. De Céspedes a Fidel hemos crecido y aprendido tanto, que ya nunca más podrá engañarnos el capitalismo, y frente a cualquier ropaje con que se presente sabemos desnudarlo y barrerlo. Y nuestra patria ha crecido tanto, que lo que fue Yara hoy es Cuba, y Cuba es mucho más que una isla liberada.
El antagonista en el mundo actual también es mucho más grande y poderoso, cuenta con inmensos recursos materiales y una cultura ubicua, muy capaz e incluso atractiva, que es su arma principal en esta fase de su guerra contra Cuba. Pero es el mismo enemigo de que este país pudiera ser independiente desde hace doscientos años, el mismo que truncó la gran revolución libertadora hace 118 años e impuso su dominio neocolonial, el que ha hecho todo lo que ha podido contra este pueblo desde 1959, el águila rapaz, grande en el crimen y en la inmoralidad. Aspira a debilitarnos y dividirnos, a reclutar cómplices y acabar con la sociedad que hemos creado entre todos y con la soberanía nacional.
El desafío, entonces, es del mismo carácter que cuando era o Yara o Madrid, y la disyuntiva vuelve a ser tajante. Ahora es: o Cuba o Washington.
Y en el recuento de los que ya estamos acostumbrados a pelear juntos forma en las filas la luz de Yara, y se reúnen en Bayamo, sitio sagrado de la patria, las artes y las ideas, los homenajes y los sentimientos, el clarín que llama y la decisión revolucionaria. La canción mayor en la voz de todos, el himno en la voz del pueblo. Y como faro y guía, la bandera del triángulo rojo y la estrella solitaria.