Vista de la excavación hecha para el canal, en la comunidad La Angelina, ubicada entre Cárdenas y Perico. Se cree que la proximidad del mar y los numerosos manantiales de la zona influyen en que esté llena de agua una parte del año. Autor: Hugo García Publicado: 21/09/2017 | 05:56 pm
Recientemente el Canal de Panamá cumplió su primer centenario de vida, casi coincidiendo con el anuncio de la construcción en Nicaragua de una nueva vía interoceánica con mayor profundidad y ancho que la de su vecino del Istmo, en respuesta a los megabuques a los que, por sus dimensiones, actualmente les está vedado transitar por la ruta panameña, inaugurada en agosto de 1914.
Vale la pena entonces recordar un tema poco conocido hoy entre los cubanos, relacionado con lo que pudo convertirse, 64 años atrás, en la estafa más suculenta cometida por el dictador Fulgencio Batista y sus cofrades: la construcción de un canal en Cuba.
Antecedentes de una estafa
Verano de 1954. Escudados detrás del virtual auge económico, el golpista Presidente y sus secuaces consideran llegado el momento para el negocio cumbre del siglo XX seudorepublicano: construir en Cuba un canal transoceánico.
Tan descabellado propósito arranca esta declaración a Orestes Ferrara, personaje de la política de entonces, a quien para nada podía considerársele contrario al régimen: «No quiero ofender a nadie, porque no sé si hay gente que esté haciendo negocio, pero a mí me parece que esta es una concesión que se quiere obtener para ir a estafar allá y no aquí. Esto creo que no hay que tomarlo absolutamente en serio». Cuando Ferrara dice «ir a estafar allá», obviamente se refiere al capital que aportarían nuestros vecinos del Norte.
Pero retrocedamos un tanto en el tiempo. El 20 de mayo de 1902, había nacido Cuba como república «independiente», y entre las innumerables genuflexiones de los neoanexionistas ante el tío Sam, descollaba la de Francisco Carrerá Justiz una década después: «Si Cuba llegara a ponerse en condiciones de que en sus mismos puertos tocase siquiera una mínima parte de los miles de barcos que atravesarán el istmo americano tan pronto esté abierto, he aquí un excelsior para nuestra prosperidad más avanzada».
Y remataba la reverencia con este olímpico bulo: «Tal vez eso se conseguiría haciendo un canal cubano navegable para los barcos de alto porte, que así podrían atravesar la isla, en línea recta de Nueva York a Panamá, sin remontar por San Antonio o Maisí, con gastos, demoras y peligros». Hasta el más bisoño navegante podía refutar tal aserción, amén de ser fácilmente demostrable que resultaba más económico cruzar el Paso de los Vientos, y menos aun cuando al de Panamá le restaban alrededor de dos años para que el vapor Ancón lo dejara inaugurado.
El gracejo criollo afloró en La Política Cómica del 11 de febrero de 1912: «Los americanos nos la van a partir, es decir, que tienen el proyecto de partirnos en dos nuestra Cubita Bella. Por lo pronto se evitan así dar la vuelta por el Cabo de San Antonio y además les servirá de pretexto para apropiarse de los terrenos que estén a la orilla del canal. Hay varios proyectos para partir la Isla: uno es aprovechando las obras del canal de Roque y la Ciénaga de Zapata, a pesar de los caimanes; pero el que más les gusta a los americanos es el de La Habana a Batabanó previo consentimiento del Bobo».
La crónica terminaba con esta simpática cuarteta: «Cuba y Panamá serán/ de un pájaro las dos alas/ y las canalizarán/ a las buenas o a las malas…».
Abracadabra
La mágica expresión estalló en 1954. A su conjuro reaparecía el proyecto de 1912, de la mano nada más y nada menos que de Pablo Carrerá, ministro de Defensa de Batista e hijo del sumiso don Francisco. Copia al calco del anterior, aportaba los siguientes «argumentos», por llamarlos de algún modo: «Lograr la apertura de un canal que, comenzando en la Bahía de Cárdenas y terminando en la Bahía de Cochinos, ahorre a la navegación entre los países del Hemisferio Norte y el Hemisferio Sur de nuestra América, las 400 o 500 millas náuticas necesarias para bordear nuestra Isla por el Cabo de San Antonio y las 700 u 800 necesarias para hacerlo por la Punta de Maisí».
A continuación el engaño se trocaba en desmesurado vasallaje: «Si necesario resulta encarecer la significación y riqueza que como fuente extraordinaria de trabajo y riqueza representan la construcción primero y el mantenimiento y operación después, del canal proyectado, con su secuela de puertos habilitados, construcción de buques, movimiento comercial y posible establecimiento de áreas turísticas, mucha mayor significación habrá de tener desde un punto de vista estratégico para nuestra seguridad y la del Hemisferio Americano en caso de un conflicto bélico contra un enemigo común».
Obviamente se trataba, aun a costa de la soberanía nacional, de seducir al poderoso vecino del norte para que financiara un negocio «prometedor».
Ley desleal
El 12 de agosto de 1954, la Junta de Fomento Nacional lograba la promulgación de la Ley 1618, con argumentos faltos de seriedad y lógica. En su artículo 1, afincaba la utilidad pública, el interés social y la conveniencia nacional del Canal, con una extensión aproximada de 80 kilómetros de norte a sur, ancho mínimo de 40 metros y profundidad media de 15 metros.
En sus márgenes florecerían, cual pasto en temporada pluviosa, «equipos mecanizados para la carga y descarga, plantas eléctricas, acueductos y oficinas adecuadas para el uso de aduanas, zonas fiscales, capitanía de puerto, administraciones de correos y telégrafos, así como otros anexos básicos.
«Dispondrá del sistema más moderno de ayuda a la navegación, con puentes de ferrocarril y de carreteras levadizos o rígidos, contando con carreteras y ferrocarriles a ambos lados y paralelos al canal, de un extremo al otro».
Lo «sustancioso» de la artimaña venía en el artículo 4, que aclaraba que los concesionarios podían explotar y operar el canal en su propio beneficio durante 99 años, a partir de su conclusión. La obra se subastaría, y los concesionarios estarían favorecidos por los siguientes derechos:
—La ocupación y utilización temporal o permanente del suelo y subsuelo de los terrenos de dominio público o de propiedad privada; el derecho de expropiación forzosa de los terrenos necesarios; el derecho a desalojar a arrendatarios, subarrendatarios, aparceros precaristas y ocupantes de cualquier título de tierras, instalaciones o inmuebles que fueran necesarios, teniendo que pagarles una indemnización equivalente a un año de la renta o alquiler señalado.
Y lo «más suculento» del ardid era: El concesionario tendría derecho a abanderar bajo el pabellón cubano toda clase de embarcaciones extranjeras, pudiendo cobrar un royalty (derecho pagadero al titular de una patente por utilizarla o explotarla comercialmente) de abanderamiento, así como que solo estaría obligado a abonar al Estado el uno por ciento de las entradas brutas obtenidas de los beneficios de la Ley.
No fue casual, entonces, que el contralmirante Rodríguez Calderón, jefe de la Marina de Guerra batistiana, se pronunciara así ante el creciente clamor popular: «Solo comunistas y demagogos están en contra del Canal».
¿Comunistas?
En esta ocasión hubo algo que quizá no previeron los confabulados: la gran repulsa popular, esta vez no en el estilo de una frívola sátira.
Nadie que se respetara podía tildar de comunistas al general del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo o al doctor Cosme de la Torriente. El primero respondió tajante: «El canal profana los huesos mambises enterrados en esa zona». Don Cosme, a la sazón adalid en el enfrentamiento político contra el batistato, encabezó la lista de notables que firmaron un recurso de inconstitucionalidad contra la construcción del canal, presentado ante el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales el 22 de diciembre de 1954.
Cuatro días después, la revista Bohemia publicaba un artículo firmado por otra persona ajena a la «hoz y el martillo»: Segundo Ceballos Pareja. En una parte de su documentado comentario, enunciaba: «El canal dividirá a Cuba en dos sectores: 30 000 km² a Occidente con unos 2,6 millones de habitantes y 84 000 km² a Oriente con unos 3,4 millones (…). No solo habrá que ver por dónde se pasa de un lado a otro, sin pagar tasas o gabelas, sino cómo se las arreglarán los que se queden con el bohío a un lado y el lugar de trabajo al otro, o los que trafican con caña, cuando les partan la colonia y el central les quede a la otra margen. Tendrán que pagar lanchaje algunos y otros llevar la carreta o el camión hasta el primer puente, alargando camino y a coste y riesgo de tener que pagar el paso por la carretera del nuevo imperio».
Y ofrecía argumentos de mucho más peso: «Tenemos 3 500 km de costas admirablemente dotadas con más de 200 bahías y puertos que apenas se utilizan; y dotarnos ahora de un canal, con dos bahías en su seno, y dos en los extremos, para absorber el 58 por ciento del volumen de carga del país, es como ponerle pantalones gigantes a un niño de cuatro años. Ni aún doblando la población actual y su comercio, podría Cuba dar de vivir al canal actual sin depauperar todo su régimen porteño actual».
Días más tarde, la vanguardia estudiantil con su líder natural José Antonio Echeverría al frente, se lanzó al ruedo: «El proyecto de construcción del llamado Canal Vía Cuba —requiere el joven dirigente de la FEU— constituye una agresión directa a nuestra soberanía. No existen razones históricas, económicas y morales que justifiquen ese engendro. Por más de 30 años el pueblo de Cuba luchó por liberarse de la Enmienda Platt. Ningún gobernante, hasta hoy, se había atrevido a impulsar este plan cuyos orígenes datan de 1912».
El canal se va a pique
La creciente repulsa contra quienes querían «partir la Isla en dos», obligó al régimen a eliminar o modificar algunos artículos de las leyes 1618 y 1715 (elucubrada esta a posteriori para «afincar» a la anterior), habida cuenta de que se les había impuesto un recurso de inconstitucionalidad.
En vano. El 5 de noviembre de 1955 los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales fallaron por mayoría SIN LUGAR, las sutilezas legales esgrimidas por el Gobierno. Al no apelar los «afectados», el Canal Vía Cuba se fue a pique el 27 de enero de 1956, un día antes de conmemorarse el aniversario 103 del natalicio de José Martí.
El espaldarazo final lo propinó un ente sin vínculo alguno con el canal o el pueblo cubano, el general estadounidense Lemuel G. Shepered, entonces presidente de la Junta Interamericana de Defensa, quien a su paso por La Habana, en julio del propio año, declaró: «Personalmente no concedo importancia bélica alguna al canal. Aun para transportar tropas a una contingencia guerrera, es más recomendable su envío por aire que a través de un canal donde la navegación es siempre lenta».