Georgina Guerra, quien aún vive en la misma calle donde refugió al joven asaltante Adalberto Ruanes. Autor: Mailenys Oliva Ferrales Publicado: 21/09/2017 | 05:37 pm
BAYAMO, Granma.— Sin la ayuda de varias familias bayamesas la historia del asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes hubiera sido otra: más despiadada y menos digna.
Pero aquellos jóvenes desconocidos no fueron desamparados y, aun en medio de la confusión, encontraron puertas que se abrieron sin reparos y manos amigas que ofrecieron su apoyo sin hacer preguntas.
En ese gesto humano y profundamente solidario se enrolaron dos jóvenes bayamesas que aún hoy, a la distancia de seis décadas de los acontecimientos, se estremecen al revivir en anécdotas los hechos.
¡El paquete llegó bien!
«Eran exactamente las 7:25 de la mañana cuando a la puerta de mi casa llegó Juancito Olazábal, su esposa Dorca y un joven blanco, alto, delgado y con el rostro preocupado. Enseguida supe que era uno de los asaltantes al cuartel. Se llamaba Adalberto Ruanes y lo llevaban con mi tío Roque para que lo escondiera en la casa», relata Georgina Guerra apelando a la memoria y tratando de que ningún detalle se escape mientras dura el recuento.
«Ni siquiera lo pensamos —continúa Georgina, quien entonces tenía solo 22 años—; mi tío y yo le ofrecimos la casa para que permaneciera allí mientras encontrábamos otra solución, porque en la calle todo el mundo comentaba el suceso, pero nadie tenía certeza de lo que había ocurrido.
«La gente llegaba y decía ¡mataron a uno por allí, a otro se lo llevaron, pasó uno en un camión!... Había una incertidumbre total, y sí periodista, sentí miedo entonces, pero el propio Adalberto nos infundió fuerzas, porque era un muchacho muy sereno, ni siquiera estaba preocupado por su destino, sino por el de sus compañeros de lucha.
«Nos pidió mantener la puerta del frente abierta para no levantar sospechas y se mantuvo todo el tiempo en el patio. Incluso comió, tomó café varias veces y hasta me cargó al niño que tenía un año y unos meses».
Pero la estancia de Adalberto Ruanes en aquella casa de la calle Pío Rosado no pasó inadvertida y hasta allí llegaron numerosos bayameses interesados en conocerlo, ayudarlo y hasta guarecerlo.
«Yo no sé cómo se enteraron —todavía se cuestiona Georgina—, pues no lo comentamos con nadie, y aun así todo el día fue de gente entrando y saliendo de la casa, por lo que mi tío pensó que sería más prudente trasladarlo hasta donde vivía su prima Chicha Tamayo.
«Salimos juntos como si fuéramos una pareja e hicimos el trayecto conversando y aparentando una tranquilidad que no teníamos. Más tarde apareció un pasaje con destino a La Habana y allí nos despedimos de él, angustiados por su futuro. Cinco días después recibimos un telegrama, que estaba dirigido a mi tío, donde decía: ¡El paquete llegó bien!, firmado por ARA (Adalberto Ruanes Álvarez)».
Un día y una noche
Ana Viña no imaginó que con sus 18 años y viviendo en una finca rural (El Almirante) ubicada en las afueras de Bayamo, iba a salvaguardar la vida de cuatro jóvenes heroicos.
«Esa mañana, cuando mi papá se levantó, se sorprendió mucho al ver a cuatro guardias frente a la casa. Ellos le explicaron que acababan de tener un encuentro con la Rural, que eran revolucionarios y que necesitaban ayuda para uno de los muchachos, herido en una pierna.
«Rápidamente los escondimos en un cuarto y entre mi madre y yo les preparamos café con leche y frituras de maíz verde para que desayunaran».
Los cuatro jóvenes eran Raúl Martínez, Ramiro Sánchez, Rolando Rodríguez y Gerardo Pérez (el herido), quienes le pidieron a Fernando Viña (padre de Ana) que localizara en la ciudad a Elio Rosete, único bayamés conocedor de que se realizarían las acciones, para que les enviara penicilina y algo de ropa, pero fue en vano.
«Como Rosete no apareció, mi papá decidió volver, pero en el camino se encontró con un señor de apellido Manso que le dijo que por nuestras vueltas andaba su hijo Piolo con la Rural buscando a unos muchachos “revoltosos”.
«Mi padre llegó muy nervioso y decidió sacarlos para un lugar más seguro, pues registrarían la casa. Entonces los llevamos para un montecito cerca de la finca, pero como a las diez de la mañana Gerardo tuvo una hemorragia, que, menos mal, pudimos controlar con la cosuba (especie de emplasto) de una mata de yamagua.
«Los cuatro estuvieron con nosotros un día y una noche, y en todo ese tiempo una avioneta se mantuvo volando bajito, muy cerca de la finca, como si imaginaran que se guarecían allí. Pero nunca lo supieron.
«Ya al tercer día, de madrugada, salieron rumbo a Manzanillo y luego nos enteramos de que todos habían llegado sin problemas a sus destinos. Fue una gran alegría».
Han pasado 60 años de aquellos días, pero Georgina y Ana no olvidan, y relatan con orgullo el importante retazo de historia que, junto a sus familias, ayudaron a construir.