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Joven que es semilla y luz

El ejemplo de coraje y virtud, la intrepidez y profundidad de pensamiento del líder de la clandestinidad Frank País, asesinado un 30 de julio, hace 55 años, nos ofrece espadas de magnífico filo para seguir en la construcción de la Patria nueva por la que ofrendó su vida

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Odalis Riquenes Cutiño

SANTIAGO DE CUBA.— La tarde del 30 de julio de 1957 entró en la historia para ver a la convicción vencer a la saña. A las 4:15, en la estrecha geografía del céntrico Callejón del Muro, una descarga de 22 plomos atravesó la espalda de Frank Isaac País García, pretendiendo acribillar los sueños del joven que supo vivir al compás de su tiempo, del estratega brillante y jefe de la clandestinidad.

Mas no pudo la barbarie evitar que la fuerza imantada de aquel muchacho de mirar profundo y sonrisa franca, continuara conminando a los cubanos, ahora con más energía, a batallar sin tregua contra la dictadura.

«Parece que el que está fatal soy yo. Me separé de Navarrete y ya tengo la policía aquí…», comentaría minutos antes el joven sin que la certeza del hecho le diera alguna posibilidad al miedo o la impaciencia.

Desde la cercana esquina de San Germán y Gallo avanzaba la muerte. Dos cuadras más abajo de la habitación que lo acogía, en aparatoso despliegue, se habían congregado fuerzas combinadas del SIM, el Ejército, la Policía Nacional y la Marina de Guerra, con el despreciable José María Salas Cañizares a la cabeza.

«¡Fuego a la lata, señora¡», le había espetado a una anciana el abominable esbirro, al detenerse la perseguidora donde viajaba frente a la casa No. 173 de San Germán.

Registrar todas las casas con numeración par en esta calle, desde la esquina de Gallo en adelante, había sido la orden del prepotente jefe militar.

Como dolorosas ráfagas pasan aún ante los ojos del hoy general de brigada Demetrio Montseny Villa, en aquella época jefe de Acción y sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Guantánamo, las imágenes de los últimos instantes del héroe.

Desde las 2:30 de la tarde del martes 30 de julio de 1957, previo acuerdo telefónico, según explicó en entrevista al periodista Rafael Carela, arreglaba con el Jefe nacional del Movimiento, desde la casa en que se escondía, los detalles para la compra clandestina de parque y otros pertrechos en la base naval de Guantánamo.

Había visto la alegría revolotear en el rostro del joven. «Yo sabía que ustedes no me iban a fallar, pero hay que conseguir más armas y parque», le había dicho, al tiempo que le mostraba una carta de Fidel, en la que se hablaba de la difícil situación con los pertrechos que atravesaba la guerrilla en la Sierra.

Días antes, el joven revolucionario, acompañado del gordo Agustín Navarrete, había escapado de milagro de una encerrona de la policía. Por las ventanas podía él ver a Salas Cañizares en persona dirigiendo el registro.

Así lo contó el recio jefe, sin imaginar otra vez la cercanía del execrable esbirro, quien el mes anterior había sido nombrado jefe militar de la plaza de Santiago, con el aval de sus terribles métodos, los mismos que le valdrían entre la población el apelativo de Masacre.

El odio caminaba en pos de la vivienda No. 204, en que tenía lugar la reunión entre los jefes, mas el héroe no se inmutó. Lo asumió como otra más de las pruebas que le imponía la rutina del clandestinaje y aunque adoptó las medidas de rigor, como esconder entre dos tablas de la pared la carta de Fidel, cual su costumbre, se mantuvo callado y sereno.

Cuando se asomaron por la ventana del cuarto, para informar del registro, la dueña de la casa era, en cambio, un mar de nervios.

Casi a la carrera, por la calle Corona, aguijoneado por el secreto y la responsabilidad de tener al jefe en su casa, llegaba Raúl Pujols desde la ferretería Boix, donde trabajaba, y a donde había sido avisado por Bessy, vecina y militante de su célula.

«¿Por qué no nos vamos todos en la máquina?», aprovechó Montseny Villa para proponerle. La respuesta del Jefe de la Clandestinidad fue el retrato de la calma y la meditación: «Otras veces ha ocurrido lo mismo…», dijo y avanzó hacia el teléfono.

«Bueno, está bien, no hay problemas…», fueron después las palabras del jefe, interrumpiendo la voz de Mónica (Vilma Espín), que del otro lado del auricular le informa sobre el cumplimiento de una tarea.

Mientras, los revolucionarios discuten sobre la negativa de Frank de acompañarlos. El joven, el único que está armado, da instrucciones a Pujols de despedir a los combatientes guantanameros como familiares y de volver a la ferretería.

«El Movimiento me ha responsabilizado con tenerte aquí, y si ocurre algo muero contigo», es la enérgica respuesta de Raúl Pujols.

Villa vuelve a insistir en su proposición de que el jefe los acompañe. «Tres hombres juntos harían más sospechosa la salida», le responde el héroe, en su afán de no comprometer a sus compañeros, y les reitera la orden de irse.

Pueden oírse ya los pasos de la soldadesca, el murmullo de la barbarie. «Ven con nosotros», repite otra vez Montseny Villa. «No, es más fácil que me vaya a pie. Hagan lo que les digo, váyanse». Y esta vez su posición es terminante. Usa en ella toda la experiencia en el clandestinaje, todo el rigor y la ternura de su carácter.

Con el fragor de la preocupación quemándole las entrañas, Demetrio Montseny Villa y José de la Nuez (Basilio), los guantanameros, parten. «Vete tranquilo, que mi vida responde por él», fueron las últimas palabras a Villa de Raúl Pujols.

Esa misma decisión le abrigaba cuando, minutos más tarde, salió de su vivienda junto al líder estudiantil santiaguero. Y hubiera logrado proteger al jefe, de no ser por la delación de un antiguo alumno de la Escuela Normal para Maestros de Oriente, que en el chequeo de los transeúntes le informó a Salas Cañizares.

Aquel era Frank País García, el jefe de los revolucionarios en el llano, el hombre más buscado por la tiranía.

Justo a las 4:15 de la tarde, una descarga de 22 plomos abatió el cuerpo del mayor de los País García. Luego otro disparo detrás de la oreja. Junto a él, la sangre de Raúl Pujols, excelso ejemplo de lealtad, tiñó también de rojo la estrecha geografía del Callejón del Muro.

A partir de aquel minuto aciago el pueblo de Cuba supo en realidad de la inteligencia, el carácter y la integridad de Frank País y cuánto había «de grande y prometedor» en él.

El más limpio y capaz de los combatientes

Nacido en Santiago de Cuba el 7 de diciembre de 1934, en el humilde hogar del reverendo Francisco País y Rosario García, Frank País tuvo que abrirse a la vida entre los rigores de la supervivencia.

Cinco años tenía cuando falleció su padre. Desde entonces los tres varones de la familia crecerían acunados por la austeridad y el amor, la exigencia y la sensibilidad de su madre, quien durante los servicios a su iglesia acostumbraba a ejecutar piezas religiosas en el piano.

En aquella decisión de vida o muerte del 30 de julio estaban también toda la responsabilidad y el respeto que crecerían durante aquellas tardes en su hogar, modesto pero cálido, en las que la madre tocaba marchas e himnos al piano.

En el gesto de Frank aquel infausto día palpitaba igualmente el roce con sus vecinos del barrio de Los Hoyos, gente franca y sincera, imbuida de una conciencia patriótica creada por sus ancestros y traicionada por los gobernantes.

Vibraba el ímpetu de quien vivió cada minuto de su corta existencia desde la acción, el riesgo, pero con afán de conocimiento, interés por estudiar, con amor por la obra martiana y el contacto con las corrientes filosóficas de su tiempo, lo que le permitió desarrollar tempranamente su pensamiento.

«Hay que ayudar a ese muchacho que tiene unas ideas tremendas», fue el comentario que hizo a su esposa el hoy veterano combatiente de la clandestinidad Luis Felipe Rosell, cuando conoció a Frank País.

A pesar de la diferencia de edad, de más de cinco años, que existía entre ambos, el también integrante del grupo de dirección de las acciones del 30 de noviembre, ha dicho más de una vez que todos quedaron sorprendidos ante la forma de dirigir, de tomar decisiones, y de hacerse sentir como dirigente del artífice de la clandestinidad.

«Frank se fue convirtiendo poco a poco en el líder que todos queríamos y respetábamos. Jamás nos dijo “Soy el jefe”. Se fue imponiendo de una manera espontánea mediante sus hechos, y por la forma de dar las órdenes.

«Tenía un carácter sereno, sangre fría y, aun siendo el jefe del Movimiento en el llano, era capaz de ir tres veces a Guantánamo y regresar con una máquina llena de armas, era un ejemplo para quienes estábamos subordinados a él».

Su compañero de luchas Armando Hart diría, parafraseando a Fidel, que Frank «era el más limpio y capaz de todos nuestros combatientes… Poseía una moral y una pureza como pocas he conocido. Tenía a la vez una abierta y sincera vocación de dirigente. Quien hablara dos veces con él sabía que había nacido para mandar. Y mandaba con una moral espartana y noble espíritu de justicia».

Humano, sensible y excelso

Pero más allá de sus increíbles dotes como organizador y dirigente, de su rapidez de reflejos, que le hizo escapar innumerables veces de la muerte; de su integridad a toda prueba, estaba el ser espiritual y sencillo, preocupado por cada detalle; la ternura del joven que cantaba, tocaba el piano, gustaba de pintar y expresaba sus más hondos sentimientos en versos.

Nunca se creyó héroe, pero su corta existencia fue la mejor expresión de una personalidad sencilla y multifacética, que lo hacen trascender, ubicándolo a la altura de cualquier tiempo.

«Yo acababa de venir de una excursión y estaba tan cansado que me acosté y a eso de las 5:30 me despertó un intenso tiroteo de ametralladoras y rifles», contaría a una amiga Normalista, en alusión a los hechos del 26 de julio de 1953, que lo conmovieron profundamente y cambiaron sus días.

Tenía entonces 18 años y la playa y las excursiones estaban entre sus preferencias. Investigaciones recientes dan fe de sus constantes incursiones por sitios como la Gran Piedra, el Morro, San Juan y La Bahía, donde sus excursiones daban riendas a su afán naturalista.

Frank País dejó también en sus alumnos una huella inolvidable. Fue maestro de profunda raíz martiana y ricos recursos pedagógicos, nacidos del genuino contenido patriótico en todo cuanto impartía, el amor con que enseñaba, los valores morales y principios en los que educaba a los niños, así como los vínculos de amistad y respeto mutuo que estableció con ellos.

«No hay nada para mí como preparar un curso de Historia de Cuba y luego irlo a explicar hasta entusiasmar a mis alumnos de cuarto grado». Así, transformado por la emoción, hablaba el maestro Frank a su compañero de luchas Armando Hart Dávalos.

Graduado de la Escuela Normal para Maestros de Oriente, impartió clases en la escuela El Salvador. Un día tuvo que dejar de dar clases de Historia, pues había llegado la hora de hacerla. «Porque Cuba me necesita», respondió al director del colegio que inquiría sobre su actitud.

Tiempo después, lleno de dolor, en carta privada tras el asesinato de Josué, escribió: «Tenemos que llegar para hacer justicia».

Entre balas y afectos

«Qué solo me dejas/ rumiando mis penas sordas/ llorando tu eterna ausencia». Así, después de largo rato en silencio, de dar las indicaciones pertinentes, esas que le impedían dejarse arrastrar por un sentimiento personal que pusiera en peligro las tareas del Movimiento, solo entonces dio riendas sueltas al dolor por la muerte del más pequeño de sus hermanos, Josué, caído exactamente un mes antes.

Y plasmó su dolor en versos, quizá la mejor manera que aprendió para proteger sus afectos en el duro bregar que implicaba su vida en la clandestinidad.

Era joven, vivía cada minuto desde el riesgo, pero siempre hubo en él un lugar para los más limpios sentimientos.

Desbordante de ternura contó Vilma Espín el encargo que le hiciera el héroe de comprar una orquídea para Doña Rosario el Día de las Madres, delicada muestra de la admiración  que sentía por su mamá, que aunque era una mujer fuerte de carácter, había tenido una existencia dura.

«Sabes que a pesar de la distancia no te puedo olvidar. Esto es muy bonito, pero yo suspiro por ti», escribiría a su novia América Domitro, en una postal que le enviara desde Xochimilco, México, en agosto de 1956.

La poesía de ese amor lo acompañaría hasta los últimos momentos. Desde la casa de San Germán No. 204, Frank llamaba a su novia dos veces como mínimo diariamente, relataría luego la esposa de Pujols. «Prepara para casarnos», sería el tema de sus últimas conversaciones.

Aquel hombre que con solo 22 años llegó a ser el más odiado y temido por la tiranía en las calles cubanas, el que comandaba el llano desde el sabotaje, la agitación, los gallardetes izados, la resistencia cívica, la prensa clandestina, era también un joven como todos, que adoraba los helados de vainilla con galleticas, ordenaba sus ideas delante de una pecera o ensoñaba a la amada ausente desde una canción: «Ya no estás más a mi lado, corazón, en el alma solo tengo soledad…».

Oriente paró de emoción

Por eso, por sus virtudes y entereza, y porque troncharon su vida «cuando estaba dando a la Revolución lo mejor de sí mismo», después del aciago atardecer del 30 de julio, Santiago, el Oriente todo, paró espontáneamente de emoción.

Los esbirros que lo balearon sabían perfectamente quién era Frank País. Por esa certeza intentaron callar su muerte y trasladaron los cadáveres al cementerio Santa Ifigenia, donde, con el mayor sigilo, pretendían inhumarlo en un profundo hueco para silenciar definitivamente su espíritu de luchador inclaudicable.

Pero antes de que las bestias consumaran su orgía, un grupo de mujeres santiagueras, dignas de la estirpe de Mariana Grajales, y con doña Rosario al frente, llegó al cementerio.

Frank no era el primer hijo que entregaba a la causa justa de los cubanos. Antes había caído el menor de ellos, Josué, a quien lloró con profundo dolor de madre. Pero esa sentida pérdida no impidió en modo alguno que continuara alentando y apoyando a Frank, el primogénito, en el camino que él mismo había elegido y en cuya elección ella había tenido mucho que ver.

Así pues, reclamando sus derechos de madre, doña Rosario se personó en el cementerio. Temiendo a las mujeres, los monstruos les entregaron los cadáveres ensangrentados. La Doña abrazó fuertemente el de su hijo y lo trasladó de inmediato a su casa.

Dos horas estuvo el cadáver de Frank tendido en la casa de doña Rosario; luego, a solicitud del Movimiento, y en simbólico gesto de amor, fue conducido a la casa de su novia, con la que seguiría unido por siempre.

En Heredia y Clarín, según contaría Vilma Espín a Léster Rodríguez, en carta del 13 de agosto de 1957, se le rendiría tributo al jefe: «Le mandé a poner el uniforme con el grado de Coronel (tres estrellas sobre el Escudo), la boina sobre el pecho y una rosa blanca sobre ella».

Veinte cuadras de personas en apretada marcha, enardecidas de rabia y dolor, lo acompañarían hasta la necrópolis local.

«Su obra póstuma fue el paro general que brotó de su cadáver», escribió, en los Anexos de su libro Aldabonazo, su compañero Armando Hart. La conmoción devino entonces huelga general revolucionaria con la que todos los sectores opuestos al régimen le hicieron sentir la repulsa.

Fue el homenaje del pueblo a su existencia fecunda y sencilla, austera y excelsa. Esa que lo convierte, 55 años después de su muerte, en semilla y luz, pues para ayudarnos a hacer la historia nueva, como su mejor clase, nos dejó sus ideas profundas e intrépidas, y su modelo de vida a la altura de cualquier tiempo.Referencias bibliográficas:

—Intervenciones en el evento por el aniversario 50 de la caída de Frank País, Santiago de Cuba, 2007.

—Periódico Sierra Maestra, julio y noviembre, 2007.

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