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Mañana de dolor y de silencio en Santiago de Cuba

Durante los cerca de 140 kilómetros, entre el aeropuerto militar de la Ciudad Heroína y el Mausoleo a los Héroes y Mártires del III Frente Oriental Doctor Mario Muñoz, el pueblo  santiaguero despidió al Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque

Autores:

Jorge L. Rodríguez González
Jorge Luis Guibert
Omara García

SANTIAGO DE CUBA.— A las siete de la mañana de este 15 de septiembre, Santiago calló de emoción.

Desde que del aeropuerto militar santiaguero partiera el cortejo fúnebre que trasladó los restos mortales del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, la ciudad santiaguera transformó su antológica estridencia en silencio absoluto, consternación, reverencia.

Fiel a su historia, demostrando una vez más que sabe guardar en el corazón el ejemplo de los hijos que calan hondo en sus fibras, la urbe fue un mar apretado de cuerpos y gestos.

Carretera del Morro, Trocha, Garzón, Enramadas, mantuvieron todo el tiempo los ojos fijos en el féretro del hombre que llegó a la gloria sin olvidar sus orígenes.

Hubo lágrimas, pechos llenos de medallas con brazos extendidos, agitados corazones infantiles, a quienes ni la falta de sueño de una noche alterada por la certeza del compromiso matinal les hizo perder ningún detalle; emociones miles en una tierra en  la que cualquier persona o lugar puede enarbolar una anécdota, un recuerdo del Héroe.

Justo a las 7 y 23 de la mañana, cuatro minutos fueron el reloj hacia lo eterno ante el antiguo Ayuntamiento santiaguero, el mismo balcón que supiera de sus pasos barbudos el 1ro. de enero de 1959, junto a Fidel y a Raúl.

«No me olvides Lupita, acuérdate de mí…», convidaba la voz de Amelita Frades, reiterando ese canto de amor tan suyo devenido himno de combate.

Entonces Santo Tomás, Aguilera, otra vez la Plaza de Marte, Moncada de cara a la posta 3 del antiguo cuartel Moncada, como en la madrugada del 26 de julio de 1953 y un gigantesco coro de 5 000 pioneros, el mejor símbolo de futuro, junto a valiosos exponentes del arte santiaguero, revivieron la melodía de aquella mañana de la Santa Ana: «Marchando vamos hacia un ideal/ sabiendo que hemos de triunfar…»

Abran paso, que transita la leyenda, pareció indicar con ademán caballeresco la figura ecuestre de Antonio Maceo, esa que también fuera fruto de sus desvelos. Luego Quintero, El Castillito, La Caoba, Melgarejo, El Cobre, Hongolosongo, Río Frío, Dos Palmas: la misma Carretera Central que le viera derrochar constancia al frente de sus tropas del III Frente.

En lo adelante, Palma Soriano, El Tamarindo, La Aduana, Aguacate, Contramaestre, Maffo, Los Negros, Comecará, Cruce,  y junto al pecho, el sombrero del abuelo que abandonó su casita en el intrincado paraje montañoso y casi a rastras llegó hasta la orilla de la vía: «Tenía que venir, a él le debo todo…»; y el puño apretado del joven maestro: «A mis alumnos les hablaré siempre de su ejemplo…»

Tres horas y media después de la partida, victorioso sobre la muerte, vestido de ternuras y mañana, se apresta otra vez el Comandante Juan Almeida a subir hasta la loma de La Esperanza, donde le esperan sus guerrilleros de entonces.

Han sido tres horas y media de apretado abrazo con el pueblo por el que sintió y amó, y que hoy le devuelve, de la mano del tributo, a su lugar en la historia.

 

 

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