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El Indio Naborí, un hombre de la poesía

Hace un año vibraron los laúdes con la última tonada del Premio Nacional de Literatura 1995

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

Foto: Angelito Baldrich Tan solo la pasión con que escuchó a su madre arrullarlo en décimas valdría para pintar melódicamente su vida. Tan solo el empeño por decir en versos lo que su padre no dijo daría sustancia para un poema de largo aliento. Pero todo cuanto hizo y quiso; todo cuanto amó y dejó, hacen de Jesús Orta Ruiz, un hombre de la poesía.

Cuenta el investigador Virgilio López Lemus que en 1939, con un decimario titulado Guardarraya sonora causó Orta Ruiz «el primer asombro». Tenía entonces 17 años, pero se notaba que había hurgado en la lírica cubana y en «la voz y las metáforas de Federico García Lorca». A partir de ese momento su carrera estaría marcada por un incansable afán de autosuperación.

Al año siguiente, en la emisora Radio Cadena Azul, debutó como cantor. Muy pronto su rapidez y elegancia para improvisar lo convertirían en uno de los más famosos miembros de los bandos poéticos de la época, específicamente del Bando Azul. Y a través de la radio, y en los espectáculos, y en cuanto espacio hubo, dinamitó el joven repentista el marasmo en que se hallaba la estrofa más difundida entre los sectores populares de la Isla: la décima.

Su nombre rápidamente fue sustituido por aquel seudónimo con que pidió lo presentaran en su primera aparición frente a un micrófono: «Indio Naborí». En un contexto en el que muchos poetas se hacían llamar caciques, Jesús prefirió, como haría siempre, representar a los aborígenes que labraban la tierra. Y con el ánimo escrutador que lo llevó del surco al Parnaso, fundió como nadie la intención estética culta y la más espontánea savia popular.

Si se hubiera contentado con el éxito fácil de los primeros aplausos habría quedado, como apunta López Lemus, en el escaño de «improvisador bien cotizado» para los circuitos comerciales del momento. Pero su tenacidad lírica tenía raíces y alas para mayores conquistas. Bandurria y violín (1948) y Estampas y elegías (1955), fueron los poemarios con que continuaría acrecentando su obra.

Ya no solo en el molde de diez versos, sino moviéndose con soltura por diferentes formas estróficas y aun por el versolibrismo. De Estampas... son sus antológicas décimas La fuga del ángel, doloroso destello luego de perder a su pequeño hijo Noel. «Es todo lo que me queda/ de ti: verdad sin verdad. Una como suavidad/ de seda, pero sin seda./ Aroma de rosaleda/ sin más presencia que aroma,/ donaire de la paloma,/ pero no más que donaire:/ niño pintado en el aire/ hablándome sin idioma.»

El Naborí posterior es tal vez más conocido. Triunfó la Revolución y su labor de repentista quedó relegada por un sostenido esfuerzo en la escritura, la investigación y el periodismo. Trabajó el verso Al compás de la Historia y enriqueció —como venía haciéndolo desde la etapa insurreccional— la imaginería cotidiana del tiempo nuevo.

Su profunda vocación social y militante nada le restó al empeño de pureza estilística con que avanzaba. Varias generaciones de niños cubanos han aprendido a ser buenos con su Elegía de los Zapaticos blancos o la Evocación de José Antonio Echeverría, como muchos literatos se han admirado ante la hondura de sus sonetos en Una parte consciente del crepúsculo. «Olvidaré al amigo que más quiero./ Olvidaré a los héroes que venero. /Olvidaré las palmas que despiden/ al sol. Olvidaré toda la historia./ No me duele morir y que me olviden,/ sino morir y no tener memoria».

Si por un instante se olvidara aquella genialidad de improvisador que conquistó a miles en controversias como las de Campo Armada (1955) frente a Angelito Valiente; si se perdieran los muchos criterios que lo ubican como el mejor decimista cubano del siglo XX; si sus investigaciones de nuestra Décima y folclor desaparecieran, o se borraran los artículos que dejó en la prensa, su amor, ancho y limpio, hacia Cuba, la poesía y su Eloína, esposa fiel por más de 50 años, nos bastarían para rearmar la leyenda poética de su existencia.

Cierta vez, hablando de su condición de finalista en el Premio Príncipe de Asturias 2000 —entregado a Augusto Monterroso—, el Indio dijo sentirse como quien roza una estrella. Tal vez sin saberlo haya dejado con aquel símil la imagen constante de su futuridad. Rozar —y acercarnos— desde la palabra humilde, bella y comprometida, las más lejanas estrellas.

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