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Recuerdos de mi viejo

Enriquito, hijo del reconocido periodista y escritor cubano Enrique Núñez Rodríguez comparte con los lectores de JR anécdotas de la relación con su padre

Autor:

Enriquito Núñez

Por estos días de noviembre, desde hace cuatro años, no puedo evitar que se acentúen los recuerdos que guardo de mi padre. Lo que hago entonces es ponerme esos días alguna de las camisas suyas que siempre me gustaron tanto, que a la larga heredé y cuido muchísimo, y tomarme un añejo sentado al atardecer en un balance del balcón, como a él le gustaba. Y recordarlo.

El recuerdo más antiguo que tengo del viejo es el sempiterno repiquetear de su máquina Underwood, desde las ocho de la mañana hasta bien entrada la tarde, cada día de mi infancia. Cuando tuve edad para subir sin gatear hasta su despacho, siguiendo la musiquita de las teclas, lo encontraba absorto, escribiendo frenéticamente. Nunca me sintió cuando me colocaba a sus espaldas, pero en un ángulo que me dejaba observar sus manos moviéndose velozmente sobre el teclado, mientras de la máquina brotaba una cuartilla tras otra. Conservo intacto el recuerdo del olor que despedía la multitud de colillas que ya se amontonaban en el cenicero, revelando una adicción que tan caro le costaría casi 50 años después. Pero lo que más me gustaba era cuando el viejo «sonaba». Hacía unos ruiditos a intervalos, como asintiendo para adentro, cuando algo de lo que escribía le gustaba, incluso dejaba escapar una rápida risita gutural, sin abrir la boca: «mjum jmm mjum», tras lograr alguno de los chistes con que divertía a media Cuba en tres programas radiales diarios, luego de un maratón creativo que dudo que alguien haya superado alguna vez. Pero eso lo supe después. Entonces solo me divertía espiándolo cuando trabajaba en su despacho.

Años más tarde, cuando ya tenía 11 o 12, subía también sin hacer ruido, mientras el viejo dormía la siesta, y deslizaba la mano en el bolsillo de su pantalón. Mi padre tenía la mala costumbre de andar con todo el salario encima, y cuando aquello el sueldo del viejo era alto, y nunca se daba cuenta cuando yo le cogía 20 o 40 pesos, no más, para que no lo notara, creía yo, porque no hace tantos años, una tarde en que acababa de quitarle algo, y me iba en puntillas, sentí su voz adormilada tras de mí: «Déjame algo...» Entonces sospeché que el viejo siempre supo que yo le cogía dinero, y que no me decía nada. Ya yo cobraba 138 pesos, pero nunca llegaba a fin de mes, y a partir de ese día, decidí que jamás le iba a coger plata, así que empecé a pedírsela. Una, dos, hasta tres veces al mes «¿Viejo, me puedes prestar 20 pesos?» Un día me respondió: «Creo que prefiero que me tumbes 60 de una vez, como antes».

De muchacho me gustaba mucho cuando íbamos en el carro y llegábamos a la esquina de casa de mis abuelos. Sin apagar el motor del Buick, se ponía la mano junto a la boca haciendo una bocina, y soltaba un potente chiflido. Aquel chiflido tenía una entonación y un acento muy particulares, era un chiflido que «decía» clarito «¡Queto!», que era el apodo de mi abuela Enriqueta, quien pasados unos segundos se asomaba al balcón con una sonrisa. «¿Quéhubo?» saludaba el viejo, y mi abuela respondía siempre: «¿No vas a subir?» Mi padre era un hombre muy ocupado, y a veces le decía «Luego». Y abuela Queto, sin dejar de sonreír: «Hice frijoles negros». No había terminado de decirlo y ya el viejo había parqueado el carro. Cuando murió mi abuela, los chiflidos de mi padre comenzaron a decir «¡Tito!», el nombre de mi abuelo. «¿Quéhubo?», volvía a gritar mi padre, y abuelo contestaba ladeando la cabeza. El cáncer que mató al viejo, primero le robó la voz, y para mi padre la voz tenía la misma importancia que para Plácido Domingo. La casi totalidad de las anécdotas que publicó, eran cuentos que él hacía siempre, y que simplemente llevó al papel. Todavía hay noches en que creo oír su inconfundible chiflido, con el que en las madrugadas del hospital me llamaba para que lo ayudara en algo. Y vuelvo a sentir el soberbio olor de los frijoles negros de abuela Queto.

Cuando niño siempre creí que mi padre era un gran gourmet —bueno, esa palabra la aprendí de grande— pero entonces me encantaba oírlo hablar de las comidas que había disfrutado en El Monseñor, La Torre, El Floridita o el Centro Vasco. Recordaba los nombres en francés de muchos platos y salsas. Se sabía las marcas de los mejores vinos y dulces exóticos, y pronunciaba perfectamente crèpes suzzettes y well done o medium rare, para referirse al punto de cocción del filete mignon. Tenía muchos amigos entre los legendarios maitres y bartenders de La Habana. Más tarde fui descubriendo que, aparte de su innegable cultura culinaria, el viejo era enfermo a la raspa de arroz blanco, o la de harina de maíz, al pan de flauta con la salsa que quedó en la cazuela, al tamal del refrigerador... Mi mamá se espantaba cuando el viejo estaba en casa trabajando, pues era capaz de abrir el frío 97 veces en 4 horas, buscando qué picar, y volver a bajar a las doce en punto para empezar a destapar las ollas, y tragarse, todavía no entiendo cómo, hirvientes cucharadas de potaje, o un tostón a 120 grados centígrados. Y disfrutaba igual de un Chivas Regal que de un cuerazo de Paticruzao. Era de los que después del postre, en la sobremesa, entre un cuento y otro, volvía a pinchar la fuente de papitas fritas. Mi viejo era un gourmet, sí, ¡pero un gourmet glotón!

Es imposible precisar cuántas personas conoció en su vida. En cualquier caso, se puede afirmar que es una cifra astronómica. Apreciaba mucho el cariño que la gente le tenía, pero eran tantas que creo que esa puede ser la razón de su incapacidad para recordar cada rostro. Lo curioso es que toda su vida de escritor fue un arduo ejercicio de la memoria, sobre todo porque el género que más le gustaba escribir era el costumbrismo, que requiere una gran memoria. El viejo recordaba el nombre del bedel del Instituto de Sagua, y la totalidad de los apodos de los personajes de Quemado de Güines.

Cuando ya estaba enfermo, un día le pedí permiso para usar su segundo apellido para que formara parte de mi nombre artístico. La verdad es que desde hacía muchos años los locutores de radio y animadores de TV me decían Enriquito Núñez «Rodríguez», y yo nunca les rectificaba, pensando, con mentalidad comercial, que no me venía mal un nombre artístico que ya estaba establecido en el medio, y mi apellido materno fue quedando solamente para trámites legales. «¿Me das permiso para usar el Rodríguez como segundo apellido?», le pregunté. Me miró un momento, y respondió con una sonrisa socarrona «Claro... después de todo, creo que eres mi hijo...» Y poniéndose serio «Te doy permiso, pero si usas mis apellidos no puedes dejar de amar jamás a tu Patria y a la Revolución». Hoy voy a firmar por primera vez con sus apellidos.

Unos días antes de morir me hizo su último chiste. El viejo no era dado al chiste verde o de doble sentido. El suyo era otro tipo de humor. Aquella noche le comenté que al fin iba a hacer otro disco con mis canciones, y que se iba a llamar Con cierta ternura. Con un susurro me preguntó «¿Y cómo se llamaba el primero?». «Con dulce rabia», le respondí. «¿Y qué tiempo hace que hiciste aquel?» «Más de 12 años», le digo. Y él, «Doce años.... Con dulce rabia... Con cierta ternura... ¿Qué edad tú tienes ahora?». «49», respondí. Entonces abrió aquellos pícaros ojos, y en el mismo tono jodedor de siempre me suelta: «A ese paso el próximo disco tuyo se va a llamar Con la lengua».

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