Lecturas
Vecinos y transeúntes escucharon los disparos, y casi enseguida se vio salir de la casa de huéspedes marcada con el número 358 de la calle San Rafael a una mujer casi desnuda con su brazo izquierdo herido y bañada en sangre. En la habitación que ocupaba en dicho hospedaje y que compartía con su amante, quedaba, bocarriba sobre la cama, el cuerpo sin vida de un hombre de 22 años, a quien la mujer casi duplicaba la edad.
En sus primeras declaraciones a la Policía, mientras era asistida en el Hospital de Emergencias, aseveró que sostenía una riña con su amante y logró arrebatarle el arma —un Colt 32— que esgrimía contra ella con el proclamado propósito de matarla y que en el calor de la pelea disparó sobre él una sola vez. No demoraría en variar esa declaración al decir que el hecho había sido consecuencia de un pacto suicida en el que el hombre falló al hacer el primer disparo y se mató después.
¿Homicidio? ¿Pacto suicida? ¿Acto de legítima defensa? Cada una de esas hipótesis tuvo defensores apasionados y numerosos entre el público que seguía los detalles de aquel suceso ocurrido en la tarde del 23 de septiembre de 1938, que dio pie a una de las jornadas más brillantes de la policiología cubana y que la prensa explotó a su antojo, con los filones de sensualidad y sentimentalismo del caso, a lo que contribuían no poco la conducta de los implicados.
Ella, María Grant, conocida también como María Bernal, Elena Grant o la Venus, por su despampanante y generosa anatomía, había hecho célebre el mote de Nena Capitolio en lugares de diversión y vida galante habaneros. Él, Santiago González, estudiante universitario y empleado del Hotel Bristol. Se conocieron en la Havana Sport, «academia» de baile sita en Galiano 454 altos, y tras varios encuentros decidieron vivir juntos.
No hallaron en la vida en común, sin embargo, la paz que acaso ansiaron y las riñas menudearon entre ellos, bien por celos, por la diferencia de edad o las dificultades económicas que asolaron a la pareja tan pronto ella abandonó su alegre ocupación en la «academia». Quizá Nena Capitolio vio en Santiago la oportunidad redentora y reivindicativa de que la sacara de su mala vida, y por eso lo mató cuando quiso dejarla.
¿Sería cierta la hipótesis de la legítima defensa o la del pacto suicida? ¿Mató ella de manera premeditada a su concubino y volvió luego el arma contra sí para justificar la autodefensa o el pacto suicida? La investigación criminal llevada a cabo por el Doctor Israel Castellanos, director del Gabinete Nacional de Identificación, y el Doctor Manuel Barroso, figura notable de la medicina legal cubana, probó su culpabilidad, y Nena Capitolio fue trasladada a la sala de Penados del hospital Calixto García y recluida
luego en la prisión de mujeres de Guanabacoa. En el juicio que se le siguió, el primero que se transmitió por radio en Cuba, el acusador Gerardo de Villiers destrozó la defensa del Doctor Jesús Portocarrero, y se le impuso la condena de 12 años de privación de libertad.
Quiere el escribidor, en la página de hoy, revivir sucesos de sangre acaecidos en la muy habanera calle de San Rafael en la primera mitad del siglo pasado, algo que sigue ahora con el atentado a Orestes Ferrara, el 1ro. de marzo de 1940.
El almuerzo, con invitados, en su casa de San Miguel y Ronda, demoró más de lo previsto y el excanciller de Gerardo Machado temía llegar tarde al Capitolio. Era, junto con José Manuel Cortina, Rafael Guas Inclán, Alfredo Hornedo y Emilio Núñez Portuondo, uno de los delegados por el Partido Liberal a la Convención Constituyente de 1940. Pidió su automóvil y el conductor le comunicó que no tenía gasolina. Hizo que llamaran un taxi y explicó al taxista que a toda velocidad bajara hasta Infanta y buscara San Rafael hasta el Capitolio.
No había avanzado mucho el taxi por esa vía cuando un vehículo se le encimó por la izquierda y lo hizo blanco de sus ametralladoras. El secretario y el policía que le servía de custodia resultaron ilesos, no así el chofer que quedó con el cráneo abierto, lo que bajo el sol hizo a Ferrara, sentado detrás, el efecto de un crisol en ebullición.
Sacó este su revólver para ripostar la agresión, pero nada pudo hacer. Estaba herido. Tenía dos balas alojadas sobre la tercera costilla, tres en el hombro izquierdo, otra en la parte más alta de la espina dorsal y otras más diseminadas por el cuerpo. Lo trasladaron al Hospital de Emergencias. Lo operaron al fin en el Hospital Militar. Demoraría dos meses en volver al Capitolio y cuando pudo hacerlo ya la Constitución de 1940 estaba casi lista. Nunca se identificó a los culpables del hecho.
Había finalizado el paseo de carnaval del domingo 22 de febrero de 1948 y Manolo Castro, expresidente de la FEU y director general de Deportes, conversaba despreocupadamente con dos o tres combatientes de la guerra civil española y que habían integrado la frustrada expedición de Cayo Confite, contra Rafael Leónidas Trujillo. Se hallaban de pie en el tramo de acera que corre entre el cine Resumen (actual Cinecito) y el café Uncle Sam, esto es en San Rafael entre Prado y Consulado, cuando una ráfaga de tiros de pistola interrumpió la plática. Todos salieron ilesos, pero Manolo no había puesto todavía un pie en la calle cuando una segunda ráfaga lo derribó, mientras que a su alrededor se desangraban otros de los del grupo.
No demoró la Policía en detener al presunto culpable. Con su pistola encasquillada, en la esquina de Industria y Virtudes, se rendía Gustavo Ortiz Fáez, estudiante de Agronomía de 20 años de edad, y ahijado del Presidente de la República. Era, se supo, partidario de la tendencia universitaria opuesta a la de Manolo y un admirador furibundo de Emilio Tro, ya fallecido. Por ahí venía la cosa. Todo era motivado por las rencillas entre el grupo de Tro y el grupo de Mario Salabarría que a esa altura guardaba prisión por los sucesos del reparto Orfila, en Marianao.
No dejó de sorprender que Manolo Castro fuera víctima de esas rencillas siendo, como se le suponía, un armonizador entre las tendencias en pugna, pero era notorio que el extinto era amigo de Salabarría y se rumoraba que hacía las gestiones para la excarcelación de su amigo. Ese fue, aseguran algunos, la razón del atentado, aunque no faltaron los que lo atribuyeron a la larga mano de Trujillo.
Grupos del gatillo alegre quisieron aprovechar la muerte de Manolo para atacar a Fidel Castro e incriminarlo con el suceso de San Rafael y Consulado. Fidel tomó entonces la iniciativa, se presentó a las autoridades y planteó su inocencia. Pidió que hicieran las pruebas que estimaran pertinentes y se defendió legalmente de la acusación.
Pero la implicación legal no era lo más grave, diría. El riesgo real era ser víctima de un asesinato por parte del Gobierno con el pretexto de una venganza. Entonces debía andar desarmado en medio de una situación de peligro muy grave. A Alfredo Guevara confesó de manera enfática: «Todos esos grupos son una retahíla de bandidos; no son revolucionarios ni estudiantes… Yo no tengo nada que ver con eso».
El juicio oral se inició el viernes 7 de abril de 1950 en la Audiencia de La Habana, y el único enjuiciado, como autor directo del atentado fue el estudiante Ortiz Fáez, para quien la Fiscalía solicitó una sanción de 30 años.
José de Jesús Jinjaume, que asumió la jefatura de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) a la muerte de Emilio Tro en septiembre de 1947, vivía en San Rafael 1021 esquina a San Francisco. Curiosamente, Tro residía, junto con su madre, en una humilde habitación de la casa de vecindad de San Rafael 409.
El 27 de junio de 1950, Armando Correa avisó por teléfono a Jinjaume que Policarpo Soler y Orlando León Lemus (el Colora’o) andaban por la zona y la noticia puso a los de la UIR en movimiento. Se sospechaba que tratarían de eliminar a Correa, que sería el testigo principal en el juicio por el asesinato de Justo Fuentes Clavel, vicepresidente de la FEU, en abril de 1949, y el grupo salió a esperarlo en la esquina, pese a los ruegos de la madre de Jinjaume que pedía que entraran.
Llegaba Correa cuando, desde un auto en marcha, una lluvia de balas hacía blanco en la fachada del inmueble. Contratacaron los de la UIR con sus pistolas. No hubo víctimas. Pero el auto volvió a rematar su tarea. Y ahora sí que las hubo. Murieron acribillados dos de los hombres de la UIR y otros cinco resultaron heridos, incluso Jinjaume.