Lecturas
El Gobierno norteamericano presionaba, pero el presidente Ramón Grau San Martín no cedía. Tendría que hacerlo, al fin, cuando Washington amenazó con cortar el suministro de medicinas a Cuba. Entonces, Charles Lucky Luciano, el zar del hampa, fue detenido y se le formó expediente de expulsión.
Culminaba así el proceso iniciado desde que las autoridades estadounidenses detectaron la presencia en la capital cubana del capo de todos los capos.
Aunque no es improbable que funcionarios de la Oficina de Narcóticos del Departamento del Tesoro de EE. UU. hubiesen seguido sus pasos desde Italia, Luciano cometió en La Habana descuidos inadmisibles en un hombre de su posición. Entusiasmado con una joven norteamericana a la que conoció aquí de manera casual, y que tras la detención de Luciano se volatilizó como el humo, se exhibió con ella y fue fotografiado.
Una madrugada, a la salida de un casino, Henry Wallace, columnista del periódico Havana Post, le cortó el paso. Después de asegurarle que sería discreto, le preguntó directamente si él era la persona que todos hacían en Italia. «No, yo no soy esa persona», respondió Luciano secamente y siguió su camino, pero su suerte estaba echada.
Un lector, movido por la página de la semana pasada, me pide que cuente pormenores de la estancia habanera de Lucky Luciano y su expulsión de Cuba. Aunque ya traté este tema hace casi 20 años y lo abordé en alguno de mis libros, retomaré la historia para complacerlo.
En realidad, Luciano se sentía seguro en Cuba, donde contaba con amigos y había gente muy poderosa interesada en su permanencia en el país. El senador «Paco» Prío, hermano del Primer Ministro, estaba entre sus íntimos, así como Pablo Suárez Aróstegui, casado con una de las sobrinas del Presidente y jefe de la Sección de Turismo de la Policía Nacional. También Indalecio Pertierra, dueño del hipódromo y del cabaret Montmartre, que le buscó a sus guardaespaldas cubanos… Legisladores, jueces y oficiales de policía acudían a sus fiestas.
Pero tenía también enemigos muy fuertes aquel señor que se presentaba como Salvatore Lucania, su nombre verdadero, y que había entrado en Cuba con pasaporte legal y visa expedida por el consulado cubano en Roma.
Cuando la Oficina de Narcóticos supo todo lo que debía sobre los vínculos de Luciano en la Isla, recomendó al Gobierno de Grau que lo devolviese a Italia. Grau se hizo el sueco. Respondió a Washington, pero le dio el carpetazo. No veía razones para expulsar a un hombre que tenía sus papeles en regla y llevaba una vida apacible en La Habana.
Antes de salir de Italia, Luciano estableció una extensa organización para introducir narcóticos en Cuba y trasladarlos luego a EE. UU., adujo Washington, y el Ministro cubano de Salud ripostó que dudaba que Luciano estuviera detrás de un supuesto aumento del tráfico de drogas. Grau remató el asunto cuando declaró que no existía argumento legal que obligase a la expulsión del señor Lucania si seguía comportándose de manera tan digna.
Estados Unidos no cejaba en su empeño. La Oficina de Narcóticos pidió la colaboración del presidente Truman y de los departamentos de Estado y del Tesoro, y en conjunto presionaron a La Habana. Si no se expulsaba a Luciano, Cuba se vería sometida a un embargo de medicamentos.
Mientras el premier Carlos Prío maniobraba en secreto para que el Gobierno quedara lo mejor parado posible ante la injerencia extraña, políticos de todas las tendencias, reunidos en la casa de «Neno» Pertierra, buscaban una solución airosa al problema.
Desde su exilio dorado en Daytona Beach, Florida, el
expresidente Batista sugería que Luciano se instalara en Venezuela, donde sería bien acogido en el lujoso hotel propiedad del exmandatario cubano. Otra sugerencia de Batista era audaz, pero totalmente absurda e irrealizable: si EE. UU. suspendía la venta de medicamentos a Cuba, Cuba suspendería la venta de azúcar a EE. UU.
Luciano tenía a Batista como un hombre con los pies bien afincados en la tierra, pero aquella idea le pareció demasiado peregrina. Sabía que el Gobierno de Grau no se compraría una bronca como esa, ni tenía pantalones para ello, y se resignó entonces a que lo expulsaran de Cuba.
Luciano había llegado a la Isla seis meses antes, en septiembre de 1946. Venía de Brasil y arribó por el aeropuerto de Camagüey, como era habitual en los vuelos que procedían de la América del Sur. Fue muy breve su estancia
en la Ciudad de los Tinajones. Aceptó la cena que en su honor organizó Germán Álvarez Fuentes —el hombre de la Ipecacuana— ministro cubano de Agricultura y propietario de la gran farmacia de la calle Avellaneda,
vinculado, se decía, con el negocio de las drogas, y descansó en el Gran Hotel, presumiblemente en la habitación 407, el célebre cuarto veneciano de esa instalación hotelera. Ya en La Habana se alojó en el Hotel Nacional.
Vino a Cuba a apuntalar su imperio, que se desmoronaba ante el empuje de Vito Genovese, ansioso de convertirse en el nuevo jefe de la mafia norteamericana.
Luciano, salido de la cárcel, había sido repatriado a Italia, y su lejanía dejaba abierta la brecha a los a antojos de Genovese en Nueva York, y en California, Buggy Siegel lo traicionaba abiertamente. Se imponía un llamado al orden, y los principales cabecillas, convocados por Luciano, se dieron cita en el Hotel Nacional, entre el 22 y el 26 de noviembre de 1946, a fin de discutir sobre esferas de influencia, problemas territoriales, tráfico de drogas y apertura del imperio de Las Vegas.
Las sesiones se celebraron en la sala Taganana y nadie, fuera de los citados, pudo hospedarse ni usar de los servicios de la instalación hotelera en esos días. La prensa no dedicó una sola línea al encuentro de La Habana. De los grandes, solo faltó Al Capone, devorado a esa altura por la sífilis.
«Si alguien hubiese preguntado, había una razón aparente para semejante reunión», expresa Luciano en sus memorias. «Se celebraba para honrar a un chico italiano de New Jersey llamado Frank Sinatra, quien había volado a La Habana para conocer a su amigo Charlie Luciano, y durante la semana se daría una gala en su honor».
La reunión concluyó, los participantes se fueron con el mismo sigilo con que llegaron, pero Luciano permaneció en La Habana. En su casa de la calle 30, esquina a, 7ma. Avenida, en Miramar, se sentía intocable, ajeno a la vigilancia de la Oficina de Narcóticos y ajeno, asimismo, a los trajines de su lugarteniente Meyer Lansky, el financiero de la mafia, que secretamente se había empeñado en sacarlo de Cuba.
Llegó así el 23 de febrero de 1947. Mientras almorzaba en un lujoso restaurante habanero, un agente de la Policía Secreta pidió de favor a Luciano que lo acompañara. El capo de todos los capos no perdió la compostura. Se despidió afectuosamente de sus guardaespaldas cubanos y caminó hasta el automóvil con chapa oficial que lo esperaba. No había acusación contra él, solo aquella orden de repatriarlo a Italia que Washington obligó al Gobierno de Grau a ejecutar.
En la Estación Cuarentenaria de Tiscornia, donde se retenía a extranjeros que llegaban sin la documentación requerida hasta que se aclarara su situación y a aquellos que esperaban ser sacados del país, Luciano expresó a Lansky la
preocupación por sus hombres que quedaban en la Isla. En verdad, ninguno fue molestado. Se reanudó el flujo de medicamentos desde EE. UU. y el tráfico de drogas, bajo el control de Lansky, siguió su curso indetenible.
Se presentó entonces un recurso de habeas corpus en favor de Luciano, mas fue denegado por el Ministro de Gobernación. Presentarlo a un tribunal era poner en la picota a sus cómplices cubanos. El senador Eduardo Chibás denunció por sus nombres a los principales asociados nacionales del jefe mafioso, y ello provocó un sonado incidente en el Senado cuando, durante el receso de una sesión, Paco Prío agredió físicamente a Chibás al tiempo que gritaba «¡Esto te lo manda Lucky Luciano!». Agresión que en otro receso ripostó Chibás y fue el preámbulo del duelo a espada que sostuvieron en la sala de armas del Capitolio.
El 29 de marzo de 1947, Charlie Lucky Luciano embarcaba hacia Italia, en un camarote de lujo, a bordo del barco turco Bakir. Paco Prío no resistió la tentación y acudió al puerto a despedirse de su amigo.