Lecturas
Fue en los días en que La Habana era inglesa (1762-1763) cuando se pusieron de relieve las excepcionales condiciones del puerto del Mariel para la navegación y el comercio. Situado en la costa norte del probable cacicazgo de Marien —uno de los tres en que se dividía la región occidental de la Isla en la organización de los aborígenes—, el llamado Muelle de Tablas fue punto de reunión de pescadores hasta que adquirió fama entre marinos y comerciantes, quienes se percataron de que el aprovechamiento de las ventajas que ofrecía tan hermosa bahía beneficiaría el tráfico mercantil con las comarcas cercanas.
Don Luis de las Casas tiene fama de ser el mejor gobernante que la corona española puso al frente de los destinos de la Isla. Laborioso, prudente y activo, como lo califica más de un historiador, impulsó durante su mando (1790-1796) el progreso de la colonia en todas sus manifestaciones. Las Casas protegió la agricultura, el comercio y la enseñanza. Auspició el Papel Periódico de La Habana y contribuyó al establecimiento de la Sociedad Patriótica, a la fundación de la primera biblioteca pública y a la creación del Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio. En sus años de gobierno, el comercio de la Isla ascendió a 17 millones de pesos y se autorizó el intercambio comercial con Estados Unidos. La Habana contó con 40 escuelas, abrió sus puertas la Casa de Beneficencia y se trazaron en el camino a Güines los primeros cinco kilómetros de carretera que tuvo Cuba.
No permaneció Las Casas indiferente a la situación de Mariel. Rápido comprendió lo útil que resultaría aprovechar dicho puerto para la entrada de mercaderías y la salida de frutos de los lugares cercanos, y el influjo de tal estímulo hizo progresar a la población y el muelle. Aunque con la lentitud natural en casos de esta índole en la Cuba de comienzos del siglo XIX, Mariel —nombre en que devino el primitivo Marien— se hizo notar, y ya el 3 de junio de 1805 se celebró allí, en el portal de la casa de Antonio Plasencia, la primera misa. La ofició Pedro Mariano Quintero, capellán del bergantín Volador, que solemnizó con esta el auge del Mariel o Muelle de Tablas.
Al iniciar su segundo viaje a América, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, llevaba la intención y el deseo de comprobar si la tierra que en la expedición anterior había bautizado como Juana —Cuba, en verdad— era isla o tierra firme. Creyendo que tales confines eran los de Asia, suponía que si navegaba hacia occidente llegaría a los países descritos por Marco Polo. La ardiente imaginación del Almirante lo arrastraba al campo engañoso de las ilusiones y le abría la esperanza de nuevas y gloriosas empresas. Estalló en júbilo cuando, mientras exploraba la costa sur de Cuba, un cacique le dijo que de insistir en esa dirección alcanzaría buenos informes de los habitantes de una provincia llamada Magon, nombre que fue para Colón una feliz revelación, pues lo asoció con el más rico de los territorios del Gran Can. Con tales noticias creyó que se acercaba a un pueblo de cultura y vida superiores a todos los vistos hasta entonces. Nada hasta ese momento le abonaba su presunción. Fue al llegar al surgidero, que sería el de Batabanó, frente a un litoral cubierto de mangles densísimos y cerca de un hermoso palmar, donde el Almirante supuso que se confirmaban sus esperanzas.
Era el 7 de junio de 1494. Desde su nave, en el Surgidero de Batabanó, envió una partida a hacer aguada y proveerse de leña. Apenas en tierra, fueron sorprendidos por los gritos de auxilio que en perfecto español dejaba escapar un hombre que al verlo de cerca la partida reconoció como uno de sus compañeros, un ballestero que había saltado del barco momento antes. Ya más calmado, este refirió que apenas se internó en el bosque se le apareció un hombre de forma y color iguales a los suyos, vestido de blanco y seguido por unos 30 hombres trajeados de la misma manera, con el manto recogido y armados de lanzas y varas. Los compañeros del ballestero quedaron admirados con su relato, y Colón vio en su visión la señal por la que esperaba. Aquella gente vestida de blanco eran habitantes de Magon y su aparición la señal de que se acercaba a un país civilizado.
Vana ilusión. Exploraciones y pesquisas desvanecieron las esperanzas encendidas y animadas por el relato del ballestero. Los observadores que despachó no encontraron más que bosques tupidos y vírgenes, bandadas de grullas, las huellas de algún cocodrilo… nada de caminos, veredas ni de ningún otro indicio que pusiera en evidencia la cercanía de una comarca con un desarrollo mayor de las vistas hasta ese momento.
Desempeñó la madera con destino al arsenal de La Habana un papel decisivo en el origen de San Antonio de los Baños. El hecho de que los árboles de la zona fueran talados por presidiarios traídos de México obligó a que se les albergara en barracones que se construyeron a orillas del río Ariguanabo. Serían esas rústicas instalaciones las que acabarían por constituir el principio de una villa que durante años se llamó también San Antonio Abad. Mediaba el siglo XVIII y quedaban echadas las bases de una localidad que sobresaldría por la excelencia de su suelo y la amenidad de sus campos, dotados de riqueza extraordinaria.
A una condición más atribuyen historiadores el rápido auge local. Es el hecho de que el hato Ariguanabo perteneciese a la rama de la familia Cárdenas, que logró el marquesado de Monte Hermoso. La primera marquesa promovió la construcción de la ermita que fue centro de la naciente población, y su hijo, Gabriel María de Cárdenas, segundo marqués, logró el título de villa para San Antonio, y para él consiguió el privilegio de justicia mayor de la villa y su jurisdicción, con facultad exclusiva para nombrar al alcalde y a los regidores del Ayuntamiento, que alcanzó asimismo por real concesión.
No todos los vecinos estuvieron de acuerdo con el privilegio que se concedió al marqués y protestaron ante el capitán general Luis de las Casas, que negó razón a los inconformes, y, sin pérdida de tiempo, hizo entrar al marqués en posesión de su señorío y jurisdicción civil y criminal. Debió el Ayuntamiento quedar instalado el 1ro. de mayo de 1795. Por causas que desconoce el escribidor esa primera sesión debió aplazarse para el día 15 del mismo mes, punto de partida de la vida municipal de la villa del Ariguanabo.
En la tarde del domingo 25 de abril de 1802 La Habana conoció una de las mayores tragedias de su historia, el llamado primer incendio de Jesús María, que ocasionó numerosas víctimas y dejó a más de 8 700 personas sin hogar, el diez por ciento de la población habanera de entonces. Dispuso el Gobierno de un albergue para los damnificados y se organizó una colecta pública, pero tres días después solo se había conseguido allegar una cantidad tan exigua que el mismo capitán general, marqués de Someruelos, se echó a la calle a fin de mover el corazoncito de la población y exhortarla a ser más dadivosa. A esa altura las clases vivas advertían que tocaba al Gobierno construir las viviendas necesarias. Punto este que chocaba con un inconveniente real: no había madera ni dinero para asumir la reconstrucción.
Saltó entonces a la palestra don Francisco Arango y Parreño, el llamado estadista sin Estado y cabeza pensante de la sacarocracia criolla. El Capitán General debía autorizar la importación indefinida de madera desde Norteamérica, sugirió Arango; madera que en un comercio de trueque se canjearía por mieles y otros frutos de la tierra.
Abundó Arango en su sugerencia. Los damnificados edificarían ellos mismos sus casas. Y con tal fin se les entregaría el terreno necesario en el corral de San Marcos, a 14 leguas de La Habana y al sur de Guanajay, a fin de que se dedicaran a la agricultura. Es decir, Arango por un lado beneficiaba a los propietarios agrícolas con lo que aportarían para el canje de la madera y exoneraba al gobierno de la responsabilidad de la mano de obra constructiva. Por otro, incrementaba la fuerza productiva en el campo e intentaba paliar un problema ya preocupante en la época: la superpoblación de la ciudad.
Arango y Parreño, huelga decirlo, era un bicho; le sabía un mundo a la colonia y sus problemas. Mataba cuatro pájaros con la sola pedrada de su propuesta. Arraigaba en el campo a cuantas familias urbanas fuera posible, familias que de otra manera quedarían establecidas en La Habana…
El plan dio resultado y el primer incendio de Jesús María hizo que naciera la ciudad de Artemisa.