Lecturas
De niño, escuché muchas veces en mi casa hablar sobre el juez Armisén: León Armisén Martínez. Era, se decía, un juez implacable y severo, y se extremaba cuando juzgaba a un camionero. Era como si los odiara, como si guardase un recelo oculto e inconfesable. Su sanción preferida, no importaba cuál fuera la falta, era retirarle al acusado por 30 días la cartera dactilar, medida que imponía a veces como sanción accesoria, sin importarle que así condenaba a una familia al hambre. No faltó sin embargo, quien lo tuviera como un magistrado recto y justiciero y de un historial inmaculado.
Augusto y Oscar, tíos de mi padre, por su oficio de camioneros, tuvieron que vérselas alguna que otra vez con Armisén, juez correccional de la Sección Cuarta.
En una ocasión transitaba Augusto con su camión de mudanzas por la Calzada de Puentes Grandes o la del Cerro, no recuerda ya el escribidor, cuando se vio interceptado por una perseguidora. Lo detengo por orden del juez Armisén, dijo el agente, y pocos minutos después llegaba el propio magistrado a bordo de su automóvil:
—Bajo mi responsabilidad conduzca a este hombre a la demarcación. Ya pasaré yo por allá a formular los cargos.
En la comisaría, Augusto, sentado en el banco de la ignominia, esperó durante horas la llegada del magistrado. Pero Armisén no llegó, y el oficial de carpeta, ya en la noche, dispuso que Augusto se marchara, no sin antes levantar el acta correspondiente en que a falta de delito o motivo de la detención a consignar, se dejaba constancia de que se trataba de un asunto del señor juez Armisén.
El día del juicio, Augusto fue llamado al estrado y el secretario del juzgado procedió a dar lectura al acta, pero se detuvo de golpe al advertir que no se detallaba en ella acusación alguna. Pasó entonces el documento al magistrado. Armisén lo leyó y guardó silencio durante algunos minutos, tal vez tratando de recordar el porqué de haber dispuesto aquel día la detención del sujeto. Evidentemente, no recordó. Fijó entonces los ojos en Augusto y le dijo:
—Usted es un peludo…
Y Augusto que era hombre de lengua afilada y cuchillo al cinto, que nunca esgrimió contra nadie, respondió:
—Más peludo será usted.
Fin de la historia. Llegado a ese punto, León Armisén dictó sentencia:
—Se le suspende por 30 días el título de conducir.
Eran tiempos en que a la cartera dactilar o permiso para conducir se le llamaba título, y para algunos, para mis tíos abuelos al menos, equivalía casi a un grado académico.
Otro recuerdo: un chofer, por determinada in-
fracción del tránsito, debía presentarse en el juzgado de Armisén y sabía lo que le esperaba. Por eso decidió suplicar a la madre del juez que intercediera a su favor. Imagina usted, señora, tengo tres hijos y mi madre enferma, ¿qué nos haremos si el señor juez me suspende la licencia? El hombre conmovió a la señora, que se comprometió a hablar a su favor.
Llegó el día de la vista. Lectura del acta. Habló Armisén:
—Por esa infracción que se le reporta, yo lo voy a absolver, pero por haber ido a importunar a mi señora madre, le suspendo el título por 30 días.
Los juzgados correccionales surgieron en Cuba en 1900, en plena intervención norteamericana, en
virtud de la orden militar 213 de ese año. En el momento de su creación se dispuso que contasen con un jurado que se pronunciaría sobre la culpabilidad o inocencia del acusado, pero el método no funcionó y se suprimió el 31 de marzo de 1902. Entonces, una sola persona, el juez, tenía en ellos la facultad de condenar o absolver al encausado. Sus fallos eran inapelables y sus sentencias no podían superar los 180 días de cárcel ni las multas que imponía podían ser superiores a las 180 cuotas de a peso. Se crearon con el propósito de ventilar de manera rápida delitos menores —riñas callejeras, pequeñas estafas, ofensas a la moral, hurtos al descuido…—. El primer negro que ejerció en Cuba como juez —municipal de Batabanó— fue el general Generoso Campos Marquetti, quien, desde las filas del Partido Liberal, llegaría al Senado.
A veces, sin embargo, un juez correccional asumía una causa de excepcional trascendencia a título de juez especial, como lo hizo el juez Federico Justiniani en la Causa 82 en la que el senador Pelayo Cuervo acusó al presidente Grau y a varios de sus ministros de la malversación de 144 millones de pesos, acusación viciada de origen, pues los artículos 53 y 54 de la Constitución de 1940 establecían que el Presidente no era responsable del proceder de sus ministros. Causa que en definitiva fue sobreseída posteriormente.
En opinión del investigador Jorge Domingo, en esos tribunales correccionales «el proceder de algunos de sus magistrados era arbitrario y al acusado, muchas veces, se le relegaba a un estado de indefensión. De todos modos, abarcaron toda una época de los procesos penales en Cuba».
Un información publicada en el periódico El Mundo revela que en 1932 había en Cuba 306 jueces y magistrados, aunque algunos juzgados estuvieran vacantes. La lista incluye algunas figuras que con los años alcanzaron no poca relevancia. Entre ellos, gente como Andrés Domingo, juez de séptima categoría entonces y, con el tiempo, testaferro de Batista y su ministro de la Presidencia; presidente provisional de la República entre 1954 y 55. Aparece asimismo Enrique Hart. También Carlos M. Piedra, propuesto por el mayor general Cantillo Porras, el 1ro. de enero de 1959, para ocupar la primera magistratura y a quien la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo negó esa posibilidad. Aparece además Manuel Urrutia, designado Presidente de Cuba por el Movimiento 26 de Julio.
No aparece en la lista de 1932 —llegó después— el juez Mendizábal, en quien se inspiró Castor Vispo para concebir su programa humorístico radial La tremenda corte.
Armisén nació en Nueva Paz, el 3 de agosto de 1863. Se licenció en Derecho en la Universidad de La Habana, la única que había entonces, y en 1899 ingresó en el Poder Judicial como oficial de sala de la Audiencia de Santiago de Cuba y estuvo luego, con igual cargo, en la Audiencia de Matanzas. Fue juez de primera instancia en varios municipios y durante diez años, juez correccional de la Sección Cuarta, en La Habana. Terminó sus días como presidente de la Audiencia de Pinar del Río. Falleció el 29 de enero de 1933 cuando sufrió un ataque cardiaco durante una cacería en la finca de su amigo, el senador José Manuel Cortina.
Lo que sigue lo refiere el escritor Jorge Domingo. Una mañana se presentó ante el juzgado de Armisén un hombre que declaró haber tomado un taxi para ir al banco enclavado en el edificio de La Metropolitana. Al poco rato de estar allí se apareció el taxista para entregarle la billetera que había dejado en el asiento trasero del auto. Agradeció el gesto, pero no demoró en constatar que faltaban 40 pesos en la billetera. Él llevaba 220 pesos y allí habían solo 180. Acusaba al taxis-
ta de haber sustraído el dinero.
Llamó el juez al acusado. Explicó que el hombre pagó la carrera con dinero que llevaba en el bolsillo del pantalón. Volvió a su piquera en Galiano y Ánimas y ya allí se percató de la billetera en el asiento trasero. De inmediato regresó al banco, y la devolvió sin abrirla ni mirar la cantidad de dinero que contenía. «Yo le juro, señor juez, que nada tomé de esa cartera», aseguró el chofer.
Armisén quedó pensativo. El acusador vestía un traje de dril 100 y zapatos de dos tonos. Lucía sortija de diamante y leontina de oro. El chofer, mulato, vestía un traje de alpaca muy gastado y llevaba fango en los zapatos.
Preguntó el juez al secretario si la cartera contenía algún elemento identificativo, una carnet o una foto. No señor, solo 18 billetes de diez pesos. Preguntó Armisén entonces al acusador si estaba seguro de que llevaba 220 pesos en su cartera. Completamente seguro, respondió con arrogancia. Y el juez con énfasis aseveró: Entonces, evidentemente no es suya la billetera con 180 pesos que le llevó el chofer. Se volvió hacia el secretario y le ordenó: Devuélvase al acusado esa billetera con los 180 pesos y que prosiga la búsqueda de la billetera del acusador, que contenía 220 pesos.
Y con un golpe de mazo sobre la mesa dio el caso por cerrado.