Lecturas
Lo cuenta Marcelo Pogolotti en sus memorias. Un hecho inusitado, de esos que parece que solo ocurren en La Habana, tuvo lugar durante uno de los conciertos que en el viejo teatro Payret auspiciaba la Sociedad Pro Arte Musical.
En el Payret se presentaba tanto el circo Santos y Artigas como el circo Pubillones. Había espectáculos circenses, pero la empresa presentaba, en horario diferente, otros programas, e incluso los había que eran de los llamados de variedades, con orquesta, parejas de baile, cantantes, payasos, malabares, magia, etc. El caso es que mientras no había función de circo, los leones y otros animales, en sus jaulas, permanecían en los sótanos del teatro.
Una tarde se presentaba en el Payret, Ignacy Ian Paderewsky, el gran pianista polaco, famoso sobre todo por sus interpretaciones de la obra de su compatriota Federico Chopin. Todo iba de maravillas hasta que el tremendo y pavoroso rugido de un león hizo trepidar el escenario. Los largos dedos del pianista impar se despegaron del teclado mientras volvía la cabeza hacia el telón de fondo. En efecto, allí, desafiante, estaba uno de los leones escapado de las jaulas del Santos y Artigas.
Sin pensarlo dos veces, el pianista se puso de pie y emprendió veloz carrera hacia la salida. Dicen que nunca más volvió a poner un pie en el teatro Payret.
Decir circo cubano en Cuba era hablar de Pubillones y de Santos y Artigas. Había otros como el Montalvo, el Nelson, La Rosa… Sin contar algunos más, como el Razzore, el llamado circo sudamericano, y el estadounidense Ringling, famoso en todo el mundo, que cada año se presentaba en el Palacio de Convenciones y Deportes, en Paseo y Mar, en el Vedado, edificio que desapareció con la extensión del Malecón hasta su límite natural del río Almendares.
A comienzos del siglo XX y todavía tras el fin de la I Guerra Mundial, el circo marcaba el inicio de la temporada invernal; anunciaba la proximidad de la ópera y de las compañías dramáticas de fuste. Así sucedía con los grandes circos. Los circos pobres, esos que recorrían la Isla y terminaban emplazando su carpa a la salida de un poblado o en cualquier solar yermo o parque desvencijado dentro del perímetro urbano, comenzaban también sus giras en noviembre y las terminaban en abril. Tenían dos grandes enemigos: las aguas y los ciclones. Y también el tiempo muerto. La carpa de esos circos se confeccionaba, por lo general, con sacos de harina; las lluvias la calaban y el agua inundaba la pista y volvía intransitables los caminos, mientras que los ciclones podían hacer desaparecer una carpa para siempre. Eran giras estrechamente vinculadas a la zafra azucarera, porque macheteros y trabajadores de los centrales eran mayoría entre los asistentes a aquellas funciones. Si la zafra era corta, las ganancias también se recortaban, y al entrar el azúcar en tiempo muerto ya podía el circo trasladarse a las zonas tabacaleras, donde, con todo, los dividendos eran inferiores.
Esos circos sostenían casi siempre su carpa con un solo palo. De ahí que se les llamara «de sombrilla». Cuarenta y uno de ellos fueron intervenidos cuando la llamada ofensiva revolucionaria de marzo de 1968.
Fuera cual fuera su clase, el circo hacía siempre la alegría de grandes y de chicos. Con sus payasos disparatados, sus fieras amaestradas, sus trapecistas temerarios, sus amazonas apenas posadas sobre el caballo espumoso…
Cuando el Pubillones se presentaba en el teatro Payret, un ciclista se lanzaba por una canal fijada en la cazuela —el espacio más alto de la sala, reservada para los que adquirían las papeletas de entrada menos costosas— y salía disparado como un proyectil para caer con su vehículo en una tarima acolchada situada en el fondo del escenario. Volaba el hombre, materialmente, a horcajadas sobre su bicicleta. Hubo quien quiso imitarlo y casi perdió la vida en el intento. Fue Guillermito Díaz y sería más tarde el muy popular Raymond cubano, capaz de escabullirse, como un Houdini tropical, de un baúl asegurado con cadenas y candados y de soltarse de las amarras más complejas.
El Ringling traía grandes atracciones. Muy aplaudidos eran el payaso que nunca reía y comía coles todo el tiempo. La trapecista conocida como Ricitos de Oro. El hombre que se paraba en la punta de un dedo. Impresionaba el número del pequeño automóvil —un VW posiblemente— que entraba en la pista para dejar salir de su interior a hombres y mujeres en un número que parecía infinito. Se puso de moda entonces decir: «Había más gente que en el carrito del Ringling».
No todo era risas y luces en el circo. Había sus sombras. Y sus tragedias, como la del circo Razzore y las desgracias sin cuento que una tras otra, sufrieron, se dice, los hermanos Montalvo. Lo veremos más adelante.
Santiago Pubillones y su sobrino Antonio eran gente de leyenda. Hombres-espectáculo, altos y bien plantados. Se situaban en medio de la pista trajeados de frac, tocados con relucientes sombreros de copa, y exhibiendo prendas costosas, como el fabuloso brillante Pubillones, que deslumbraba a todos, ostentoso sobre la blanca pechera. Oficiaban, fusta en mano, como sacerdotes de un rito hecho de agilidad, fuerza y destreza, admirable fusión de músculos e inteligencia y en el que los payasos representaban la gracia del espíritu.
En La Habana de comienzos del siglo XX el circo Pubillones levantaba su carpa en el solar yermo situado en las inmediaciones de lo que hoy es el hotel Plaza. O en donde está el Instituto Preuniversitario de La Habana. Después se trasladaría a algunos de los grandes teatros capitalinos, como el Payret o el Nacional, y también el Martí.
Dos cubanos, Jesús Artigas y Pablo Santos, que ganaron una fortuna como productores de cine, se introdujeron en el negocio y en 1916 fundaron el circo Santos y Artigas, mientras que el circo de Pubillones desaparecía en 1923-24 a consecuencia de la poca habilidad comercial de los herederos de Antonio.
La nueva agrupación renovó e inyectó vigor a la escena circense cubana, recordaba el periodista Enrique de la Osa. No solo trajo a artistas internacionales muy reconocidos, sino que supo dar un nuevo y diferente matiz al espectáculo. Revistieron sus presentaciones de un carácter norteamericano, a la manera del circo Ringling, y dieron a la actuación de los artistas un ritmo vivo y picado. Un número sucedía al otro casi sin solución de continuidad, y los payasos colaboraban para evitar los puntos muertos. Sin embargo, para muchos de los espectadores del patio el ambiente creado por Santos y Artigas no tuvo nunca el colorido ni el sabor que distinguía al escenario de Pubillones. Pero resulta indudable que el Santos y Artigas, con perseverancia e incluso con el fracaso económico, mantuvo durante décadas el espectáculo circense.
En los años 40 del siglo pasado, el Santos y Artigas solía desplegar su carpa, con las letras brillantes de su nombre y un cielo de luces, en la esquina de Infanta y San Lázaro; en el espacio que ocupa el parque. Podía calificarse como un circo clásico, con su escuela formada en los moldes de la experiencia cubana, pese a los muchos artistas de otras latitudes que conformaban su elenco. Más allá, a la entrada del Vedado, se instalaba, con su carpa azul, el circo Razzore, universal y trashumante.
El momento en que el animador salía a escena para dar inicio al espectáculo y, luego de hacer restallar su larga fusta, decía con voz que no necesitaba de micrófono alguno: «¡Respetable públicoooo!», era precedido de largas jornadas de sudor y angustias. Renée Méndez Capote cuenta en sus Memorias de una cubanita que nació con el siglo que un día pudo presenciar los ensayos del elenco del Santos y Artigas en un teatro Nacional vacío, a media luz, sin telones de boca ni de fondo, sin bambalinas ni decorados. Los artistas, sudados, vestían trajes deslucidos y sucios, y se trabajaba sin música ni lentejuelas. Payasos sin pintar. El trapecista traído de Europa y que se presentaba como el mejor pagado del mundo, repetía una y otra vez, con cara de miedo, su salto de la muerte, aquel acto que helaba la manos de las mujeres y hacía que los hombres apretaran los dientes… Aquellos artistas que noche a noche ganaban el aplauso y la simpatía del público, pensó la pequeña Renée, debían sentirse ofendidos y humillados por verse obligados a mostrarse en semejante facha, pero lo peor no demoraría en mostrarse ante los ojos de la niña: en el fondo del antro, en un lugar oscuro, las fieras, bien resguardadas en sus jaulas, recibían con rugidos de bárbara alegría los pedazos de carne cruda que les alargaban en el extremo de un pincho… «La sangre se nos heló en las venas. No decíamos nada. No podíamos decir nada», escribía la Méndez Capote.
Mala suerte, me cuentan, tuvieron los hermanos Montalvo, del circo del mismo nombre. Una de ellos, que se hacía llamar en la escena «Cubita, la bella», tuvo, en Pinar del Río, amores con Pedro Junco, el autor de Nosotros, y murió muy joven, casi al mismo tiempo que el compositor, que falleció a sus 23 años. Un hermano de «Cubita» que, por orden del padre, se vio obligado a oficiar como cancerbero de aquel romance a fin de que la pareja no se propasara, murió aplastado por un camión del mismo circo al quedarse dormido debajo del vehículo. Y otros dos hermanos fallecieron en la tragedia del circo Razzore.
Más opulento que los nuestros, el circo de Emilio Razzore disponía de barco propio para sus giras caribeñas. En el Euskera se hicieron a la mar los artistas y sus familiares. Llevaban asimismo la carpa azul de sus espectáculos y sus animales amaestrados. El barco se hundió. Solo seis de sus 67 pasajeros y tripulantes pudieron ser rescatados.
La historiadora Sonnia Moro, entonces una niña, vio por pura casualidad la partida del Razzore hacia la muerte. Tras su temporada en La Habana, el circo emprendería, desde el puerto del Mariel, una gira latinoamericana que comenzaría en Colombia. El domador Santiago Bravo contó al padre de Sonnia que el señor Razzore se les adelantaría en avión a fin de ultimar los detalles del arribo de la compañía; sin embargo su esposa, hijos y otros familiares que formaban parte del conjunto viajarían en el buque; un barco viejo y feo, dice Sonnia Moro. Un ciclón lo sorprendió en el mar. Lo más dramático fue quizá la desaparición de toda la familia del propietario. El domador Santiago Bravo estuvo entre los sobrevivientes que, a la deriva durante muchos días en un bote, se vieron obligados a beber su propia orina antes de que los rescataran. La prensa se regodeó con la desdicha y la India de Oriente interpretó una canción que decía en una de sus partes: «Y entre los gritos de las madres y las fieras / el Mar Caribe hizo pedazos al Euskera».