Lecturas
Al doctor Carlos Manuel de la Cruz lo agobiaban los malos presagios. En los últimos tiempos solo lo contrataban para que asumiera la defensa de personas implicadas en acciones contra el Gobierno de Gerardo Machado, y eso, a la larga, repercutiría en su contra. Llevaba ya el caso de la llamada «bomba sorbetera», artefacto explosivo montado en un aparato de hacer helados y que harían detonar al paso del automóvil del dictador por determinado punto de la Quinta Avenida, cuando debió asumir también la defensa de uno de los implicados en el atentado al teniente Diez Díaz, jefe del puesto militar de Artemisa, que había muerto al abrir un paquete explosivo; un paquete similar a los que recibieron el comandante Arsenio Ortiz, el llamado Chacal de Oriente, y el coronel Federico Rasco, del castillo de La Punta, que no habían explotado.
Los acusados eran los mismos en ambos procesos, que se ventilaban en sendos consejos de guerra, y eran los mismos los abogados defensores, pues en uno y otro caso De la Cruz compartía el estrado con Ricardo Dolz, Pedro Cué y Gonzalo Freyre de Andrade.
Esto se pone feo, se decía De la Cruz temeroso del clima cada vez más enrarecido que rodeaba esos consejos. Crecía el encono de los fiscales militares contra los abogados de la defensa y en una de las vistas de las celebradas en Artemisa el acusador había tratado de agredirlo, lo que impidió el sargento Fulgencio Batista, que actuaba como taquígrafo en el juicio, al interponerse entre ambos. El mismo sargento lo había acompañado en dos ocasiones en su viaje de vuelta a La Habana para evitarle problemas con el Ejército.
Precisamente desde Artemisa regresaba a su bufete Carlos Manuel de la Cruz. Antes de llegar a su oficina, situada en La Habana Vieja, hizo detener el vehículo en que viajaba y compró un periódico. La edición del día de Heraldo de Cuba, vocero del Gobierno, daba cuenta del atentado a Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado y rector del Partido Liberal, ultimado a balazos por un comando revolucionario en el Gran Bulevar del Country Club (hoy Avenida 146) mientras se dirigía a su casa en el mismo reparto.
El diario daba cuenta además de que, a manos de desconocidos, habían muerto Ricardo Dolz, el representante a la Cámara Miguel Ángel Aguiar, los hermanos Gonzalo, Guillermo y Leopoldo Freyre de Andrade, y… En este punto, presa de ofuscación, el doctor Carlos Manuel de la Cruz interrumpió la lectura y volvió sobre el comienzo del párrafo. O estaba mal redactado o había algo en la escritura que él no entendía. Releyó con manos temblorosas lo escrito y se percató de golpe de lo que le vendría encima, porque entre las personas muertas por manos desconocidas a las que aludía el periódico aparecía su nombre. El hecho de estar fuera de La Habana, en Artemisa, lo había salvado. Al menos por el momento.
De la Cruz entró en su bufete, en la calle O’Reilly, y sin perder tiempo se comunicó con Ricardo Dolz, que acababa de enterarse de que el periódico del Gobierno lo daba por muerto. No más colgó, sonó el teléfono en el despacho del abogado. Era su esposa para prevenirlo. Frente a la casa, hombres sospechosos y mal encarados aguardaban su llegaba. El letrado decidió no esperar. Salió por el fondo del edificio y no paró hasta la embajada uruguaya, en el departamento 245 de la Manzana de Gómez. Dolz haría lo mismo y hallaba refugio en la embajada de Brasil, situada entonces en 17 y A, en el Vedado.
Los avisos pasaban de teléfono a teléfono y de boca en boca. Pedro Cué llamó a la casa del comunista Juan Marinello. Estaba también en la lista. En esta figuraba Mayito García Menocal, hijo del ex presidente, que sería eliminado «para escarmentar a su padre». A la casa de la escritora Renée Méndez Capote llegaba Joaquín Llaverías, capitán del Ejército Libertador y director del Archivo Nacional. Llevaba un recado personal del general Alberto Herrera, jefe del Ejército. Le decía que tratara de sacar del país inmediatamente a su hermano Eugenio, porque sería asesinado, acto que él, Herrera, no podría impedir pese a su alto cargo militar y su amistad con el general Méndez Capote, de quien fue ayudante en la Guerra de Independencia.
Vázquez Bello no era un asesino ni un ladrón. Pero estaba comprometido hasta los huesos con Machado, que le llamaba «mi inseparable». Fue el responsable de que llegara a la presidencia de la nación cuando en 1924 logró imponerlo, gracias a su habilidad, como candidato a la primera magistratura en la asamblea postulatoria del Partido Liberal, frente a la nominación de Carlos Mendieta, caudillo natural de los liberales, propuesta esta defendida por el no menos hábil Orestes Ferrara.
Vázquez Bello, al igual que Machado, era oriundo de Santa Clara y se dice que el dictador llegó a verlo casi como a un hijo y pensaba en él para que lo sucediera en la presidencia cuando abandonara el poder en 1935. Golpear a Vázquez Bello era como golpear a Machado. Salió ileso de un primer atentado. Pero no se libró en el segundo intento, el 27 de septiembre de 1932.
Con su muerte se llevaba a cabo solo la primera parte del drama. Un drama que a la postre quedó inconcluso. Era de esperar que Machado se hiciera presente en el sepelio de su «inseparable», y por la jerarquía del muerto, como titular del Senado y presidente del Partido Liberal, acudirían asimismo al entierro el Gobierno y el Parlamento en pleno, altos oficiales del Ejército y la Policía, guatacas y apapipios de toda laya. Como Vázquez Bello no disponía de panteón propio en La Habana, se supuso que lo inhumarían en el de su suegro, Regino Truffin, propietario del predio donde se emplazaría después el cabaret Tropicana. Aprovechando el sistema de desagüe de la necrópolis, dinamitaron aquella tumba y sus contornos. Más de 60 kilogramos de dinamita explotarían cuando Machado se personara en el lugar.
Sucedió lo impredecible. La decisión de la esposa del finado de trasladar sus restos a Santa Clara, para que los inhumasen en su ciudad natal, cambió el curso de los acontecimientos. Solo al día siguiente la Policía descubrió la carga explosiva y el dictador tuvo conciencia de que se había salvado en tablitas.
La noticia de la muerte de Vázquez Bello llegó al Palacio Presidencial con la celeridad que es de suponer. Una vez confirmada, le fue notificada a Machado en su habitación. Afirma el historiador Newton Briones Montoto que poco después entraban en la mansión del ejecutivo el brigadier Antonio Ainciart, jefe de la Policía, y Octavio Zubizarreta, secretario de Gobernación (Interior) para sostener con el mandatario un breve intercambio sobre el acontecimiento. Precisa Briones que fue Zubizarreta quien, antes de abandonar Palacio, llamó al Heraldo de Cuba e indicó que además de dar la noticia del atentado a Vázquez Bello, se anunciara la muerte por desconocidos de Dolz, De la Cruz, Aguiar y los hermanos Freyre de Andrade.
Orestes Ferrara, secretario de Estado de Machado, da su versión de los hechos en sus memorias. Almorzaba, como lo hacía siempre, en casa de su cuñado, cuando supo la noticia. Se trasladó al Hospital Militar de Columbia, donde Vázquez Bello era ya cadáver. Todos los allí congregados hablaban de venganza y varios de los presentes se empapaban las manos con la sangre del muerto y se las restregaban hasta que el líquido se secaba en estas. De ahí acudió a Palacio. Encontró al dictador en la cama, deprimido y anonadado por el suceso. Conversaban cuando sonó el teléfono. Atendió un ayudante. Dijo: Presidente, una noticia importante que quieren darle. Machado se negó a tomar el aparato. Comentó: Ya yo la conozco. Se trata de que unos desconocidos han asesinado a los tres hermanos Freyre y al doctor Miguel Ángel Aguiar.
¿Por qué conducto se había enterado el dictador? ¿O es que no necesitaba enterarse porque él había dado la orden o la decisión se tomó en su presencia? Ferrara no lo aclara en su libro. Dice, con el cinismo que lo caracterizaba, que por largo tiempo tuvo sus dudas sobre quiénes fueron los autores de esa venganza criminal, pero que siempre pensó que la Policía no había sido capaz de impedir el crimen. Muchos años después, mientras escribía sus memorias, que se publicaron en 1975 con el título de Una mirada sobre tres siglos, llegó a la conclusión de que la Policía fue la responsable de aquellos asesinatos. De todas formas trata de salvar su imagen para la historia. Dice que rogó a Machado que ocupase militarmente La Habana a fin de evitar males mayores y le aconsejó que aprovechara la situación reinante para hacer un llamado a la concordia y declarar su poco interés por gobernar un país dividido por tantos odios. Machado se negó a hacerle caso. Respondió el dictador: «Yo tengo el deber de escuchar también el son de otras campanas». Con Ainciart, fue Ferrara más tajante. Afirma haberle dicho en su cara al temido jefe de la Policía machadista: «Usted le hace más daño a Cuba que todos los revolucionarios juntos».
Sobre las 2:30 de la tarde de aquel 27 de septiembre sonó el timbre de la puerta de la casa número 13 de la calle B, casi esquina a Calzada, en el Vedado, residencia de los Freyre de Andrade. El criado atendió y los recién llegados preguntaron si los señores estaban en casa. Ante la respuesta afirmativa, empujaron al sirviente y lo inutilizaron. Briones Montoto asegura que los asesinaron en la sala. Otras fuentes afirman que los ultimaron en el piso superior. De ellos, solo Gonzalo estaba comprometido con la oposición. Pero la dictadura se ensañó con los tres.
A las tres de la tarde tocaba el turno al doctor Aguiar, en su casa de 19 esquina a 10, también en el Vedado. Varios hombres llamaron desde el jardín de la vivienda y el parlamentario de tendencia menocalista, avisado por un empleado, acudió al portal. Los asesinos le hablaron. No escuchó Aguiar, que era algo sordo, lo que le decían y se inclinó hacia delante para poder oír. Lo acribillaron a balazos.
Consumado el crimen, los asesinos volvieron a abordar el auto descapotable en que viajaban y dieron varias vueltas por la manzana enmarcada por las calles 17, 19, 8 y 10. Llevaban todavía en las manos las pistolas humeantes, los sombreros echados para atrás y la sonrisa insultante en los rostros repulsivos.
Los vecinos, que se habían botado a la calle al sentir el primer disparo, los vieron pasar espantados ante tanta desfachatez.
Un huracán de sangre soplaba sobre La Habana.