Lecturas
Esta es una historia espeluznante. En mayo de 1939 más de 900 judíos que arribaron al puerto de La Habana a bordo del buque San Luis, procedente de la Alemania nazi, se vieron impedidos de desembarcar pese a que todos contaban con la autorización pertinente para hacerlo, un llamado permiso de desembarco por el que pagaron un mínimo de 150 dólares. Casi todos ellos habían solicitado visa para Estados Unidos y pensaban permanecer en la Isla solo hasta que pudieran entrar en dicho país. Pero ocho días antes de que el San Luis zarpara con destino a Cuba desde el puerto alemán de Hamburgo, el presidente cubano, Federico Laredo Bru, invalidaba mediante un decreto los permisos de desembarco. Para entrar en Cuba se haría obligatorio entonces contar con una autorización de la Secretaría de Estado y otra de la Secretaría del Trabajo, más el pago de un bono de 500 dólares, requisitos de los que, desde luego, se excluía a los turistas. Ninguno de los pasajeros del buque San Luis supo de la entrada en vigor de esa medida hasta llegar al puerto de La Habana. Y ya era demasiado tarde. Debieron regresar a Europa. No muchos de ellos sobrevivieron para contar la historia.
En definitiva, solo 28 de los 937 pasajeros del San Luis pudieron desembarcar en La Habana, el 27 de mayo de 1939, luego de una travesía de dos semanas. Seis de ellos (cuatro españoles y dos cubanos) no eran judíos, y entre estos, únicamente 22 pudieron mostrar la nueva documentación requerida para el desembarco. Otro pasajero más, judío, intentó suicidarse a bordo y debió ser internado de urgencia en un hospital habanero. Nunca se supo si lo retornaron al barco o si quedó en tierra.
Un día después del arribo de los judíos al puerto habanero, llegaba a La Habana Lawrence Berenson, abogado del Comité Judío Americano para la Distribución Conjunta (JDC) a fin de interceder por los pasajeros. Había sido presidente de la Cámara Cubano-Estadounidense de Comercio y tenía por tanto muchas relaciones y una amplia experiencia empresarial en Cuba. Se reunió con Laredo Bru y trató de convencerlo de que autorizara el desembarco. El Presidente persistió en su negativa. El 2 de junio el mandatario ordenó que el San Luis saliera de aguas cubanas, pero no por ello cortó las conversaciones con Berenson, a quien pidió 435 500 dólares a cambio de dejar bajar a los pasajeros. El negociador hizo una contraoferta; Laredo Bru la rechazó y rompió los contactos.
Mientras, el San Luis navegaba lentamente hacia EE.UU. Llegó a estar tan cerca de las costas de la Florida que los pasajeros pudieron ver las luces de Miami. Enviaron un telegrama al presidente Franklin Delano Roosevelt en solicitud de refugio. Roosevelt nunca respondió. Ya la Casa Blanca y el Departamento de Estado habían decidido no permitirles la entrada. Debían, dijeron fuentes diplomáticas norteamericanas, aguardar su turno en la lista de espera y luego cumplir con los requisitos necesarios para obtener el visado de emigración a fin de ser admitidos en territorio estadounidense.
Tras la negativa de Washington, el San Luis puso rumbo a Europa. Organizaciones judías, y en especial el JDC, negociaron con gobiernos europeos para que fueran admitidos en Gran Bretaña, Holanda y Francia. El resto de los pasajeros desembarcó en Amberes, el 17 de junio de 1939, luego de pasar más de un mes en el mar. Las autoridades francesas, belgas y holandesas los llevaron a campos de internamiento, al igual que a otros refugiados alemanes, y las británicas los recluyeron en la isla de Man y en campos de confinamiento ubicados en Canadá y Australia. Con la invasión alemana a Europa occidental, en mayo de 1940, los pasajeros del San Luis estuvieron de nuevo en peligro. Unos 670 de ellos cayeron en poder de los nazis y murieron en campos de concentración. Otros 240 sobrevivieron a años de hambre, maltratos y trabajos forzados.
En CubaEntre 1933, cuando el partido nazi subió al poder, y 1939 más de 300 000 judíos salieron de Alemania y Austria. Esa emigración se recrudeció tras la llamada Noche de los Cristales Rotos (9-10 de noviembre de 1938) cuando el acoso contra los judíos y sus propiedades se hizo sentir con saña inusitada.
Los destinos preferidos de los emigrantes fueron el Mandato Británico de Palestina y EE.UU., pero en ambos sitios regían cuotas estrictas que limitaban el número de emigrantes. Más de 50 000 judíos alemanes llegaron a Palestina en los años 30. Suiza aceptó 30 000 y rechazó a miles de ellos en la frontera. España tomó a un número limitado y lo remitió rápidamente hacia Lisboa. Desde esa ciudad miles de judíos lograron entrar en EE.UU. por barco, pero una cantidad aún mayor se quedó con las ganas. El Libro Blanco del Parlamento inglés, de 1939, puso obstáculos severos a la emigración en Palestina, aunque Gran Bretaña aceptó recibir a 10 000 niños judíos.
En esa fecha, en EE.UU. el número de emigrantes alemanes y austriacos que se decidió admitir era de 27 370, cifra que se cubrió rápidamente, pues existía una lista de espera de varios años. Mientras que los destinos disminuían, decenas de miles de judíos alemanes, austriacos y polacos se radicaron en Shangai, uno de los pocos lugares sin requerimiento de visa. La decisión de venir a Cuba, y esperar en la Isla la posibilidad de entrar a territorio norteamericano, fue una alternativa desesperada para aquellos 900 viajeros del San Luis. Serían víctimas aquí de la corrupción y las contradicciones del gobierno de la época, pero sobre todo de las presiones que Washington ejerció sobre las autoridades cubanas para que no se les aceptara. El presidente Roosevelt pudo haber admitido una cuota adicional para acoger a los viajeros del San Luis. No lo hizo por razones políticas.
Al ocurrir el incidente del San Luis, el director del Departamento de Emigración cubano, perteneciente entonces a la Secretaría de Estado, era Manuel Benítez González. Se dice que alcanzó el grado de general en el Ejército Libertador, pero su nombre no aparece registrado en el Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba. Ya en la República, y con grado de coronel, fue jefe del Regimiento 8 Rius Rivera, de Pinar del Río. Sometido a investigación a la caída del dictador Machado, guardó prisión en la fortaleza de la Cabaña. No se sabe si la indagación arrojó conclusiones en su contra. Lo cierto es que un hijo suyo, de su mismo nombre y teniente del Ejército, fue de los pocos oficiales que se sumó al golpe de Estado protagonizado por los sargentos el 4 de septiembre de 1933. Y el gesto del hijo terminó por exonerar al padre preso.
La forma en que Manuel Benítez hijo se pasó a los sargentos bien merece figurar en una estampa de nuestro folclor político. Dormía esa noche en el campamento de Columbia cuando dos soldados lo despertaron para llevarlo detenido. Quiso saber el teniente Benítez quién daba la orden y cuando le respondieron que el sargento Batista, exigió que lo llevaran a su presencia. En ese momento, en el cine de Columbia se celebraba una asamblea de aforados, y Batista, por más que se empeñaba en hacerlo, no lograba imponerse al bullicio que reinaba el salón. Al ver aquello, Benítez se encaramó sobre un asiento, ordenó silencio y pidió que se dejara hablar al orador. Cuando Batista terminó su perorata, Benítez, subido otra vez a una silla, se arrancó de manera espectacular sus grados y dijo que, después de escuchar lo que había oído, ya no quería ser teniente, sino, y a mucha honra, el sargento Benítez. Aparte de sus dotes de mando, había sido actor de reparto en Hollywood y de ahí le venía el sobrenombre de El Bonito.
Batista, que lo necesitaba, acogió a Benítez en su entorno, no como sargento, sino como capitán. Llegaría a general de brigada, en 1942. Fue su hombre de confianza en todas las tropelías, incluso las más íntimas, porque Batista era corto con las mujeres, mientras que Benítez tenía una suerte loca con ellas. Fue Benítez quien le sirvió en bandeja a varias muchachas y prestaba a su jefe, ya Presidente de la República, una casa que para citas amorosas mantenía en el reparto Buenavista.
Tenía grandes defectos, la ambición y la mano larga para apropiarse de lo que no era suyo. De su padre lo aprendió. Con la venta de los permisos de desembarco a los judíos y otros negocios que le propiciaba su cargo de director de Emigración, el viejo Benítez llegó a amasar una fortuna personal que se calculó entre los 500 000 y el millón de pesos. Eso despertó la furia de otros funcionarios cubanos; el presidente Laredo Bru invalidó aquellas autorizaciones y Benítez se vio obligado a dimitir.
El país atravesaba entonces una aguda depresión económica. Había hambre, la esperanza de vida era corta y la gente moría por falta de médicos y medicinas, y de enfermedades perfectamente curables. Las fuentes de empleo eran escasas. Sin embargo, el movimiento obrero y revolucionario cubano no protestó contra la emigración judía, aun cuando antes de la llegada del San Luis ya habían entrado a la Isla unos 2 500 hebreos.
Periódicos como el Diario de la Marina, Ataja y Alerta alentaron la xenofobia y el antisemitismo en un país donde los judíos —llamados por lo general polacos— formaron siempre parte del paisaje. La aversión se vio incrementada por la propaganda hitleriana. No se olvide que en 1938 se constituyó en La Habana —calle 10 número 406 entre 17 y 19, Vedado— el Partido Nazi y que existió aquí, en la misma época, el Partido Fascista Nacional, que fueron autorizados por el Registro Especial de Asociaciones del gobierno provincial. Los nazis cubanos decían ver en el comunismo su enemigo frontal y, según su reglamento, se aprestaban a cooperar con los poderes públicos «en lo que respecta al reembarque de emigrados antillanos» y otras «emigraciones indeseables», con lo que se proponían sacar del país no solo a haitianos y jamaicanos, que trabajaban mayormente como braceros en la zafra azucarera, sino a los judíos, dedicados en lo fundamental a los negocios, por lo que abogaban además por «una legislación sobre restricciones de licencias comerciales e industriales».
Pero más que todo eso, lo que decidió el destino de los viajeros del San Luis fue la oposición de Washington a que se les acogiera en La Habana. Las cuotas para los potenciales emigrantes provenientes de la Europa central ya estaban cubiertas en EE.UU., país al que en definitiva viajarían muchos de aquellos refugiados. Así lo hizo saber Cordell Hull, secretario de Estado norteamericano, al gobierno de Laredo Bru. El mandatario se mostró obediente y sacó el barco de las aguas jurisdiccionales. Siguió el San Luis su rumbo. A la altura de Nueva York, la Estatua de la Libertad dijo adiós a sus pasajeros, abandonados a su suerte.
Otros barcosEl San Luis no fue la única embarcación con judíos a bordo que corrió esa suerte en el puerto de La Habana. Sucedió lo mismo con otros buques.
El 27 de mayo de 1939, el mismo día del arribo del San Luis, tocó puerto habanero el buque inglés Orduña, con 120 judíos austriacos, checos y alemanes. Cuarenta y ocho de esos pasajeros traían el permiso de desembarco invalidado por las autoridades nacionales. Aun así pudieron bajar a tierra. Los 72 restantes se vieron obligados a un largo peregrinar por Sudamérica, pese a que también apelaron a la be-nevolencia del presidente Roosevelt, que mostró oídos sordos al pedido. Después de atravesar el Canal de Panamá, el Orduña hizo breves escalas en puertos de Colombia, Ecuador y Perú. En este último país encontraron refugio cuatro pasajeros y los otros 68 volvieron al Canal a bordo de otro barco inglés. Allí, en la ciudad panameña de Balboa, siete de ellos obtuvieron visas para Chile, y los otros quedaron en el Fuerte Amador hasta 1940, cuando los admitieron en EE.UU.
También en mayo de 1939 llegó a La Habana el buque francés Flandre, con 104 judíos a bordo. Imposible el desembarco. Puso la embarcación rumbo a México, donde tampoco se permitió desembarcar a sus pasajeros, y el Flandre volvió a Francia, donde el gobierno aceptó a los emigrados, pero los recluyó en un campo de internamiento.
Otro barco más, el Orinoco, gemelo del San Luis, debió llegar a La Habana en junio con 200 pasajeros a bordo. Pero enterado su capitán de lo que sucedía en ese puerto, trató de que Inglaterra y Francia los acogieran. No los aceptaron, y tampoco lo hizo EE.UU. Diplomáticos norteamericanos entonces presionaron al embajador alemán en Londres para que diera garantías de que una vez de vuelta a Alemania los refugiados no serían víctima de la barbarie nazi. Regresaron aquellos 200 judíos a Alemania, en junio de 1939. Su destino es todavía una incógnita.