Lecturas
En la madrugada del 17 de mayo de 1946 el ruido de una balacera atronadora sembró la alarma en la familia militar. La noche anterior, a las 23 horas, tocaron llamada general en el campamento de Columbia, sin que la tropa llegara a conocer los motivos. Tres horas más tarde, luego de la explosión de varias granadas, se generalizó el tiroteo que provocó que el campamento, donde se hallaba la sede del Estado Mayor General, se pusiera de inmediato en zafarrancho de combate. Pero ahí acabó la cosa. Sobrevino una quietud absoluta, solo turbada por los numerosos vehículos que arribaban a la instalación. En efecto, tan pronto se supo la noticia, no demoraron en hacerse presentes en Columbia altos oficiales, ministros y parlamentarios, entre ellos el senador Eduardo Chibás, que llegó acompañado por el titular interino de Gobernación y del periodista Enrique de la Osa, que se encargaría de reportar el hecho. Genovevo en camiseta
—¡Hemos frustrado el movimiento! ¡Tomamos todos los caminos! —vociferaba, en camiseta, el mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército, mientras repartía copas de coñac Felipe II y tabacos Montecristi número 1 entre los visitantes, generales y ayudantes de guardia que lo rodeaban. Lucía sudoroso y jadeante, descompuesto, como si aún se hallara bajo la impresión del terrible combate. Hablaba como si hubiera acabado de librar la batalla de las Ardennas, recordaría De la Osa. No se reportaban sin embargo muertos, heridos ni prisioneros y, desde las ventanas del Estado Mayor, solo se veían en el polígono del campamento un pequeño tanque de guerra y los vehículos de los recién llegados.
¿Qué había sucedido? De la Osa confesó que sintió menos temor en el campamento que en el auto conducido por Chibás, que era un pésimo y temerario chofer. El ministro de Agricultura, Germán Álvarez Fuentes, «El hombre de la Ipecacuana», tan pronto se enteró de que algo ocurría en Columbia, telefoneó a un colega y juntos acudieron a las oficinas del Ministerio de Defensa, donde suponían que su titular estuviese recibiendo los partes de guerra. Pero el comandante Menéndez Villoch dormía a esa hora a pierna suelta en su casa de la Víbora. El canciller Alberto Inocente Álvarez tuvo que recurrir a la prensa para enterarse de lo que estaba pasando. El presidente Grau, en el teatro Auditorium, fue abordado en la noche siguiente por varios periodistas que le reprocharon su silencio. La culpa no era suya, aseguró el mandatario, sino de los reporteros que nada le preguntaron. De haberlo hecho, les habría dicho lo mismo que declaró, por teléfono, al diario norteamericano The New York Sum.
Grau dio su versión. Llegaron noticias de que un «líder revolucionario» arribaría por el aeropuerto militar y se pusieron guardias especiales en Columbia. El avión no llegó, pero sí un automóvil que se acercó a los muros del campamento y desde el que se lanzaron varias granadas. El vehículo en cuestión escapó a toda velocidad y fue infructuoso el intento de darle alcance. El primer ministro Carlos Prío, en sus declaraciones al mismo periódico, fue más parco que su jefe y mentor. Aseveró: «El movimiento ha sido sofocado. Tomamos precauciones especiales y todo ha terminado».
Mientras que el general Pérez Dámera hablaba de «conspiración abortada» y Chibás calificaba los hechos como un «conato frustrado de rebelión», Enrique de la Osa titulaba su reportaje para la sección En Cuba de la revista Bohemia como El show de Columbia. Para muchos no había sido más que un ardid de Genovevo para ganar méritos, y para otros, una estratagema del gobierno «para cerrar filas, levantar su popularidad y desviar la atención de la opinión pública sobre los problemas del país».
De nuevo la fatalidadEl caso es que el cubano de a pie empezó a aludir al suceso con un tono entre dramático y humorístico. Porque así como en la conspiración de José Eleuterio Pedraza, de marzo de 1945, a la que nos referimos la semana anterior, se atravesó el inofensivo cepillo de dientes que se ocupó al ex coronel, lo que sirvió para dar nombre a la conjura y, de paso, restarle seriedad, la fatalidad volvía a cebarse en el alto mando castrense.
Escribía Enrique de la Osa: «En la balacera de la noche del frustrado golpe había perecido un miembro humilde de la impedimenta del Ejército, un mulo, agujereado por las balas de una ametralladora. Y ello sirvió para bautizar el brote sedicioso con el nombre de La Batalla del Mulo Muerto y la nueva conspiración cayó también en el descrédito...».
La cosa, sin embargo, no es tan simple. No faltan hoy especialistas y conocedores que aseguren que la conspiración de El Mulo Muerto fue más grave que la que protagonizó Pedraza. Porque a diferencia de esta, que involucró solo a civiles y militares retirados, la otra incluyó mayormente a militares en activo, aunque a la postre solo un humilde cabo resultara apresado. Se ha dicho, por una parte, que la sedición comenzó en un regimiento cuando se comunicó a sus jefes la orden de traslado para la base militar de San Antonio de los Baños. Y también que el comandante Mario Salabarría, de la Policía Nacional, no fue ajeno a esa conjura fraguada a la sombra del profesor Pablo Carrera Jústiz, que ocuparía la primera magistratura de la nación en caso de triunfar el movimiento. Este sujeto sería uno de los «tanques pensantes» del golpe de Estado del 10 de marzo y ministro de Comunicaciones de Batista en su gabinete de 1952.
Preguntado por la prensa, en su exilio neoyorquino, el presidente Batista se negó a comentar los sucesos. Dijo a los periodistas: «No conozco el origen de los acontecimientos. Nada puedo informar».
Pero el general Manuel Benítez, en Miami, aseguró a la prensa que «el abortado levantamiento militar es solamente el preludio de una “gran revolución”».
Es precisamente con ese personaje siniestro con quien se asocia el otro conato de golpe de Estado que, el 24 de octubre de 1946, debió sufrir el gobierno del doctor Ramón Grau San Martín. La llamada conspiración de La capa negra.
Benítez, muchacho listoEl golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, protagonizado por cabos y sargentos, privó de sus mandos a la oficialidad del Ejército, que terminó concentrándose en el Hotel Nacional de Cuba en torno a su caudillo natural, el coronel Julio Sanguily, convaleciente entonces de una delicada intervención quirúrgica.
Muy pocos fueron los oficiales que entonces permanecieron en las filas, dispuestos a apoyar y a reconocer la autoridad de aquel oscuro sargento llamado Batista que encabezó la asonada militar y los despojaba de sus fueros. Uno de ellos fue el primer teniente Francisco Tabernilla. El otro, el capitán Manuel Benítez.
Tabernilla acompañó a Batista hasta su final en Cuba, el 31 de diciembre de 1958. A él debió sus estrellas de general de brigada y el mando del regimiento 7 destacado en la Cabaña. Cuando Grau lo sacó del servicio activo, en 1944, acompañó a Batista en su exilio y volvió a la vida de aforado con el 10 de marzo. El dictador lo premió con los grados de mayor general y con la jefatura del Estado Mayor, lo que despertó el descontento de oficiales jóvenes y verdaderamente comprometidos con el movimiento golpista. Batista no solo lo mantuvo en el cargo, sino que en virtud de la Ley Orgánica del Ejército de 1957 lo hizo jefe del creado entonces Estado Mayor Conjunto y lo ascendió sucesivamente a teniente general y a general en jefe. Tantas estrellas —cinco lucía «el viejo Pancho», dispuestas en forma de rombo, en las charreteras y en las solapas de su guerrera— no lograron impedir el triunfo del Ejército Rebelde. Huyeron hacia el exterior en la misma madrugada. Batista hacia Santo Domingo. Tabernilla y su clan rumbo a los EE.UU.
A Benítez le apodaban El Bonito desde sus días como actor secundario en Hollywood. Ascendió al generalato en 1942, al reinstaurarse dicho grado en el Ejército cubano. Acumulaba méritos suficientes para ello. No había tenido escrúpulos, en 1933, en recomendar a Batista que bombardeara el Hotel Nacional a fin de desalojar de allí a sus antiguos compañeros, y existen sobrados motivos para suponer que fue él, en 1934, quien ametralló al teniente coronel Mario Alfonso Hernández, jefe del regimiento Rius Rivera, de Pinar del Río, que se atrevió a exigirle a Batista que cumpliera con el compromiso de la jefatura rotativa del Ejército, uno de los acuerdos de los sargentos golpistas del 4 de septiembre. En una madrugada tocaron a la puerta de Mario Alfonso. Preguntó este quien lo procuraba. Reconoció la voz de Benítez y, confiado, le dio acceso. Lo ultimaron delante de su esposa.
A partir de 1941 Benítez desempeñó la jefatura de la Policía Nacional. Mucho se ha especulado acerca de su complicidad con la quinta columna nazi en Cuba. Al menos fue incapaz de neutralizar la red que conformaban más de 400 hombres, algunos de ellos figuras muy notables del deporte y la radio, que todos los fines de semana robaba grandes cantidades de combustible de los depósitos de la Shell, en La Habana, y las transportaba, en camiones de una lechería, a Camagüey, donde submarinos alemanes permanecían camuflados en la cayería norte. Resulta, desde luego, bastante ingenuo inculpar a un solo hombre, que, por importante que fuera, no debió ser más que una de las piezas de un gran engranaje. En las altas esferas del gobierno batistiano de la época no eran pocos los que simpatizaban con Hitler y su política. Sin ir muy lejos: el canciller José Manuel Cortina tuvo que renunciar a su cargo luego de que en una interpelación parlamentaria se le acusara de antidemócrata y de negociar con los pasaportes de los emigrados judíos.
Batista tendría que quitarse de encima al general Benítez cuando, en junio del 44, amenazó con hacerse del control de las Fuerzas Armadas y convertirse en el hombre fuerte de la nación. Entonces se fue a los EE.UU. Poco después se le acusó de la malversación de medio millón de pesos en la Policía Nacional y de haberse apropiado de otros 100 000 destinados a la construcción de la carretera Pinar del Río-La Palma. Se le formularon además cargos por tráfico de droga y asesinato. La exportación ilegal de máquinas traganíqueles en sus tiempos de jerarca policial le reportaba no menos de 7 000 pesos a la semana, y el control del juego ilícito, desde los garitos hasta las vidrieras de apuntaciones, unos 3 000 pesos diarios. Aun así, su afán desorbitado de dinero lo llevó a vender en su provecho 500 camas de la Policía, a 20 pesos cada una. De eso también se le acusó. Pero no pasó nada.
¿Cuál fue su papel en la conspiración de La capa negra? Lo veremos oportunamente.
(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa y Eduardo Vázquez García)