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Campeones

En 1957, un reportero del Diario de la Marina acudió a entrevistar al esgrimista Ramón Fonst a su casa de La Víbora, cerca del cine Alameda, y salió desconcertado. No podía explicarse cómo tanta gloria cabía en tanta modestia.

—No puedo tener más que gratitud para los periodistas de todas partes porque, como usted está viendo, siempre he recibido los mejores elogios por mis actuaciones. «Actualmente, viejo, desligado ya del deporte por el peso de los años, siempre hay quien se acerque a mí para inquirir información. Me agrada mucho servir a todos y lo único que lamento es que sea de mi persona de quien tenga que hablar».

El campeón olímpico y centroamericano de esgrima tenía entonces 75 años de edad. En sus buenos tiempos, su velocidad infundió pavor a sus contrarios. Era flexible y dinámico en sus movimientos y temible en sus tiradas a fondo por la elasticidad de sus recios músculos. Su estilo clásico dio renombre internacional a este zurdo de oro.

Ya en 1904 se había coronado campeón en las Olimpiadas de París y en esa misma fecha implantó el récord de celebrar 24 asaltos sin ser tocado. Hazaña única e increíble, como la calificó René Lecroix en Les Armes, y más si se tiene en cuenta que entre los adversarios del cubano figuraba H. G. Berger, reputado en ese momento como el mejor espadista del mundo. Veintiséis años después, y ya con 48 de edad, el mismo Fonst rompería su marca cuando en los Juegos Centroamericanos de 1930 terminó 25 asaltos sin un solo impacto en su persona y se coronó como campeón en florete y espada.

Fonst admiraba asimismo por su caballerosidad. Llegaba a tal extremo que se decía que podía competir sin necesidad de jueces que arbitraran los encuentros, pues si era tocado sin que se percataran de ello los que evaluaban el combate, era él quien lo señalaba.

El deporte lo atrajo siempre. Su padre, Filiberto, sobresalía en la esgrima y en el tiro de pistola, y el hijo quería ser como él. Sus condiciones físicas lo ayudaban: era zurdo y tenía una estatura elevada. Vivían en Francia entonces y eso decidió que el muchacho empezara a entrenarse con el francés Juan Ayat y el italiano Antonio Conte, ídolos de la esgrima en París en aquellos días. Pocos años después sería el cubano quien conquistara a Francia con sus éxitos sobre los más reputados ases de la espada mundial. El gobierno francés le otorgaría la Legión de Honor, en el grado de Caballero, y en Cuba se le distinguiría con la Gran Cruz de la Orden de Carlos Manuel de Céspedes.

Su primer triunfo lo consiguió a los diez años, en un torneo de florete que auspició el liceo parisino de Janson de Sailly. El último, en 1938, a los 56. Pero no fue solo en la esgrima donde sobresalió. También en la modalidad francesa de boxeo, que utiliza manos y piernas, ganó cuatro medallas de oro en igual número de torneos de aficionados.

Chocolate

Se inició en el boxeo con 12 años, en 1922. Ganó entonces el campeonato auspiciado por el periódico La Noche. Como amateur intervino en cien peleas y las ganó todas; 86 por knockout, y las otras, por decisión de los jueces.

Como semiprofesional, derrotó al campeón metropolitano de Nueva York y enseguida pasó al profesionalismo. Por su primera pelea como profesional devengó 32 pesos, y 40 por el primer combate que sostuvo en EE.UU. Siete meses después recibía 17 500 dólares por su enfrentamiento con Bushy Graham y, en junio de 1929, justo al año de su debut en Norteamérica, su presencia batía el récord de taquilla en el Polo Ground. Más de 66 000 personas fueron a verlo pelear. Pagaron por las entradas 215 624 dólares, de los que correspondieron al boxeador cubano 50 000, la mayor cantidad de dinero pagada a un peso pluma en toda la historia del boxeo hasta entonces.

En sus días de esplendor, Eligio Sardiñas, Kid Chocolate, sostuvo 297 peleas y solo perdió diez. Fue el boxeador más popular. En sus diez apariciones en el Madison Square Garden llevó más de un millón de dólares a las taquillas. Fue sin dudas el cubano más taquillero. En 13 peleas hizo una bolsa de 243 800 dólares. Alcanzó los honores máximos del boxeo y estableció el récord de ganar 169 peleas en sucesión. Hizo un desastroso viaje a Europa y fue noqueado por primera vez en noviembre de 1933 cuando se enfrentaba a Tony Canzoneri. Enfermo y debilitado, ya no sería nunca más lo que fue. Aún así, en 1938 propició una recaudación de 10 000 pesos en el estadio de La Tropical, cuando derrotó a Fillo Echevarría. El 17 de diciembre del mismo año, luego de su pobre exhibición frente a Nicky Jerone, su manager, Pincho Gutiérrez, lo obligó a retirarse.

Capablanca

En el Centro Hispanoamericano de Cultura, la llamada Casa de las Cariátides, en Malecón 17, entre Prado y Capdevila, debía colocarse una placa que recordase a José Raúl Capablanca. Fue en ese sitio, sede del Unión Club, y en el ya desaparecido Casino de la Playa, donde nuestro inmortal compatriota se proclamó, en 1921, campeón mundial de ajedrez al derrotar al doctor Enmanuel Lasker. Anteriormente, en 1919, también en el Unión Club, tuvo lugar el match Capablanca-Kostich, que ganó el cubano cinco a cero, sin tablas. Y antes, el primer encuentro por el campeonato mundial entre el campeón Steinitz y el maestro ruso Tchigerin.

Del tope Capablanca-Lasker hay una foto histórica que se tomó en el Unión Club. Capta a los dos rivales frente a frente. Lasker luce crispado mientras concentra su mirada en el tablero. Su contrario, dueño de sí mismo, se muestra desafiante. Sabe que ha hecho una jugada maestra que ha colocado a su adversario en un trance difícil y que terminará por darle la victoria y, en definitiva, la corona. En otras palabras: le había dado un porrazo en la oreja cuando tenía ya la cabeza en el suelo.

Era el cubano rápido y brillante en el juego. Impuso en el ajedrez marcas que no fueron superadas, como la de no perder una sola partida en diez años y la de jugar en simultánea con 350 ajedrecistas. Con una intuición genial y un golpe de vista demoledor echó por tierra, en ocasiones, variantes ideadas por los mejores especialistas después de años de observación y estudio. No pocas veces lo condujo a la victoria la entrega voluntaria de piezas. Eso lo aprendió de un marinero. Hacía Capablanca una travesía marítima cuando uno de los tripulantes de la embarcación retaba a una partida de ajedrez a los pasajeros y para tentarlos ofrecía cederles una pieza. Siempre los derrotaba. Capablanca aceptó el desafío y perdió la partida. Meditó durante unos minutos sobre su derrota y se percató enseguida de lo que sucedía. Cierto que el marinero jugaba con una pieza de menos, con el inconveniente que esto entrañaba, pero también era una pieza de la que no tenía que ocuparse. Volvió sobre su adversario. Le dijo: Ahora soy yo quien lo reta a usted, y le doy dos piezas de ventaja.

Capablanca nació en el Castillo del Príncipe, en 1888. A los cinco años de edad ya jugaba ajedrez. Fue, en verdad, un niño prodigio. Tenía doce años cuando derrotó al maestro Corzo, campeón nacional entonces, y a los 20 abandonó los estudios de Ingeniería que cursaba en la universidad norteamericana de Columbia para dedicarse al ajedrez por entero. Desconcertaba con sus movimientos a los contrarios y a los que lo veían jugar. Aquel muchachito no lucía el prodigioso talento de que estaba dotado, pero se desenvolvía ante el tablero con asombrosa facilidad. Una gloria en ascenso.

Pronto su nombre se expandió como la espuma, tanto en Estados Unidos como en España, Francia, Rusia, Alemania, Noruega... Hay un corto cinematográfico ruso, Fiebre del ajedrez, que lo tiene como protagonista y que es un testimonio vivo del entusiasmo que despertó su visita a la Unión Soviética. Contrajo matrimonio con una princesa rusa auténtica. Era, se dice, hombre amante de los placeres y de la buena vida. No solía dedicar mucho tiempo al ajedrez. Era un genio. Y ya se sabe que mientras el talento hace lo que quiere, el genio hace lo que puede.

En su carrera por el campeonato, venció uno a uno a los retadores de Lasker hasta que, no sin grandes inconvenientes, pudo enfrentarse al monarca. Se dudaba de su victoria, pero lo derrotó en toda la línea, sin perder una sola de las partidas. Seis años después, sin embargo, el cubano inclinaba su corona ante el ruso Alexander Alekhine.

Se habló entonces de su decadencia, de su pérdida de facultades. No había tal cosa y Capablanca lo demostró torneo tras torneo. En más de 30 competencias internacionales emergió vencedor para reafirmarse como el lógico retador de Alekhine.

Pero Alekhine nunca quiso darle la revancha y las reglas vigentes entonces en el juego ciencia no lo obligaban a ratificar su título, que podía ser vitalicio. Conocedor profundo del juego, consciente de que perdería el campeonato, puso siempre condiciones tan insalvables para la revancha que nunca llegó a efectuarse. Capablanca murió sin título alguno, pero consagrado como el más grande ajedrecista que ha existido jamás.

En la noche del 2 de marzo de 1942, en su casa de Nueva York, Capablanca sufría un terrible dolor de cabeza. Pensó que una caminata y el frío lo aliviarían. Ya en la calle se encaminó hacia el Manhattan Chez Club, donde noche a noche se daban cita figuras prominentes del juego ciencia. Conversaba con sus amigos sobre los requisitos que una vez más imponía Alekhine para la discusión del campeonato, cuando sintió que no podía tenerse en pie y pidió ayuda a los que lo rodeaban. Lo condujeron al hospital Monte Sinaí. Fueron inútiles los esfuerzos por salvarle la vida. Murió víctima de una hemorragia cerebral fulminante. Tenía 54 años de edad, cuando todavía era mucho lo que podía esperarse de él.

Dejó escritas unas palabras que más que una recomendación para los jugadores de ajedrez parece un consejo para la vida:

«Lo fundamental es el desarrollo rápido de las piezas a puntos estratégicos utilizables para el ataque o la defensa, teniendo en cuenta que los elementos principales son tiempo y posición. Tranquilidad en la defensa y decisión en el ataque. Atención, no exagerada, a la posibilidad de obtener cualquier ventaja material pues a menudo está ahí la victoria. No buscar complicaciones sino en casos extremos, pero tampoco rehusarlas. Finalmente, estar dispuesto a competir en cualquier clase de juego y en cualquier fase de este».

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