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Tragedia de Barberán y Collar

Un lector residente en Estados Unidos me ha hecho llegar el libro El vuelo del Cuatro Vientos; Epopeya y tragedia de Barberán y Collar, joya periodística de los investigadores españoles Alfonso Domingo y Jorge Fernández-Coppel. Como la obra se editó en Madrid (Oberón, 2003) el aludido lector, que vive bien al norte, encargó a una distribuidora de Miami que se lo consiguiera y enviara, y ya con el ejemplar en su poder y para asegurar que me llegara, lo remitió, por indicación mía, a otro lector, en Puerto Rico, que esperó por la venida a La Habana de un tercer lector que lo trajera. Soy malo en Geografía y peor en Matemáticas. Si en junio de 1933, el capitán Mariano Barberán y el teniente Joaquín Collar cubrieron, a bordo del avión Cuatro Vientos, 7 885 kilómetros en su histórico viaje Sevilla-Camagüey, el libro que relata su hazaña y su tragedia debe haber recorrido, el pasado mes de junio, una distancia tres veces superior para llegar a mis manos.

La gesta de esos pilotos españoles es conocida en Cuba y existe en Camagüey un monumento que perpetúa el hecho. En un vuelo sin escala atravesaron el Atlántico por su parte central, la más larga, ancha y solitaria, algo no intentado hasta aquella ocasión, cuando ya el océano había sido vencido en vuelos directos por el norte y por el sur. Pretendían llegar a La Habana, pero la escasez de combustible y el mal tiempo los obligaron a aterrizar en el campo de aviación de la ciudad agramontina, que previeron siempre como aeropuerto alternativo. Desde ahí, una vez repuestos del estrés y las fatigas de un viaje que se prolongó durante 39 horas y 55 minutos y otra vez a bordo del Cuatro Vientos, se trasladaron a la capital. Debían proseguir viaje hacia la Ciudad de México, destino final del periplo, y visitarían después la exposición universal de Chicago. No arribarían, sin embargo, a la capital mexicana, donde más de 60 000 personas, encabezadas por el líder de la Revolución Plutarco Elías Calles, aguardaron bajo la lluvia y durante casi todo un día su llegada. Tras su salida de La Habana y los informes de observadores mexicanos, que dijeron haberlo visto o escuchado, nunca más volvió a saberse del Cuatro Vientos y sus pilotos.

Unos 300 000 voluntarios mexicanos y españoles radicados en México registraron alrededor de 200 000 kilómetros cuadrados del territorio para localizar los restos del aparato y a sus tripulantes, vivos o muertos. Se les buscó asimismo en el mar. Treinta días después cesó la búsqueda, cuando se encontró un salvavidas de la aeronave en una playa mexicana. El Cuatro Vientos, se dijo entonces y esa es la versión oficial, había caído en aguas del Golfo de México. En 1941, sin embargo, comenzó a cobrar cuerpo otra historia: el avión cayó en tierra y sus pilotos fueron asesinados.

FICHA TÉCNICA

Comparados con los monstruos de la aviación actual, el Cuatro Vientos podrá parecernos ahora un avioncito. Era, en su tiempo, un avión poderoso. Un Breguet XIX Superbidón, fabricado totalmente en España con patente francesa. Sesquiplano (biplano, con un par de alas mucho menor que las otras dos), de duraluminio, que con las modificaciones que le introdujeron ingenieros españoles a espaldas de la parte francesa podía llevar 5 400 litros de combustible, la gasolina justa para llegar a Cuba. Dotado de un motor Hispano Suiza, de carburación mejorada, con 650 caballos de fuerza, tenía una envergadura de 14,83 metros, una longitud de 9,50 y una altura de 3,34 metros. «Volaba de maravilla. Mucha sustentación, planeo fácil, con tomas de tierra perfectas, en resumen, un seguro de vida», afirman Domingo y Fernández-Coppel en su libro, y añaden que si bien su velocidad de crucero no sobrepasaba los 180 kilómetros por hora, «era un descanso para el piloto, pues perdonaba fallos y prácticamente volaba solo». Barberán y Collar volaron sin aparato de radio a fin de aligerar el peso de la nave y cargar la mayor cantidad posible de combustible. Como en buena medida debían guiar su rumbo por la brújula y las estrellas, la cabina era de cristal irrompible, pero podía lanzarse en caso de emergencia. En ese mismo caso, con solo tirar de una palanca, se vaciaba en medio minuto el depósito mayor de gasolina y el Cuatro Vientos podía flotar en el mar. Solo un detalle preocupaba a Barberán: la hélice era de madera, y no podía cambiarse sin que lo advirtieran los franceses. ¿Resistiría su encolado los rigores del trópico?

Con sus 38 años de edad, el capitán Mariano Barberán era toda una autoridad en lo que a la aeronáutica se refiere y un piloto muy calificado; y el teniente Collar (26 años) el piloto de pruebas más hábil de la aviación española. Aunque se llevaban muy bien, quizá porque eran opuestos en todo. Barberán usaba gafas y lucía una calvicie avanzada. Soltero empedernido, era hombre retraído, serio, de pocas palabras, tímido y afable. Collar, en tanto, gustaba de la vida despreocupada y alegre y, sobre todo, de las mujeres, y pese a sus convicciones y sentido del deber se empeñaba a veces en parecer frívolo. Un hombre apuesto que sacaba partido a su profesión porque sabía que las muchachas lo veían como un héroe.

ANTECEDENTES

Ya para entonces los pilotos españoles habían alcanzado un alto grado de adiestramiento y algunos de ellos inscribían sus nombres en la aviación mundial. El comandante Ramón Franco (hermano del caudillo Francisco), a bordo del hidroavión Plus Ultra acometió, con escalas, en 1926, el vuelo Canarias-Buenos Aires, el primer gran raid de la aeronáutica española.

Siguió en el mismo año el de los tres aviones que conformaron la patrulla Elcano. Volarían entre Madrid y Manila, la capital filipina, en 20 etapas de entre 700 y 1 500 kilómetros cada una y durante 30 días. Pero de aquellos tres aparatos, uno cayó en el desierto de Siria y otro debió realizar un aterrizaje forzoso en China, donde no pudo repararse su avería. El aparato restante llegó a su destino tres meses después de iniciado el periplo. También en 1926, pero con éxito, se llevó a cabo, la Patrulla Atlántica, que finalizó en Guinea luego de costear el África occidental en nueve etapas, para un total de 6 800 kilómetros en el viaje de ida, y 7 153 en las doce etapas del regreso.

Tres años después un Breguet XIX Gran Raid, bautizado con el nombre de Jesús del Gran Poder, saltaba el Atlántico sur, visitaba numerosos países de América Latina y cubría los 20 000 km de la ruta prevista. Ya en 1927, el norteamericano Charles Lindbergh, a bordo del avión conocido como Espíritu de San Luis, había realizado solo y sin escalas el vuelo Nueva York-París.

CAMAGÜEY-COLUMBIA

El 11 de junio de 1933, a las 3:39 p.m., el Cuatro Vientos tocó tierra cubana en el campo de aviación de Camagüey, más una extensa sabana que un aeropuerto. Esa misma noche, a bordo de un avión militar, llegaba a esa ciudad el sargento mecánico español Modesto Madariaga, que días antes había arribado por barco a La Habana. Debía revisar el Cuatro Vientos y hacerle las reparaciones que estimara oportunas. Como el motor funcionaba como nuevo y el tren de aterrizaje se encontraba intacto pese al gran peso que soportó en el despegue a causa del combustible, se limitó a engrasarlo y a repostarlo de aceite y gasolina. Al día siguiente, a las 2:20 de la tarde, el Cuatro Vientos volvía a elevarse, con la escolta de cuatro aviones del Ejército cubano, con destino al campo militar de Columbia.

Y es aquí, el día 17, cuando se da la voz de alerta, al detectársele un salidero en el depósito principal de gasolina. Madariaga solucionó el problema con la ayuda de mecánicos cubanos. Nada se dice, sin embargo, de la hélice del avión. Con respecto a su estado hay dos testimonios valiosísimos en El vuelo del Cuatro Vientos... y que sus autores recogieron en Cuba. «Se ha dicho lo del salidero de gasolina, pero no se ha comentado el penoso estado de la hélice», dijo uno de los testimoniantes. Y el otro: «Aquella hélice estaba algo astillada y se veía muy maltratada. No sé si pudieron repararla bien, y en cualquier caso era un punto débil en todos los aviones de la época».

LA AMANTE DE MACHADO

Domingo y Fernández-Coppel comparten la versión oficial de la caída del Cuatro Vientos al mar. Para los cubanos su obra adquiere particular relieve por las amplias referencias a la estancia cubana de los pilotos españoles, que se alojaron, primero, en el desaparecido hotel Camagüey (actual Museo Ignacio Agramonte) y en La Habana, en el hotel Plaza, y recibieron cálidas muestras de admiración y cariño en ambas ciudades. Homenajes que Barberán y Collar reciprocaron al donar para los sectores menos favorecidos de cubanos y españoles residentes las cuantiosas sumas de dinero con que instituciones bancarias radicadas en la Isla quisieron recompensar su hazaña.

Aquí los recibieron las autoridades municipales, los presidentes del Senado y de la Cámara y los secretarios (ministros) de despacho, así como las sociedades regionales españolas y otras como la Asociación de Dependientes del Comercio. A muchos llama la atención que el dictador Machado, a qui5en quedaban ya solo dos meses en el poder, no los recibiera. En verdad, no tenía por qué hacerlo. El protocolo no lo obligaba, y aunque el viaje se vio como una muestra de fraternidad entre España y su antigua colonia, aquellos pilotos no traían mensaje alguno para el gobierno cubano. La República española no lo veía con buenos ojos, y Machado se sintió disminuido al saber que el destino final de Barberán y Collar era la Ciudad de México y no La Habana.

Un detalle significativo, pero no probado, queda anotado en el libro. Sus autores recogen el rumor, que circuló en México en esos días, que aseguraba que Collar tuvo relaciones íntimas en La Habana con una amante de Machado. De ser cierto, un hecho como ese tuvo que llegar a oídos del Presidente, que fraguó su venganza. Sus sicarios, dicen algunos, colocaron una bomba en el Cuatro Vientos, mientras que otros aseguran que echaron bórax en el tanque de combustible. Para hacer más real el rumor, se ofrecieron datos sobre el dinero gastado en el sabotaje y se comentó que dicha suma fue extraída un domingo de las cuentas del gobierno.

De todas formas hay un hecho cierto. Barberán y Collar salieron precipitadamente de La Habana. Debían partir rumbo a México el jueves 22 de junio y salieron a las 5:35 de la mañana del martes 20. Se desconoce por qué Barberán tomó tal determinación, de la que no le pudieron hacer desistir el mismo Collar ni su amigo el piloto español Francisco Iglesias, avecindado en La Habana tras su matrimonio con una Gómez Mena, que sabía que no había preparado ese viaje con la meticulosidad con que solía hacerlo; ni tampoco lo convencieron el teniente Oscar Riverí, jefe de la Meteorología Militar cubana, ni el sacerdote jesuita Gutiérrez Lanza, del Observatorio de Belén, quienes le aseguraron que encontraría mal tiempo entre Veracruz y la Ciudad de México. Tampoco aceptó el ofrecimiento del capitán Torres Menier, jefe de la Aviación, de que se instalara en el avión un aparato de radio. Barberán estaba agobiado. Lo perturbaban el calor del verano habanero, la falta de descanso, los banquetes, los brindis y aquellos discursos en los que, corto de palabra como era, terminaba siempre por decir lo mismo. Dicen Domingo y Fernández-Coppel: Un hombre hecho para el deber y para cumplir cualquier empresa, por difícil que fuera, no estaba preparado para las celebraciones.

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