Látigo y cascabel
Cada artista visual tiene (o intenta tener) su rinconcito, su taller de trabajo, ese sitio tan personal donde dialoga consigo mismo, cuece sus ideas y traduce en imágenes sus visiones; donde los sueños se hacen realidad y la obra deja de ser un simple objeto para convertirse en una dimensión cultural. Casi imprescindibles para poder crear, estos espacios son como laboratorios vivos donde el arte tiene el don de multiplicarse e irradiarse a veces también hacia las comunidades en que están insertados.
La Revolución ha potenciado siempre que así sea. Celia Sánchez insistió mucho en la necesidad de convertirlos en ejes fructíferos para acercar la cultura al pueblo y otros como Eusebio Leal también se han empeñado en conseguirlo, incentivando a los artistas para que desde sus talleres luchen contra la incultura.
Durante todos estos años de proceso revolucionario se han entregado locales a creadores (lo cual no quiere decir que sea una demanda satisfecha) para que los conviertan en talleres y se vinculen con las comunidades. Se hizo común, incluso, a inicios de los 60, ver cómo algunos artistas, además de abrir al pueblo su espacio de trabajo, salían a las calles e iban de plaza en plaza hablando de arte, pintando y esculpiendo figuras (José Delarra, Adigio Benítez, Lesbia Vent Dumois y otros muchos lo hicieron bastante). Pero con los años se fue apagando ese fervor, por concepciones y formas organizativas equivocadas, hasta el punto de que en la actualidad no es la mayoría la que se toma en serio la misión de enriquecer con sus conocimientos la espiritualidad y percepción visual del medio donde habitan.
Luego de haber dejado las aulas para concentrarse en el desarrollo y promoción de su obra (y por qué no, vivir gracias a ella), algunos de nuestros mejores creadores de la plástica se han desconectado de la dinámica social.
Pareciera que se hubieran olvidado que una vez tuvieron el privilegio de recibir una enseñanza de altísimo nivel y están, por tanto, en el deber moral de ofrecerles a las nuevas generaciones todo lo que les legaron maestros como Antonia Eiriz (Ñica), Mariano, Portocarrero...
Mucho se siente su ausencia en la docencia artística. Sin embargo, sería injusto pedirles que abandonen sus proyectos cuando es sabido que la batalla, como decía José Martí, «está en los talleres».
Pensando en Martí y en esta máxima suya me preguntaba si no sería mejor pedirles que faciliten el uso de sus talleres como centros de la dinámica formativa de la enseñanza artística, no solo desde el punto de vista práctico sino también como espacios de formación de criterios.
Qué hermoso sería que nuestros futuros artistas puedan ir a formarse en esos hornos donde se gesta lo más genuino de nuestra cultura. Pero no de una manera espontánea, sino ordenada y curricular, por supuesto, y en coordinación directa con artistas de nivel demostrado, que estén dispuestos a hacerlo y sepan comunicar. Esa podría ser una solución ante la falta de profesores en las aulas de la enseñanza artística y la necesidad de vincular la teoría con la práctica diaria.
Sería muy conveniente aprovechar esos talleres en función del conocimiento y, al mismo tiempo, abrirlos a la promoción y comercialización de lo mejor de nuestra cultura, sin dejar a un lado la labor creativa y educacional.
¿Por qué incluso no convertirlos en células vitales de la gestión de mercado, a través de una agencia estatal de promoción del arte que se ocupe de llevar a los compradores a los talleres de los artistas? La creación de una entidad de esa índole permitiría una promoción más equitativa y que se redistribuya la ganancia en función de la sociedad y de la cultura, al tiempo que daría empleo a muchos historiadores del arte, que son los profesionales mejor preparados para ejercer esa función.
Pensar en estos espacios, igualmente, como posibles circuitos comerciales a los que tengan acceso los creadores que no cuentan siquiera con un pedacito de local donde mostrar su obra, contribuiría, al mismo tiempo, a acercarlos aún más a la vida, a la producción, al trabajo diario, a la formación de un pueblo que se enorgullece de su cultura.