Látigo y cascabel
La belleza femenina es centro de atención desde tiempos inmemoriales. Solo que con el desarrollo de las tecnologías, a ese fenómeno le brotó un tentáculo: la hermosura enlatada, esa que se suministra de manera «ingenua» por los medios audiovisuales y que puede someter la razón de las personas, incorporándole modos de medir y actuar en los que la vanidad y la superficialidad andan de hermanas gemelas.
Cuba no escapa al problema. En no pocos hogares existen fans, gracias a mercaderes de la peor especie de productos seudoculturales, de esa seducción bien planificada y suministrada en dosis preconcebidas que es el programa Nuestra belleza latina. Llantos, sugestión, risas y autocompasión desatan un hechizo ante el cual lo humano, lo intelectual y los valores pareciera que nada pueden.
Actuar, cantar, bailar, caminar, reír, vestir, posar y hasta saber declarar los secretos más íntimos. Ello y poco más —o poco menos— se les exige a las «aspirantes a lo perfecto», en presentaciones donde curiosamente todo es candor. El mundo exterior se desvanece, junto con la advertencia del escritor italiano Carlos Collodi de que los niños preocupados solo por la diversión pueden terminar en burros, hecha en su libro Las aventuras de Pinocho.
¿Qué tipo de perfección se defiende en esta clase de «programa» televisivo? A las jóvenes-maniquíes de ese espectáculo no las aprecian por su cultura. A medias se les exigen conocimientos de actuación, canto, baile. Mucha moda sí, y maquillaje también en lo que se convierte en una pasarela de superficialidades.
Molesta que a la mujer latina se le intente valorar sus competencias y talento solo por la magnificencia de su cuerpo, «dotes de artistas» y atractivos muy similares a los cuentos de hadas. Y asusta también que esos valores se asuman sin discusión en familias con personas preparadas, ante una pantalla que envenena la fina línea que divide lo feo y lo bello.
Tristemente, el contenido de este programa no queda en el entretenimiento hogareño, sino que se extiende por la sociedad conformando un ideal de belleza que termina por agredir la autoestima de no pocas jóvenes, al originar complejos, sentido de inferioridad y hasta comportamientos depresivos. Nada inocua, pues, resulta la seducción de estas «hadas humanas» del siglo XXI, pero en verdad poco pueden ante el ejemplo de esas familias que ayudan a sus retoños a distinguir lo esencial, un cáliz que procuran mediante el diálogo y la reflexión oportuna.
Ante esa avalancha hipnótica, prefiero defender el mensaje que transmite el filme Shrek el Ogro: lo feo puede ser igual a lo bueno y lo bello. En la historia la princesa Fiona ama a Shrek, el feo ogro del pantano, por sus valores como ser viviente. Es decir, la belleza física no fue lo importante para ser el bueno de la película y merecer el amor verdadero. Esa idea quizá sea el mayor éxito de la cinta, por encima incluso de su Oscar a la Mejor Película de Animación alcanzado en 2001.
Precisamente el fetiche de la belleza se establece como prioridad en las grandes cadenas de televisión y cine del mundo. Hollywood, sede de la industria cinematográfica estadounidense, no escapa a la norma. Si no hay belleza no hay actuación, y mucho menos papel protagónico.
Pero incluso dentro de ese mundo de desgarraduras puede triunfar la lucidez. Las experiencias vividas por las notables actrices Barbra Streissand y Sarah Jessica Parker revelan que se puede derrumbar ese muro que da la espalda a los sentimientos, algo que amenaza con extenderse en nuestro entorno.
Esas «joyas de la actuación» no solo lucharon contra las presiones de ejecutivos que les exigían operar su nariz, sino que fueron despreciadas por varios directores al no responder al modelo de hermosura imperante en el mercado. Solo que ellas no se dejaron vencer, y en el caso de la Streissand el éxito fue evidente al convertirse con los años en una leyenda del espectáculo y una de las cantantes norteamericanas más aclamadas en todos los tiempos.
Pero al final esos ejemplos no hacen más que ratificar que se puede ser feliz de otra manera: la belleza pasa, y lo importante es aceptarnos y pelear por construir un espacio propio y parecido a como somos. Valdría la pena reparar en ello ante la posibilidad de sucumbir frente a uno de esos seriales de hermosura enlatada en boga por ahí, los cuales «viajan» en las memorias flash, los CD, DVD, MP3 o cualquier otro soporte digital, una vez que los «paquetes» de programas importados llegan al mercado por obra y gracia de un mecanismo muy bien engrasado por la avidez de ganancias. ¿Supone la procedencia de ellos un problema? No. ¿Acaso lo será su efecto de deconstruir y suplantar identidades? Tampoco. Mientras el consumidor pague la tarifa, no habrá conflicto alguno y, como Pangloss, los mercaderes del ámbito simbólico sentirán que están en el mejor de los mundos posibles y que «unos centavos más bien valen el riesgo de la tontería».
Si el público no aprende a distinguir que detrás del glamour y el «estilo» de la publicitada Nuestra belleza latina se revela lo peor de una sociedad egoísta, donde no se aprecia lo realmente bello de la vida y los valores de lo humano, entonces podemos terminar consumidos por lo peor que ponemos en la pantalla de nuestros hogares.