Látigo y cascabel
No he podido olvidar aquella reflexión que hiciera hace un tiempo Abel Prieto, entonces ministro de Cultura, mientras recorría la recién inaugurada Escuela de Instructores de Arte, en la capital. «Ciertamente cualquiera, decía, puede pintar un cuadro, es algo lícito, una acción muy espiritual por demás, y que contribuye, sin dudas, al mejoramiento humano. El problema comienza cuando el arte no respira en él, y decidimos colgarlo en la pared de una galería, porque a partir de ese momento se convierte en referente».
Se trata de un pensamiento que expresa, con total claridad, un asunto que resulta esencial para que se mantenga robusta la cultura cubana: la importancia de cuidar, todo el tiempo, las jerarquías.
Y si bien, no ha sido un concepto que se haya tenido siempre presente, hoy su daño es tal vez menor en comparación con el que a veces ocasionan algunos otros cuadros, quienes lamentablemente solo se muestran cual si estuvieran colgados en la pared, al no cumplir su responsabilidad (y su compromiso) de lograr que la verdadera cultura se sostenga, avance, transforme.
De cualquier modo, e independientemente de la esfera que le corresponda conducir, no le será fácil responder por estas funciones a quienes no cuenten con rasgos como la flexibilidad, es decir, el poder de adaptarse a los nuevos contextos; agilidad para actuar, tomar decisiones, identificar problemas y descubrir soluciones; poseer el don de trabajar en equipo (como asegura un estudioso, siempre es útil «la suma de complementariedades fuertemente cosidas por un proyecto común»); compromiso y visión de futuro.
Sin embargo, en el mundo del arte y la cultura, constituye una seria limitante para llevar adelante una buena gestión la escasa preparación de un dirigente, lo que equivale a que no esté enterado de sus funciones y/o que le falte conocimiento e información sobre el área que atiende.
Claro, para muchos, más importante que los conocimientos es la habilidad de saber dónde buscar y qué aprender; desarrollar cierta sensibilidad para determinar qué merece la pena. Y esa es una palabra clave: sensibilidad, porque sin dudas no pocos de los problemas que hoy entorpecen la materialización de la política cultural cubana se resolverían con sensibilidad, incluso, aunque exista carencia de información y conocimiento.
Imprescindible sería también, en momentos como esos, el ejercicio del diálogo, y hacer el intento por acompañarse en su gestión por los más destacados creadores del territorio, quienes mucho podrían aportar en calidad de asesores, y así aprovechar al máximo sus virtudes y recursos.
Alguien me decía, y le asiste la razón, que son las personas quienes al final hacen que las cosas sucedan. Por ello, resulta esencial seleccionar muy bien a quienes se van a convertir en personas con ciertas responsabilidades; una de las principales inquietudes que le escuché, de manera reiterada, a los jóvenes escritores y artistas de la Asociación Hermanos Saíz, en sus asambleas de balance, previas al II Congreso.
Entonces me percataba de que de poco valdrá que desde el Ministerio de Cultura se oriente metodológicamente, si después quienes llevan las riendas de los centros y consejos en las provincias hacen caso omiso. Ahí radica la explicación del porqué en ciertos lugares lo que dicta la política cultural va por un lado, y lo que ocurre en la realidad, a veces, marcha en sentido diametralmente opuesto.
Y en ese caso, ¿a quién le corresponde hacer coincidir políticas y acciones? Por supuesto que a los gobiernos, que deben ocuparse en elegir a cuadros capaces, que logren entender que han asumido la enorme responsabilidad de velar por la calidad de la oferta cultural que se le ofrezca a nuestro pueblo. Algo que, por cierto, será casi imposible si no transitan este camino junto a escritores y artistas.
Mal estamos si no se entiende que es por medio de la mejor cultura que se podrá frenar esa degradación en el orden de la conducta social que se aprecia en la sociedad cubana. Por tanto, todo pensamiento, toda capacidad y toda experiencia, habrá que consagrarlos a cultivar la espiritualidad de nuestra gente.