Látigo y cascabel
Por los azares de la vida y del ejercicio profesional tuve la dicha de hacerme con un libro pequeño y prodigioso. Un texto de esos que se te «escurren» sin darte cuenta.
Se titula Martí a flor de labios y se trata de un volumen del investigador Froilán Escobar, que atesora los testimonios de unos ancianos que conocieron al Apóstol cuando eran niños o adolescentes. El libro constituye una manera diferente y amena de acercarse a la figura de José Martí. Está escrito con un lenguaje sencillo lleno de asombros.
Para los más jóvenes el texto podría resultar especialmente atractivo porque se reconstruye la imagen no del Héroe —aunque ese reflejo está implícito— sino del amigo cómplice.
Por esas y otras razones esta propuesta de la Casa Editora Abril fue llevada a varios centros preuniversitarios de la capital. Y para captar aún más el interés de los estudiantes, las presentaciones del texto —a cargo del novel trovador Diego Gutiérrez— fueron sui géneris, alejadas de formalismos, pero sugerentes.
Esta redactora estuvo presente en una de ellas y se llevó consigo el libro y también una señal inquietante que ahora comparto.
El encuentro en el centro educacional fue agradable: los muchachos cantaron y escucharon con atención algunos pasajes del libro que el trovador escogió. Todo parecía un éxito, pero en realidad acabándose el último tema musical ninguno de los chicos se acercó a hojear el libro y no creo que el precio haya sido la causa.
Indagué con una estudiante. Su respuesta fue: «Es que, pienso, es más de lo mismo». De nada valieron mis argumentos para demostrarle que estaba equivocada. Lo único que obtuve fue una mirada de «no insistas, por favor, no me vas a convencer».
Entonces la duda llegó: hablar de Martí para algunos jóvenes puede ser «¿más de lo mismo?». Si así fuera, algo ha fallado; porque las esencias pueden convertirse efectivamente en más de lo mismo cuando no sabemos encontrar, en lo infinito de la vida y obra del Apóstol, lo más humano, más cercano...
Con esto no «echo en el mismo saco» a todos los jóvenes; eso sería un absurdo total. Nuestra sociedad y en particular las noveles generaciones no estamos ajenos a la intensa labor que realizan un sinnúmero de instituciones en pos de ponernos «al alcance de las manos y de la respiración» —como refiere Cintio Vitier en las palabras del prólogo del libro Martí a flor de labios— a hombres de la estatura del Maestro.
Sin embargo, no puedo cerrar los ojos y negar que lo presenciado fue una señal de alarma; un llamado de atención para analizar los métodos o modelos que se implementan en las escuelas a la hora de impartir estos tópicos.
He escuchado decir a algunos adolescentes que existe saturación en relación con este tema. Por eso mi preocupación se centra fundamentalmente en lo que sucede en esos años de preuniversitario. No me avergüenza confesar que descubrí al Martí palpitante en la Universidad, y ahora me doy cuenta de lo mucho que me hubiese gustado (y ayudado) conocerlo antes. Si existe hartazgo, por más aislado que sea el caso, nuestro deber es evitar que el tedio rompa cuando se hable del Hombre de La Edad de Oro.
No creo que haya nada de malo en plantearnos otros enfoques a la hora de introducirle a los jóvenes la enseñanza de tamaña figura. A veces no se trata de lo que se mira, sino de la manera en que se mira. Todo es cuestión de perspectiva, de ángulo. Los saberes están ahí, al alcance de todos, pero corren el riesgo de convertirse en letra muerta si no los aprovechamos.
Martí es el héroe: el de la Guerra Necesaria, el fundador del Partido Revolucionario Cubano, el creador del periódico Patria y de El presidio político en Cuba. Pero fue además el padre amantísimo autor del Ismaelillo, el hijo consagrado; el poeta que, sin poseer esa belleza escultural, dejaba suspiros de mujeres enamoradas por donde pasaba; el periodista que hablaba francés a la perfección y se maravillaba con las lucecitas de un cocuyo...
Nos toca sentirnos martianos y eso no quiere decir leer de urgencia para encontrar «la frase conveniente». Lo que se alza demasiado corre el riesgo de alejarse del pulso vital, del sentido cotidiano; por eso debemos encaminar y enseñar a ver con los ojos del alma a aquellos que todavía están aletargados.
Se trata de admirar el busto y reconocer en él al hombre. Se trata de respetar, de honrar, pero sin acomodarnos en la esquina de la conveniencia, para evitar que un día llegue alguien y nos diga que es más de lo mismo.