Látigo y cascabel
«Basta para ser grande, intentar lo grande». La extraordinaria frase de nuestro Apóstol la descubrí acompañando la excelente instantánea engrandecida del colega Gabriel Dávalos. Allí, en la valla que marca la esquina capitalina que forman la Avenida Rancho Boyeros y Tulipán, el espectacular bailarín principal Osciel Gounud, con la emblemática Plaza de la Revolución de fondo, regala un salto que luce infinito.
Por esas jugarretas de la mente, la imagen, arte fotográfico de altura, me hizo pensar en la grandeza de esta pequeña Isla, capaz no solo de sostener una compañía de clase mundial, como la que dirige la prima ballerina assoluta Alicia Alonso, sino también de conseguir que este pueblo la haga suya; este pueblo que se sabe con el derecho de apreciar y disfrutar del quehacer de una probada y peculiar escuela que floreció tan lejos de la vieja Europa.
Enrolado en mis meditaciones, la hermosa valla (¡qué genial que el gran diseño reinara siempre en ellas!) también me conectó con un reciente encuentro con uno de esos seres que parece que inventaron el arte y la danza: Carlos Acosta. Justo el día en que la Asociación Hermanos Saíz se privilegió acercándolo a su seno como Miembro de Honor.
Entonces, rodeado de creadores, Acosta, a pesar de sus éxitos interminables, se lamentaba de no haber aprovechado al máximo todas las oportunidades que se le habían presentado en su primera juventud. Le tomó 25 años, según confesó, «beberse» de un tirón el primer libro, que resultó ser El guardián entre el centeno, de J. D. Sallinger. Después se convirtió en un lector voraz.
Admito que me llamó la atención percibir ciertos cruces de miradas fugaces, como sorprendidas. Como si lo que acabaran de oír no podía ser cierto para alguien que ha demostrado tanta sensibilidad, mientras ante mis ojos este creador se remontaba, aun más, a alturas «inalcanzables».
Convidado ya a los recuerdos, no pocos conocidos saltaron dentro de una lista de personas a quienes, a diferencia de Acosta, no les sirvió la célebre frase de Honoré de Balzac: «El tiempo es el único capital de las personas que no tienen más que su inteligencia por fortuna»; individuos que nunca han intentado lo grande: crecer como individuos, esforzarse por ser lo mejor que pudieran ser. Se dejan vencer por sus circunstancias, solo piensan en el hoy, en lo que llega fácil, sin sudor, sin presionar las neuronas. Lo grito a los cuatro vientos: admiro profundamente a Carlos Acosta: por su magistral danza y por ese poder suyo de agigantarse.
Ojalá muchos otros confiaran en que todavía no es tarde, por ejemplo, para eliminar todas las barreras mentales y dejarse atrapar por un cuaderno de poesía o una novela. Cierto que el terreno es más fértil cuando la lectura pausada y dulce de los padres asoma temprano, dispuesta a atravesar los balaustres de una cuna. Y luego, cuando en la escuela, el profe y el bibliotecario se empeñan en hacer de las páginas de un libro un imán; cuando enseñan el amor por la lectura.
Sería también bien diferente si regresaran los libreros a la vieja usanza: entusiastas «polillas», motivadores natos que nos convencen de que sin los libros no podríamos soñar: lo más apasionante que nos puede suceder en este mundo. Pero no, tristemente abundan aquellos que no se enteran de la «novedad» de la semana y, vencidos por el hastío, ni siquiera les alcanzan las fuerzas para atender a interesados.
Es una lástima que no pululen los Carlos Acosta; personas que comprendan que no es suficiente con el talento si en verdad les interesa alcanzar la cúspide. Es esencial enriquecer el intelecto, para lo cual los libros se sirven solos. Por eso me preocupa la falta de interés por la lectura que observo en no pocos adolecentes y jóvenes, más enganchados con las nuevas tecnologías.
Solo espero que les alcance la vida para entender que, como asegura un amigo: «Sin lenguaje, sin palabras, sin expresiones lingüísticas, por cierto, no hay historia, se pierde el dominio cognoscitivo del hombre sobre la Tierra».