Látigo y cascabel
Los japoneses tienen buen olfato para los negocios, o al menos esa cualidad está presente en el cantante Daisuke Inoue, el primero que introdujo un equipo de karaoke con el cual quedaba garantizado el entretenimiento en reuniones y comidas.
No le resultó difícil a Inoue entender que había descubierto una máquina de hacer dinero —funcionaban con monedas y él las rentaba—. Y es que de inmediato el invento mostró su potencial, pues fue general la locura que se apoderó de una mayoría encantada con eso de cantar apoyada en grabaciones de temas muy populares, siguiendo en una pantalla los subtítulos de las letras.
Confieso que me hallo entre quienes no han podido sustraerse del furor de ese aparato que, alegrías y desafinaciones aparte, favorece el importante papel que desempeña la música en el proceso de integración e interacción social.
Como saludable ocio, más de una vez me he descubierto, micrófono en mano, «destrozando» las canciones de José José, creo que el más aclamado por quienes de repente nos sentimos «maestros» de la interpretación. Por tanto, me reconozco en aquellos que han abrazado la brillante idea del creador nipón, y hasta en quienes disfrutan de los «gallos» que se escapan de las gargantas de los «atrevidos».
Tendría que decir, entonces, que debiera sentirme a mis anchas, cuando soy testigo de actuaciones de jóvenes cantantes profesionales en galas y centros nocturnos, que han conseguido convertir sus presentaciones en una especie de karaoke «sin letrerito». Sin embargo, no es así.
Admito que me apena ver tanto talento, tantas voces extraordinarias, malgastados en estudiadas imitaciones de las estrellas de turno, porque en sus casos de lo que se trata, siempre, es de esforzarse al máximo en parecerse, casi hasta calcarlos, a Juan Gabriel, Luis Fonsi, Laura Pausini, Alejandro Fernández...
Entonces comienzo a dudar hasta qué punto se puede considerar un verdadero profesional aquel que es incapaz de intentar buscar un sello propio, una manera muy suya de asumir la canción, de hacer de la música un lenguaje que comunique, que conmueva.
Conste que en lo absoluto critico a los que defienden, a sentimiento limpio, las composiciones de otros. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, me vienen a la mente tres nombres: Ivette Cepeda, Yaíma Sáenz y, un reciente hallazgo, Norberto Leyva, integrante del holguinero dúo Luz verde, que dirige el maestro César Gutiérrez, «Cheche».
Cierto que la Cepeda, la Sáenz y Leyva (a este último debería prestársele más atención como compositor, por la belleza de temas como Anda, Por vivir, No es para tanto...) les cantan a Varela, Raúl Torres, Silvio, Serrat, Pablo, Noel Nicola, Sabina, Torrens..., y justo por esa razón ya aseguran la necesaria poesía, el mensaje que jamás te deja indiferente. Y al mismo tiempo, cuando les entregan a cada pieza tanta «verdad», todo el sentimiento que cabe en el mundo, uno se llega a preguntar si esas fabulosas creaciones no fueron concebidas exacta y únicamente para ellos: artistas pendientes, en todo momento, de la dimensión estética que siempre debe acompañar a la música.
Allá quienes se conformen con los aplausos fáciles que se alborotan después de un Costumbre tan semejante al de la Rocío Durcal, mas les aseguro que, ya fuera del recinto que acogió su «pasajera» actuación, el público olvidará con la rapidez de un relámpago, el nombre del dueño de tan prodigiosa voz. Y lo más triste: ni siquiera con apropiarse de la iniciativa de Daisuke Inoue conseguirá su entrada al selecto club de la respetable cancionística cubana.