Látigo y cascabel
Me veo claramente/ haciendo preguntas que ya conocía/ con indiferencia ante el «ya crecerás»... Escucho la hermosa canción de uno de los Tríptico de Silvio Rodríguez, y me descubro regresando a la adolescencia.
Estoy en la Casa de Cultura Tomasa Varona, cuando era un templo para los artistas aficionados —triste es la situación de esas instituciones en la actualidad—, y surge la imagen de la inolvidable maestra Luisa Margarita (Chicha) Verdote, estimulándome para que espantara los prejuicios y me convirtiera en un «experto» de nuestros bailes populares. Y mientras mis piernas, con el auxilio de Josefina o Rosario, versadas y pacientes instructoras de arte, se acostumbraban a seguir el dictado de la clave cubana, otros coetáneos míos se pensaban Amelia, Portocarrero, Abela; afinaban para no desentonar en coro, rasgaban la guitarra o declamaban el Padre nuestro latinoamericano, de Benedetti.
Éramos muchachones que perseguíamos los últimos hits de Bonny M y ABBA, y cantábamos «aquí, allá, se me cae la trusa». Soñábamos con unos «yines» y la grabadora con luces de discoteca y bocinas resplandecientes (el equivalente a los mp3, móviles, ipod… de hoy); y al mismo tiempo adorábamos a Silvio y Pablo, bailábamos casino, son, mambo, chachachá, zapateo (¡Como ayudó Para bailar!). Y sin «complejos», nos apuntábamos gozosos en cuanta banda rítmica y grupo de danza, musical o de teatro hubiera, visitábamos museos, monumentos artísticos e históricos...
Participábamos vívidamente en los más disímiles espacios, porque significaba disfrute y placer, resultado de ese esencial acercamiento a las manifestaciones artísticas.
No éramos conscientes de que ya el arte estaba condicionando el éxito de nuestra vida social futura. Imposible que fuera de otro modo cuando, haciendo estallar nuestras emociones, se apuntalaban los sentimientos, se espabilaban nuestras sensibilidades, se incentivaba el conocimiento.
No recuerdo que por aquella época se hablara tanto de los valores. Y sin embargo, era más común el vínculo afectivo entre las personas, el colectivismo, el sentido del deber, la solidaridad, el apego a tu entorno, a las tradiciones, a la patria. Se moldeaba con mucha entrega, inteligencia y sensibilidad el carácter y la personalidad de quienes seríamos los hombres y mujeres del mañana.
Un cuadro muy común por toda Cuba era el que describo por allá por los años 80 del siglo pasado, cuando era tan notable el trabajo de muchos en función de formar un gusto artístico y estético en niños y adolescentes.
Hoy nos preguntamos por qué no pocos adolescentes solo tienen oídos para sonidos repetitivos y estridentes. ¿Por qué gustan de «alardear» con sus aparatos electrónicos en los lugares públicos? ¿Por qué se ven en ocasiones desmotivados? ¿Por qué desconocen las figuras más descollantes de su cultura, de su Historia? ¿Por qué a veces tanto desapego?
Del aire no caen la apropiación y la reproducción de cultura. Criticamos a los muchachones de estos días, pero ¿qué les proponemos para que consuman? ¿En qué momento los convidamos a participar hasta que sean capaces de sentir la emoción y expresarse como sujetos sociales? ¿Cuándo vamos a satisfacer todas sus necesidades cognitivas y espirituales? ¿Acaso hemos olvidado que los medios de comunicación, las industrias culturales, las instituciones culturales y sociales, las nuevas tecnologías y el ciberespacio desempeñan un papel esencial en la formación de las subjetividades contemporáneas?
Con toda justeza nos preocupamos por nuestros infantes y jóvenes, y en ocasiones no visualizamos a los adolescentes que, como tendencia, sienten un enorme placer en reunirse para intercambiar y disfrutar de las actividades culturales, las que por diferentes razones no privilegian; que emplean la música como identidad, se «enloquecen» con la moda y la acción, y que tratan de ocupar siempre nuevos espacios comunicacionales.
La realidad es que con frecuencia apenas encuentran en su entorno opciones culturales atractivas y divertidas. Con escasos recursos financieros, pocas posibilidades les quedan, además de escuchar acríticamente su música, y ver televisión y videos casi siempre foráneos (ínfimos son los programas de factura nacional dirigidos a ese público). Todavía sigo pensando que nunca debió dejarse escapar el boom que representó para los adolescentes cubanos una serie del patio como Mucho ruido.
¡Bastante buenos son!, diría mi abuela, y enseguida me vuelvo a conectar con Silvio cuando canta: El problema no es de la moda mundial/ ni de que haya tan mala memoria./ El problema no queda en la gloria,/ ni en que falte tesón y sudor./ El problema, señor, sigue siendo sembrar amor.