Látigo y cascabel
Es fascinante desempolvar viejas fotografías. Cuando lo hago, reaparece mi veta de científico y me creo un paleontólogo. Me emociona observarlas atentamente, sobre todo aquellas donde la niebla amarilla que va produciendo el tiempo se empeña en ir borrando los rostros y los objetos. Pareciera que les aplico el método del carbono 14 (el mismo con el cual los investigadores pueden determinar la edad exacta de los fósiles), cuando las tengo en mis manos. Me divierte recordar modas ya pasadas, comprobar que, efectivamente, mucho hemos cambiado.
Mis favoritas son las de cumpleaños. Todavía no puedo explicarme muy bien cómo Juana, mi madre, se las arreglaba para celebrárnoslo a mí y a mi hermano hasta en las más difíciles circunstancias, y dejar para siempre, generalmente en blanco y negro (porque también hubo pintada), gráfica constancia.
Revisarlas me convence, una y otra vez, que en verdad la Betancourt merece un monumento. Porque ella logró convertir en sólida edificación aquella casita mínima de maderas que se sostenían a duras penas, llena de agujeros, cual si fuera un exquisito queso gruyere, por cuyos orificios penetraban los intranquilos haces de luz que nos despertaban temprano y nos sumergían en un mágico e iluminado escenario.
Todo ello, y más, quedó apresado en las queridas instantáneas de familia. Allí están, dentro de ese enorme montón de alimento para crueles polillas, las fotos de mi carita que me sonríe desde el televisor kpym, los juguetes atascados en el merengue, las medias tejidas, los kikos plásticos, los jarros de esmalte marcados por las innumerables caídas, los refrescos con el «SON» pintado mirando fijo a la cámara, el plato de bocaditos cual arbolito de navidad, las caras de las sonrisas congeladas de Rafael, Mary, Elina, Silvia, Josito, Omar, Rolandito, Nacho, Onel, Marisolita… las piñatas...
¡Ay, las piñatas! Las piñatas podían ganar premios de innovación. No hablo de racionalización esencialmente por una: la del avión gigante de bombillos que alumbraban. Bombillos que se prendieron en la mañana y pusieron en su punto a caramelos, serpentinas, gomas, lápices, pero, sobre todo, a unas monedas que empezaron a caer, cuando por fin encontraron la libertad, como la hirviente lava de un furioso volcán. (Creo que todavía se puede leer en el antebrazo de mi madre la inscripción de la peseta que la marcó para la eternidad, cuando, como loca, nos cubrió con su cuerpo voluminoso).
Sin embargo, en ninguna de aquellas imágenes aparecen los payasos. Evidentemente todavía no se había puesto de moda el milenario arte del clown en las fiestas de cumpleaños. Entonces bastaba con ponerle el rabo al burro, jugar al arroz con leche que se quiere casar, o a la gallinita ciega. Imagino que hubiera sido fabuloso, pero, no sé, nunca se les ocurrió a los padres de antaño. Y no pienso que se haya tratado de presupuesto. Supongo que era un arte que ellos respetaban mucho, como los artistas también se respetaban.
Hoy no se concibe una «buena» fiesta para celebrar un onomástico infantil si no se asoma una naricita redonda y roja. Y lo aplaudiría con gusto si la «actuación» fuera mucho más que tirarse un disfraz y hacer unas cuantas tristes bufonadas; si no supiera que no pocas veces se aprovechan de un público que, aunque quisiera, no puede salir corriendo. Ahora parece un arte sencillo. Cualquiera puede ser un payaso, se creen; pero de esos en los que escasea la cultura; de esos que, en lugar de propiciar alegrías, ofenden; de esos que provocan que el espectador minimice y desprecie los espectáculos de pantomima y artes circenses.
Sé de payasos excelentes, capacitados para curar hasta la más persistente tristeza; maestros de la improvisación, frescos, inteligentes, sensibles, con un dominio total de su cuerpo en función de la necesaria expresión gestual; artistas verdaderos con una mínima dosis de «locura», que son geniales expresando emociones, comunicando, enseñando, cautivando. Pero esos no están en las fotos amarillentas de mis recuerdos, ni en casi ninguna de las que he visto ahora, donde, eso sí, abundan los colores.