Látigo y cascabel
Mi amigo, genio y figura hasta la sepultura, me ha dejado pensando. Él —siempre en pulóver, pantalón de mezclilla y un pelo largo que descubre su afición a lo más heavy del rock—, no comprende cómo se ha «esfumado» de muchas orquestas la idea de alcanzar un sello también en el vestir.
Igualdad. ¿Así quieres que se exhiban?, indago. Pero por ahí no anda el asunto. No se trata de usar lo mismo cual si fueran uniformes, dice mi interlocutor. Coincido. Las modas evolucionan con las épocas y las profesiones; es una cuestión de equilibrios y de decisiones lo que se usa, con tonalidades y matices.
De momento ruedo en mi mente algunas instantáneas que he captado de la tele. He visto a grupos promocionándose en la televisión con cadenas abundantes en los cuellos, juegos de anillos en las manos (lo que casi constituye una tendencia), y gafas de sol puestas en la sombra. En esas imágenes la nota discordante no es precisamente la melodía que se promueve. Tanto brillo viene de otro oro que (des) luce.
En conciertos he apreciado igualmente esa «informalidad» para actuar. Por ejemplo: un joven cantante interpretando una de sus obras con pulóver ajustado hasta el punto de mostrar el movimiento de ese órgano que tenemos en la cavidad izquierda del pecho, y pantalones casi 20 centímetros por debajo de la cintura, que descubren las letras de su ropa interior... Lo secunda una agrupación con talento, cuyo vestuario se mueve entre lo más variado del diseño actual, que va desde la «onda» lucida por el vocalista, hasta otras más conservadoras. Así, todo mezclado, sin nada que los identifique, que les ofrezca una identidad no solo musical, sino además visual.
Me resuena la pregunta de mi amigo, el roquero: «Identidad, ¿te has ido de algunas orquestas?» Recuerdo imágenes de El Benny en la TV, con sus pantalones bombache, bastón y sombrero. Detrás de la voz del Bárbaro del ritmo, una jazz band lo sigue con ejecuciones impecables y en los cuerpos de los músicos, la elegancia se esparce como una etiqueta de distinción que los acompaña junto a su líder.
Recientemente encontré a Tiburón Morales en un establecimiento de la santiaguera calle Enramadas. Navegando con el tiempo y sin estancarse en las etapas, el ex pelotero insiste en usar su sombrero, y por debajo aflora su particular melena. No le falta a su conjunto la camisa de mangas largas que, con un aire al estilo «majata», lo diferencia.
Voy más allá y veo a Pedrito Calvo, cantando El negro está cocinando, y entre el «que no me toquen la puerta, no, no no...», aparece el hombre que ya es historia por su capacidad vocal, pero también por su imagen.
Miro ahora una portada de un disco LP de los 80. En ella se retratan los integrantes de una agrupación con sus instrumentos. Llevan ropas que, aún con diseños disímiles a los de los vocalistas y el director, proyectan la idea de que representan a una agrupación popular. Porque los vestuarios muestran esa compatibilidad, ese todo que los define como orquesta.
Los veo ahora y me entusiasmo con lo nuevo que traen. Pero aprecio que los aires modernos le han inculcado esa otra cara de las modas que apunta a la frivolidad. Y, sin darse cuenta, exhiben atuendos triviales que poco le aportan a la identidad que enarbolan con sus textos.
Hay valía en lo que hacen, aunque les falla ese esencial concepto colectivo de pertenecer a algo. De ser únicos entre los muchos que cultivan los géneros que interpretan. Ganándoselo, además de por talento, por cómo se proyectan en cada ocasión que suben al escenario.