Látigo y cascabel
Por mucho que cierre los ojos no logro imaginar cómo se habrá desarrollado aquel 20 de octubre de 1868, diez días después de iniciada la Revolución. Algunos documentos, imágenes y obras audiovisuales ubican al abogado Pedro (Perucho) Figueredo cruzando una pierna sobre la montura de su caballo, mientras escribía sobre un papel la letra de La Bayamesa, justo la jornada en que las tropas mambisas al mando de Carlos Manuel de Céspedes liberaron la ciudad de Bayamo. Sin embargo, no puedo precisar la manera en que las fuerzas insurrectas y la multitud jubilosa se las agenciaron entonces para entonar, por vez primera, la marcha que luego devendría nuestro Himno Nacional.
Imagino que debe haber sido un bullicio incontrolable. No debe haber sido de otra manera cuando los que estaban reunidos en la plaza, eufóricos por el triunfo, desconocían la letra de la que sería nuestra Marsellesa, genuina expresión de rebeldía infinita, de amor hondo por la Patria. Perucho, lápiz en mano, escribía, mientras el texto pasaba de mano en mano. No obstante, debió de haber sonado linda, enérgica, impresionante, nuestra marcha de guerra y de victoria, orquestada por el músico Manuel Muñoz Cedeño, que llamaba al combate y exaltaba, como ninguna, el sentimiento patrio.
Desde entonces, y 139 años después, el Himno Nacional ha estado en los momentos más importantes de nuestra nación, que es decir los momentos más significativos de nuestras vidas. Por ello, no solo se convirtió, junto a la bandera de la estrella solitaria y el escudo de la palma real, en uno de los tres símbolos nacionales, sino también que a partir de lo estipulado en el Decreto No. 74 del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, del 22 de agosto de 1980, la fecha de su creación fue adoptada para celebrar el Día de la Cultura Cubana. Y las razones sobran.
Seguramente peco de chovinista, pero soy incapaz de recordar otra composición musical de este tipo, que sea tan hermosa, tan inspiradora, que logre sacar a flor de piel los sentimientos más puros del ser humano. ¿Quién no se ha emocionado viendo a nuestros atletas lucir junto a su medalla la bandera, mientras los altavoces reproducen las inconfundibles notas? El Himno Nacional siempre ha estado a nuestro lado. Lo mismo en la histórica batalla por el retorno del niño Elián, al comienzo de un acto solemne, que en las mañanas, cuando los pioneros se alistan para entrar a las aulas.
«Se nos enseñó a querer y defender la hermosa bandera de la estrella solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en cadenas es vivir en afrenta y oprobio sumidos, y que morir por la patria es vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos...», aseguraba Fidel en su alegato La Historia me Absolverá, y la práctica no ha cambiado. Sin embargo, hay algo que sí ha cambiado en algunos en los últimos años.
Si bien los pequeños cantan , espontáneos y a todo pulmón el Himno Nacional —algo que debemos seguir fomentando—, hay adultos que o bien lo susurran como si estuvieran en la clandestinidad, o se esconden detrás de mímicas, y a veces, ni siquiera conocen lo que dice la encendida octava.
Hay cosas tan sagradas para una nación que descuidarlas nos pueden costar la vida. Cantar el Himno Nacional, sabérselo al dedillo, interpretar su contenido, evocarlo con el orgullo de ser cubanos es reafirmar nuestra identidad, es expresar nuestra vocación de libertad.