Acuse de recibo
José Miguel Viamonte Benítez (Camino Castillo, Finca La Estrella, Carlos Manuel de Céspedes, Camagüey) es hace más de 15 años un pequeño agricultor de la UBPC El Vaquerito, Pueblo Nuevo, adscrita al central azucarero Ignacio Agramonte del municipio de Florida. Su objeto social es el cultivo de caña, pero también produce viandas y hortalizas, que contrata y vende a Acopio.
El 19 de marzo pasado entregó 46,80 quintales de tomates por valor de 5 023,98 pesos. «Y a más de tres meses, señala, no me van a pagar porque está fuera de término. Nunca me había sucedido esto. Me he acercado al jefe de la UBPC, al jefe y al económico de Acopio en Florida, al compañero Tony, del Partido municipal que atiende la Agricultura y al director del complejo azucarero. Acudo a este medio para que me ayuden a encontrar mi dinero», expone.
Yosbel Ramos Suárez, trabajador por cuenta propia y residente en calle 122 no. 2908, entre 29 y 31, reparto Zamora, Marianao, La Habana, plantea en su carta una inquietud que debe ser respondida: «¿Cómo es posible que yo tribute a la Seguridad Social y no tenga los mismos derechos que los trabajadores estatales, a vacaciones y licencias?».
Refiere el trabajador privado que tiene que operarse de un riñón, y fue a tramitar una licencia por un tiempo para realizar los trámites preoperatorios necesarios.
«Y cuál fue mi sorpresa: según la funcionaria que me atendió, los trabajadores por cuenta propia no contamos con ese derecho; solo se da licencia de maternidad a las mujeres.
«La respuesta fue impactante: solo me exonerarían del pago si tengo certificado médico o entrego la licencia. Así quedaría desempleado y sería otro problema más. Operado y sin empleo», concluye.
Ramón E. Muñoz (Calle 3ra. No. 13, reparto Puerto Príncipe, Camagüey) considera que ya no dan más las constantes denuncias sobre el ruido y la contaminación sonora en nuestra sociedad, y lo que se necesita es acciones sistemáticas y ejemplarizantes de las autoridades, que permanecen indiferentes o inactivas ante un reclamo popular y nacional.
«Es el ruido provocado por la falta de respeto de unos hacia otros: vecinos, pasajeros, personal de centros de recreación… Música a altos volúmenes, perros ladrando en la noche, equipos fantasmagóricos en las aceras y centros a 130 decibeles», manifiesta.
Y describe el envés de esta situación:
«Gente sufriendo, que tiene que agregar a sus vicisitudes diarias el convivir con esa indolencia y total falta de protección.
«¿Por qué no se acaba de estructurar el sistema que funciona en otros países, de poner multas ante las denuncias del perjudicado? ¿Quién tiene aquí que recibir la denuncia y actuar? ¿Por qué nadie sabe a quién acudir para que lo defienda y proteja?
«¿Por qué no se divulga la forma legal o penal de impedir o sancionar las contravenciones? ¿Por qué se elude ese enfoque? ¿A qué se tiene miedo? Si no está legislado, por qué nuestro Parlamento no lo legisla y se actúa?».
Por otra parte, según el criterio del remitente, «a pura muela o a pura educación, pasarán generaciones y el problema no se resolverá nunca».
Al final, Ramón mismo considera que con esta reflexión, apenas está abriendo un surco más en el agua. Y apesadumbrado, aludiendo a las constantes revelaciones de la hiperdecibelia en esta columna, me confiesa:
«Socio, no pierdas más tiempo ni te desgastes denunciando esas cosas; alguien tiene que responder, multar, sancionar».
Agradezco el alerta de Ramón, pero difiero en que ya la batalla está perdida: Seguiré haciendo el «ruido» necesario, junto a todos los que sufrimos por la oreja. Si hacemos silencio definitivo ante la apabullante indisciplina sonora, y no exigimos de nuestras autoridades el consecuente enfrentamiento y la justicia para nuestros oídos, ensordeceremos de abulia e indiferencia.