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Dioses

Uno cree que algunos deportistas se van a ir invictos en su tránsito por las competencias, son victorias y victorias, y siguen ganando, pero un día caen. Y el mundo parece que se va a acabar

Autor:

Norland Rosendo

París.— Uno cree que algunos deportistas se van a ir invictos en su tránsito por las competencias, son victorias y victorias, y siguen ganando, pero un día caen. Y el mundo parece que se va a acabar.

Entonces no saben manejar el momento y rompen a llorar. Desconsoladamente, arrastrando aficiones, prensa…

Las imágenes que exhiben el desgarramiento y dejan exhaustos a los fotógrafos de tanto apretar el obturador para atrapar rostros empapados de tristeza acaparan portadas. Afuera no hay más mundo.

Sucede en los Juegos Olímpicos. Son años de preparación, sueños postergados, glorias congeladas en los flashes perdidos, para que todo eso se venga abajo en un día, a veces en cinco minutos y hasta en segundos, como sucedió a la judoca japonesa Uta Abe.

Dioses rotos. Devueltos al mundo de carne y emociones por los mismos medios que ponen un país entero sobre sus hombros.  

Abe, quizá, no sea la única en estos Juegos. Su llanto todavía estremece. Su hermano repitió el oro de Tokio y ella, camino a lo mismo, quedó fuera del podio cuando nadie, ni en chiste, la bajaba del peldaño mayor. A un minuto de consumar el éxito en octavos de final la sorprendió un ippon que sacudió al mundo deportivo.

Hubo que romper crónicas adelantadas. Perdió Abe, gritó un colega. No puede ser, comentó otro apurándose un café hirviendo para buscar la noticia.

Sí, los dioses también pierden. Y lloran. Nadie es invencible. Nadie. No hay olimpiada donde algún irreverente no tuerza el rumbo de un grande; es el deporte, la vida, lo divinamente humano.

Unos, como Abe, seguramente serán una suerte de tsunamis en sus próximas competencias (prepárense rivales). Otros habrán entendido que es hora de vivir de sus memorias. No hay dioses.

La mística del deporte está ahí: se es campeón toda la vida de la entrega, el amor a su público y su traje, de la constancia, de momentos; pero las medallas van y vienen. Se gana y se pierde. La huella es imperecedera; la gloria competitiva, efímera.

¿Quién duda que Julio César la Cruz seguirá en el olimpo dorado de quienes lo admiran en el mundo? No será tricampeón olímpico pecho afuera, pero sí «infinito campeón» pecho adentro.

Y como él, todos los que compiten, porque esto es un juego, a ganar una medalla. Aquellos que dejan de ser dioses y quienes se lo creen si logran una hazaña aquí. Mañana, seguro, vivirán la misma suerte. En el deporte no hay dioses, solo campeones humanamente olímpicos.    

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