Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El juego que nos une

Hace un cuarto de siglo La Habana vivió el regreso de una franquicia de MLB al Latinoamericano

 

Autor:

Norland Rosendo

Hace 25 años el Latinoamericano sirvió de sede a uno de esos juegos de béisbol que marcan el imaginario deportivo de muchos en Cuba y Estados Unidos, el primero de los dos partidos de la serie amistosa entre una selección nacional y la organización de Grandes Ligas Orioles de Baltimore.

La trascendencia de la jornada del 28 de marzo de 1999 rebasó lo sucedido entre las dos rayas de cal, aunque en términos puramente competitivos resultó un juego de mucha rivalidad, decidido por 3-2 en extrainning.

Si alguien pensó que las glorias vividas por el béisbol cubano, doble campeón olímpico por entonces y multicampeón mundial, eran puro espejismo, ese día pudo comprobar la verdadera calidad de nuestra pelota, a pesar de que llevaba décadas alejada de los circuitos profesionales.

En ese primer choque los visitantes ganaron, pero en el juego de vuelta, el 3 de mayo de ese mismo año, en el Camden Yard Baltimore, los nuestros tomaron desquite con pizarra de 12-6.

Desde principios de la Revolución no sucedía un espectáculo así, entre dos potencias del béisbol obligadas a romper relaciones por las presiones políticas de Washington.

Fidel compartió tribuna con el dueño de los Orioles, Peter Angelos (fallecido el pasado 23 de marzo), en unas gradas donde se dieron cita 50 000 personas para disfrutar del choque, sin el más mínimo atisbo de ofensas al rival.

Era una muestra de que Cuba seguía, como siempre, dispuesta al entendimiento con MLB. Y también de que la afición de esta parte del estrecho de la Florida no guardaba rencores y sabía apreciar el buen béisbol.

Lo que entonces fue noticia en el mundo deportivo y político debió ser un juego más, si no hubiese sido por las decisiones tomadas en la Casa Blanca poco después de 1959.

Prohibieron a sus atletas profesionales jugar en la Liga Cubana, pusieron en la disyuntiva a los beisbolistas cubanos de establecer su residencia fuera de la Isla para poder mantener sus contratos en MLB o quedaban excluidos, y para rematar obligaron a la franquicia Cuba Sugar Kings a fijar su sede fuera de nuestro territorio.

Fidel, en 1959, había aludido en los propios Estados Unidos al proyecto de convertir a los Sugar Kings en el mejor equipo de Cuba. La respuesta fue privar al pueblo cubano de ese equipo.

La serie con los Orioles abrió nuevamente el debate sobre las oportunidades de tener relaciones contractuales entre Cuba y las Grandes Ligas para beneficio del béisbol.

En 2016 otra organización de MLB, Tampa Bay Rays, volvió a jugar en el Coloso del Cerro. Fue parte de la visita de Barack Obama, quien presenció el partido junto al General de Ejército Raúl Castro.

En esta ocasión la novedad la aportó Dayron Varona, un cubano miembro de la franquicia profesional norteamericana, que jugó en su patria con el traje de los rivales, pero sin agravios desde las gradas.

Dos años después, tras un largo proceso de acercamientos y diálogo, se llegó a un acuerdo entre MLB y la Federación Cubana de Béisbol que abriría un camino legal, natural y efectivo para los fichajes de jugadores cubanos en las organizaciones de Grandes Ligas.

Poco duró el pacto, cuya implementación fue congelada por el entonces mandatario estadounidense Donald Trump. Una vez más del lado de allá vino el picheo endemoniado para ponchar el diálogo y el entendimiento en temas deportivos.

Incluso, la ruptura del acuerdo volvió a abrir la brecha para la comisión del tráfico humano, en este caso de peloteros. Además de utilizar la emigración de jugadores interesados en probarse en las Ligas Mayores, sin dudas las mejores en el béisbol mundial, como pretexto político contra la Revolución.

Si prevalecieran los valores que animaron, hace un cuarto de siglo, aquel juego entre Cuba y los Orioles de Baltimore, hoy seguramente fuera lo más natural del mundo jugar en MLB y vestir el traje de las cuatro letras en los torneos de selecciones.

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