Un verano de gloria

La antorcha olímpica se apagó del otro lado del mundo, dos semanas después de que comenzara a arder en el Estadio Olímpico de Tokio. Así se cerró, exitosa y oficialmente, la versión más accidentada de los Juegos Olímpicos en su historia moderna.

Una pléyade de semidioses, hoy estandartes máximos del deporte cubano, viajaron 13 horas al «futuro» nipón, y allí sacrificaron trozos del alma propia sobre canchas, canales acuáticos, colchones, tatamis, piscinas, mesas de tenis o galerías de tiro. En el proceso algunos se bañaron de oro y otros ni siquiera consiguieron acercarse, pero así y todo, cada uno de ellos se ganó un espacio en el Valhalla, destinado solo a esos que luchan gloriosamente.

Mientras eso pasaba, en la Isla, la gente sacrificó un montón de horas de sueño con tal de enviarles toda la energía posible a esos campeones que cruzaron el globo terráqueo con la meta de dejar lo más en alto posible la bandera de la estrella solitaria.

Si Mijaín, Luis Alberto, Fernando Dayán, Serguey, Julio César, Roniel, Andy y Arlen pudieron sumar otro capítulo exitoso a sus leyendas, fue en parte gracias a los millones de devotos suyos que oraron, gritaron, rieron, maldijeron y llevaron sus corazones hasta el límite del infarto mientras, imaginariamente, empujaban a un rival, soltaban un swing o daban una paletada sobre el agua.

Al margen de las alegrías, hubo momentos tristes, derrotas inesperadas e, incluso, alguna injusticia que nos golpeó profundamente. Sin embargo, la dignidad salvó a cada uno de nuestros ídolos de caerse del altar.

Faltan ahora tres años para la próxima cita, esa de París hasta donde se irán otra vez los, desde ya, héroes deportivos de Cuba, con la única misión de ser cada día mejores seres humanos.