Los peloteros dejaron su huella entre los vecinos de Jesús del Monte. Autor: Maykel Espinosa Rodríguez Publicado: 01/02/2019 | 05:04 pm
Dicen que en tiempo de guerra cualquier hueco sirve como trinchera. Y aunque a lo mejor dieciséis minutos de tornado pueden no parecerse demasiado a la idea que tenemos de un conflicto armado, cuando uno ve el rastro de destrucción que dejó el poderoso torbellino del pasado domingo, no sabe ya ni qué pensar.
A los vecinos de Jesús del Monte les tocó sentir de cerca la fuerza de ese ente sin nombre que hace casi una semana les cambió la vida a tantas familias habaneras. Tal vez no exista idioma que pueda reflejar fielmente la magnitud de su dolor, pero va y ayer en la mañana el pesar se sintió un poco menos, cuando un grupo de Leñadores —y otras criaturas beisboleras— aterrizó para repartir algo de esperanza a gente que, no importa de dónde sean, sienten igual de suya.
La dureza de la situación se toca de cerca cuando uno observa el panorama desde la plaza de la iglesia. Allá arriba también se notan las secuelas, pues la cruz que coronaba el templo religioso, ahora desaparecida, fue una víctima más.
Pero así todo, la gente no se achica. A falta de símbolos divinos para guiarse, una tropa de peloteros baja la loma y les devuelve un poco la sonrisa.
Del otro lado, mientras caminan por entre los escombros, Civil, Alarcón, Despaigne, Blanco, Danel, Larduet, Yoalkis y sus compañeros, miran incrédulos lo que les rodea. La gente les recibe gritando «Las Tunas campeón», incluso cuando a solo unas casas de distancia vive Javier Peñalver, lanzador de los Azules de la capital.
«Yo no estaba cuando pasó todo. Cuando llegué me di cuenta de lo terrible que había sido todo. Por suerte solo tuve afectaciones en unas ventanas de la casa, pero al ver lo que pasó en el barrio, todavía no lo creo», cuenta el derecho de los Leones.
Su amigo Oscar Valdés, incluido en la nómina que irá a Panamá a defender las cuatro letras en la Serie del Caribe, no puede evitar que su cara se contraiga, ni que la vista se le humedezca. Algo parecido pasa con los demás. Basta con que llegue un camión para que todos se deshagan de la máscara lúgubre y empiecen a trabajar.
Manos van y manos vienen cargando pedazos de bloques, ladrillos, tablas y ramas de árboles. Da igual lo que sea, todos se suman al esfuerzo. Quieren al menos sentir que un poco de ellos mismos quedará ahí como prueba de su batalla contra el caos desatado por la naturaleza.
Vuelan las pelotas firmadas, que terminan repartidas entre los niños, admiradores de esa manada de héroes que antes solo han visto a través de una pantalla de televisión. Lo que tal vez los muchachos no perciban es que sus jugadores preferidos son ahora más grandes que cuando desaparecen una pelota del parque, o cuando dejan con la carabina al hombro a algún bateador.
En medio del barullo, una vecina se acerca, escoba en mano, a quienes trabajamos reportando lo que acontece. Antes de ser interrogada, una sonrisa leve, pero sonrisa al fin, le marca el rostro.
Mirurgia Steven tiene 54 años, y ha pasado cada noche de la última semana junto a sus vecinos, cerca de una fogata que arman de conjunto cada noche. Así pasan, por turnos, las horas de la madrugada, mientras los más ancianos duermen en las casas cercanas que menos han sufrido el desastre.
Sin embargo, dice que la soledad no se ha sentido. Desde el día uno, ha llegado ayuda de todos lados. Los estudiantes de la Cujae y la Universidad de La Habana se han destacado, con donaciones y trabajo de recuperación.
«Todavía quedan escombros dentro de la casa, y falta mucho por hacer. De todas formas esto nos da aliento para seguir adelante. Cosas como estas te demuestran que Cuba es muy grande, y nada ni nadie nos puede destruir si estamos juntos».