RÍO DE JANEIRO.— Antes de iniciarse en esta ciudad la presente edición de los Juegos Olímpicos, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon pidió a los Estados miembros cumplir con la tregua olímpica, un gesto que el organismo reitera cada cuatro años desde que aprobara una Resolución sobre el tema —la 48-11— el 25 de octubre de 1993.
Con aquella decisión se estableció el necesario respeto a una antigua tradición griega que se remonta según los historiadores al siglo IX antes de nuestra era, según la cual se suspendían todas la guerras durante los siete días previos e igual cantidad de jornadas posteriores a la celebración de estas citas deportivas, con el objetivo de que los atletas pudieran trasladarse desde los más distantes lugares hacia el escenario de competencias, sin que sus vidas corrieran peligro.
Esa actitud encontró siempre el respaldo universal, aunque hubiese sido mejor para todos que esa paz momentánea se extendiera durante todo el año.
Reverenciar esa tregua, conocida también como ekecheria, no es más que una de las grandes expresiones del verdadero espíritu olímpico, mas no el único.
Por estos días, en los que el deporte sostiene el pulso con otras desagradables noticias, unas imágenes, grabadas durante la carrera de 5 000 metros en este certamen multideportivo, han conmovido al planeta.
Sus protagonistas fueron la neozelandesa Nikki Hamblin y la estadounidense Abbey D’Agostino, ambas involucradas en una caída. La gran sorpresa para los miles de espectadores y otros millones que seguían la prueba por televisión fue ver cómo la norteña ayudaba a Nikki a levantarse de la pista, y aunque visiblemente lesionada, logró entrar a la meta ayudada por su compañera de infortunio.
Entre sentidos aplausos, estas muchachas terminaron en la última posición, pero como premio a su actuación, los jueces decidieron abrirle las puertas de la final.
La escena hizo rememorar otras parecidas que han sucedido en citas bajo los cinco aros. Una de estas historias se escribió en la cita de invierno celebrada en la ciudad japonesa de Sapporo, en 1972, cuando el alemán Dieter Speer ofreció uno de sus esquíes de reserva a Alexander Thikonov, a quien se le había roto, y de esa forma la entonces Unión Soviética se impuso en la prueba de biatlón por delante del elenco teutón, que terminó tercero.
También pudiera citarse la amistad que en los juegos de 1936 forjaron el alemán Lutz Long con el estadounidense Jesse Owen, ratificada frente al mismo Hitler que proclamaba la superioridad de la raza aria; o el ímpetu del brasileño Vanderlei de Lima, cuyo percance en la maratón de Atenas 2004 le dio la vuelta al mundo, tanto como el «desagravio» que recibió al encender ahora el pebetero de estos Juegos.
Pero ahora mismo solo puedo pensar en el gesto de la familia del alemán Stefan Hazen, entrenador de canotaje, excampeón mundial y medallista de plata en Atenas 2004. El preparador falleció aquí víctima de un accidente de tránsito, y cuatro de sus órganos fueron utilizados en trasplantes para salvar igual cantidad de vidas. Sencillamente, conmovedor.