Un amigo, un gran amigo de Cuba, se asombraba de la cantidad de festivales, concursos, jornadas y convocatorias culturales que tenemos en nuestro Archipiélago. Y vista nuestra dimensión geográfica y nuestra población, no le falta razón; aunque tal vez ya no reparamos en ello, pues se ha convertido en parte de nuestra vida social. Incluso, en medio de grandes dificultades, la cultura sigue siendo visible, sigue siendo apreciada.
Los medios masivos de difusión, los tradicionales y las nuevas plataformas digitales abren sus espacios al multiforme universo cultural. Ese reflejo es una labor difícil porque exige un sedimento de conocimientos, una cuota de especialización que los años van acendrando, una pluralidad de discursos y un intento cotidiano de aprehender la subjetividad de la creación, siempre retadores.
Un festival podrá jerarquizar determinados aspectos de una manifestación cultural; pero además de ser vitrina de acciones o personalidades, ha de ser (debe ser) punto de partida para el análisis, para la inmersión en los procesos que lo sostienen. Y ahí, justo en ese aspecto, hay un trecho que asomar.
Se necesita una inmersión en esas líneas, al dorso, en la raíz de esos eventos. Hay heroísmos que mostrar y razonamientos que develar, mecanismos por analizar y realidades que reubicar.
Las escuelas de barrio, donde nos formamos y se forman nuestros hijos, son nuestros primeros centros irradiadores de cultura. Hay que preguntarse cuánto se ha hecho de manera estructural por mostrar la historia local, los valores que están al alcance y cómo la dimensión exacta de esa necesidad ha encontrado obstáculos o vías para llevarse a cabo. Hay que entrar, sentir, escudriñar en las instituciones dedicadas a la enseñanza artística, para aquilatar los intentos cuasi heroicos de artistas y maestros por suplir las carencias.
La dimensión de las cosas no se mide en centímetros, sino en latidos. Valgan las declaraciones, pero lo decisivo son las acciones. Solo puede amarse, solo inspira respeto aquello que se conoce.
La alegría fue inmensa cuando el bolero, sus prácticas, escenarios y usos sociales integraron la Lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco; mas ¿cómo se gestiona, se defiende y se promociona el bolero en Cuba? ¿Cómo se respeta a sus cultores y cómo se piensan sus espacios? Estoy seguro de que nos sorprenderían algunas respuestas.
Vivimos ahora mismo el tránsito de la Feria del Libro de la capital a las provincias cubanas. Los títulos y las presentaciones son el producto visible (¡bienvenidos sean!), pero siempre será interesante conocer qué razones aconsejan publicar o no determinados títulos, bajo qué parámetros se escogen unos para ser impresos y otros para su versión digital, y, por supuesto, qué investigaciones consideran el criterio de los lectores.
La colonización mental insuflada desde muchas esquinas, el abuso de términos anglosajones para nombrar las cosas, las propuestas culturales en la comunidad (sus esfuerzos loables y también sus comodines o disparates) son otros temas en los que se debería pasar del reflejo a la inmersión, del congreso a la tierra. Sin fatigarnos en una convocatoria tras otra, urge el ojo más cercano, la voz más atenta, el alma más dispuesta.