Sombrero. Autor: Ares Publicado: 28/12/2024 | 07:45 pm
Un año duro: tres palabras para definir 2024. Un año duro, pero sin renunciar a la creación, al indomable aliento que nos sostiene. Sin dejar de lado la poesía de las pequeñas cosas, la oda al heroísmo cotidiano. Hurgando en los valores más íntimos, como una lumbre, como los versos de Nicolás Guillén: «Así hemos de ir andando,/ severamente andando, envueltos en el día/que nace».
En días recientes, toqué en la casa del actor José Emigdio Pascual Varona, «Pini». Lo conozco desde hace mucho, quise felicitarlo personalmente por la obtención de la Placa Avellaneda en el Festival de Teatro de Camagüey. Me confesó que en su cama de convaleciente, tras sufrir un accidente, le preguntaron por qué estaba tan silencioso. «Es que estaba pasando texto en la mente para que no se me fuera a olvidar», me confesó. Esa es la estirpe de un artista: nada lo detiene, nada lo espanta. Esa es la condición que lo salva, esa es la condición que nos salva.
Lo más hermoso de la cultura cubana y lo definitivo es su gente, con su sabiduría, con sus sueños. El arte auténtico empuja hacia el firmamento, pero emerge de manera inmanente del pueblo. No hay artista genuino sin pueblo, como no hay ramas sin raíces, ni alturas sin cimientos.
Siempre me he preguntado qué hay detrás de ciertos barrios, de aquí o de allá, donde parrandas y comparsas constituyen cuestión de honor, donde se tuerce un alambre, donde se recicla un pedazo de tela, donde se ensaya sin reparos, donde se buscan inventivas de todo tipo. Y al fin creo haber encontrado la respuesta.
Tradiciones
La tradición es como un río subterráneo. En ella van los sudores y la sangre, las marcas ancestrales, el orgullo auténtico, las entrañas. Quienes la viven no necesitan reflectores, porque la luz les sale del pecho. Su premio mayor es estar, participar, fundirse con lo que saben suyo. Es eso a lo que no se renuncia jamás, es eso lo que no se puede arrancar.
El universo de hoy es transnacional: está aquí, ahora mismo, en nuestras calles, teatros, instituciones; y está en las redes, serpenteante, veloz, en constante ebullición. El mundo nos parece tangible, instantáneo, y con sus ires y venires va refundando realidades, va cuestionando saberes.
En esa infinita autopista globalizadora, algunos empiezan a confundir el brillo con la llamarada; otros se han lanzado a beber de todas las aguas,
febrilmente, sin discernir cuál es la dulce y cuál la salobre. Y de pronto, las costumbres de siempre parecen rústicas, inferiores, añejas, remplazables. Las imitaciones lucen «simpáticas». Las memorias se diluyen. Lo distinto resulta devaluado.
Defender la tradición, eso sí, no consiste en el apego a las cenizas, sino a la energía vital, a la brasa encendida.
El mapamundi de la colonización del alma ha borrado países y continentes enteros, ha pretendido dividir las culturas en centros y periferias, ha dibujado lo valedero como esencialmente euro-norteamericano. Unos «producen» y otros «consumen». Unos mandados y otros mandando, aludiendo de nuevo al Poeta Nacional.
El intelectual Luis Toledo Sande expresó con toda lucidez que «la diversidad ideológica y de intereses genera diálogos, intercambios de opiniones, choques y, además de las guerras (esas que matan con bombas y otras armas), la que llamamos guerra cultural, que también se da entre conquistadores y quienes no se dejan conquistar, o sí, porque para que haya conquistas y colonizaciones es necesario que haya conquistados y colonizados».
El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y el Festival del Caribe, por ejemplo, son dos apuestas por nuestras voces, nuestros paisajes, nuestras historias. El mundo oculto hace eclosión, lo «periférico» se revela (y se rebela), lo desprotegido halla cobija.
Solo hay una manera de amar lo que se tiene: conociéndolo y reconociéndolo. Todas las estrategias políticas, mediáticas y organizativas han de considerarlo como piedra de toque. Esquivar esa responsabilidad es morir.
De aquilatar esa enorme heredad depende nuestra existencia. De la defensa de esa cultura entrañable depende nuestra independencia, en concordancia con las clarinadas de uno de los grandes filósofos de la Cuba contemporánea, Joel James. Y no hay que olvidar que la descolonización empieza por casa, por la conciencia de que no hay partes secundarias en el archipiélago creativo, geográfico y mental cubano.
Mixturas
¿Qué nuevos componentes se han agregado al ajiaco de la nación, a la metáfora de don Fernando? ¿Y en esa cocción perpetua, cuáles son los elementos autóctonos que han brotado de nuestros fulgores y angustias, y cuáles se han importado? ¿Cuál es el sabor contemporáneo de dicha mixtura, con qué paletas andamos revolviéndola?
¿Será atendible, herética, pasada, aquella sentencia martiana del ensayo Nuestra América: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas»?
La cultura cubana subió a los montes, cimarrona y rebelde, negada a postrarse de rodillas. No hubo edicto colonial que pudiera borrar el nombre de Cuba. La poesía profética de Heredia, el patriotismo fundador de Varela, la pasión por la verdad de Martí, late en nuestras venas, insufla nuestro aire.
La cultura cubana no ha sido jamás un lago terso, sino un vórtice, un huracán. Es cuestionadora, veladora del tiempo, propositiva. Es Cecilia Valdés y es Lucía, es el grito del teatro Villanueva y es la Sierra Maestra, es Alicia y es el Benny. Y es el ansia popular por ese país mejor que nos merecemos, porque, en esa aspiración, hemos quemado muchos sacrificios, hemos puesto muchas esperanzas.
La cultura es la manera de ser. No se le puede mentir, no se le puede encerrar, en ella no cabe dogma alguno. En tanto, expresión de su gente, alma de su alma, ella emerge siempre, tarde o temprano, en su dimensión definitiva. Y esa es su única manera y su única razón de existir.
La cultura no es una circunstancia, es una esencia. La cultura no es un adorno, sino un espíritu.
He asistido con estupor a la broma maligna de cierto internauta que quería «vender» la Isla. Enseguida se dibujó en mi mente la actuación de Miriam Muñoz corporizando a Emilia Teurbe Tolón, la bordadora de nuestra bandera. Cómo lloré en silencio, cómo corrí tras ella, transido de emoción. Y el diálogo con Ernesto Víctor Matute, el diplomático y poeta guantanamero que, en su propia casa, me dijo los versos, me entregó la fe de su Elogio de un poeta a su Isla antillana:
«Traigo mi Isla debajo del brazo/ Y todos me preguntan:/ ¿Es un cocodrilo verde?/ Yo digo que sí. Y me sonrío./ Eternamente verde (…). Ni la abandono, ni la insulto, ni la vendo./ Traigo mi Isla debajo del brazo/ y a nadie se la entrego./ ¡Quién ha visto que un hombre con orgullo/ quiera vender su cocodrilo verde!».