Las décadas que Cira Romero ha consagrado a la investigación literaria, han merecido expresiones de admiración entre la comunidad letrada. Autor: Cortesía de la entrevistada Publicado: 26/08/2023 | 09:29 pm
He tenido el privilegio de interactuar con determinadas figuras que han merecido el beneplácito de la mayoría de sus colegas por su papel facilitador hacia los venerables destinatarios que llamamos lectores. Ese rol cenital dentro del ámbito literario más que despertar suspicacias de los supuestos méritos de una «obra propia», se corporeiza en resultados creativos —ensayos introductorios, antologías y ediciones anotadas—, que devienen en brújulas de irremediable magnetismo tanto para recios profesionales de las letras como para esporádicos catadores de ficciones. A esa estirpe de servidores del conocimiento pertenece Cira Romero Rodríguez, cuyas virtudes en materia de asociación de discernimientos, depuración de falsedades y comunicación de certezas, han sido legitimadas por sus contemporáneos y por los vástagos deudores de su trabajo intelectual.
Cira Romero ha consagrado buena parte de sus tesones en exaltar los quilates del género epistolar en el que se manifiestan con impronta tierna y hasta desbocada, infinidad de caracteres que han dejado su marca perenne en el torrente espiritual de la cultura cubana. Guiada por el empeño de Cintio Vitier —a quien continuamos admirando por su decisiva antología La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano—, Cira ha rescatado para la desmemoriada posteridad obras de carácter crítico que redondean la celebridad de notables exponentes.
A la par que su colega Reynaldo González —con quien gestó el desmesurado proyecto tanto lingüístico como tipográfico de la edición anotada de Cecilia Valdés—, Cira es capaz de exaltar las investigaciones de índole bibliográfica a la mejor usanza de Carlos Manuel Trelles y Araceli García Carranza, así como ponderar las obras ensayísticas de sus admirados Leonardo Acosta y Ambrosio Fornet.
Tener a Cira al alcance de las plataformas digitales y poder transitar en su misma cuerda intelectual y anímica, es una de las satisfacciones plenas que puede depararnos nuestro mundo profesional que aún late por la incorporación de jóvenes valores que se fraguan en las aulas universitarias.
Por su rigor filológico y riqueza referencial, la edición anotada de Cecilia Valdés marcó un hito para el ámbito cultural cubano.
—¿Qué importancia le concede para el lector moderno la publicación de ediciones críticas de los clásicos literarios cubanos?
—Mi amigo y colega Enrique Saínz siempre decía que son las ediciones críticas las que fijan la literatura de un país, las que determinan su perdurabilidad en el tiempo, tal y como se está haciendo hoy con la obra de José Martí, trabajo ímprobo que desarrolla el Centro de Estudios Martianos.
«Lamentablemente en Cuba no hay tradición de hacer ese tipo de obra, aunque algunas, muy pocas en realidad, han aparecido, debidas, por lo regular, a pacientes investigadores que la han llevado a cabo. Han abundado más las ediciones de obras comentadas, que también son beneficiosas.
«Aunque no es requisito esencial, una edición crítica está mejor respaldada cuando existen los originales, que le brindan al estudioso una mayor apoyatura, tal como lo pudo hacer la Dra. Zaida Capote Cruz con la suya sobre la novela Jardín, de Dulce María Loynaz.
«Yo, que defiendo este tipo de labor, no he tenido esa suerte. Ahora mismo estoy trabajando una edición crítica de Mi tío el empleado para dar inicio a un proyecto cultural liderado por el Instituto Cubano del Libro con el apoyo del Ministerio de Cultura.
«Es una labor de hormigas y hay que estar conscientes de que este tipo de obra tiene un reducido grupo de interesados, pues pueden colocarse cientos de notas al pie que aturdirían a un lector no especializado».
—¿Qué valores expresivos y testimoniales identifica en el género epistolar?
—Lo primero que debo señalar es que debido a las nuevas tecnologías el género epistolar prácticamente está «en vías de extinción», para decirlo con el título del último poemario del recién fallecido Antón Arrufat.
«La correspondencia sostenida entre escritores —la que más me ha interesado a lo largo de mi carrera profesional— posee altos valores literarios y, a la vez, son inestimables como documentos de época. En este sentido el epistolario de José Martí es inapreciable, porque con él cubre prácticamente toda su existencia como hombre en sus más variadas expresiones: hijo, padre, esposo, amante, intelectual y, sobre todo, político. Diría que la vida y el obrar de nuestro Héroe Nacional encontraron una de sus mayores y mejores expresiones en este género y a ellas se recurre como documento testimonial, pero también como literatura artística.
«Aunque el género está en declive por las razones apuntadas, hoy existe un verdadero boom editorial para publicar este tipo de texto. En resumen, las cartas pueden encerrar arte literario de altura y testimonios generalmente veraces de determinadas épocas».
—¿Cuál valor le otorga al ejercicio de la traducción literaria?
—No soy traductora, pero, sin dudas, la traducción literaria es, o debería ser, un arte que inspire el más absoluto respeto. Entre sus múltiples y siempre valiosas reflexiones Martí, que también fue traductor, decía que, al igual que la crítica literaria, la traducción debía ejercerse con amor y respeto. Tener la posibilidad de acercarnos a obras que no podemos leer en su lengua original nos abre ventanas al mundo de la cultura, que cada vez es más diverso en cualquiera de sus manifestaciones.
«Por otra parte, creo muy apropiado y justo que la Asociación de Escritores de la Uneac tenga una sección que agrupe a los traductores que por su relevancia en este desempeño puedan formar parte de ella. No hace mucho se efectuó en Cuba la asamblea que agrupa a los traductores a escala mundial y, sin dudas, eso es un reconocimiento a la labor que nuestro país desempeña en este difícil arte. Y lo subrayo: la traducción es un acto de creación artística».
—¿Cómo el rol de albacea literario ha sido refrendado a nivel socio-cultural?
—Un albacea es aquella persona encargada por el testador o por el juez capaz de cumplir la última voluntad del fallecido, custodiando sus bienes y dándoles el destino que corresponde según la herencia.
«En el caso de los escritores cubanos no creo que todavía estos tengan plena conciencia de cómo preservar y legar su obra a la posteridad. No todos hacen testamento, no todas las familias o potenciales herederos tienen plena conciencia de la relevancia de los papeles y otros documentos que han heredado.
«Todavía los escritores cubanos no han tomado conciencia de lo importante que resulta conservar su papelería para la posteridad. Creo que el Estado cubano debería preocupare por el destino final que tengan, pues no dejan de formar parte del patrimonio de la nación cubana».
—¿Qué satisfacciones le ha aportado ser miembro de la Academia Cubana de la Lengua?
—En primer lugar la Academia Cubana de la Lengua (ACL) me ha permitido compartir con tantos nombres relevantes de la literatura cubana como pueden ser Miguel Barnet, Roberto Méndez y Leonardo Padura.
«Creo no obstante que, tanto en el aspecto literario como lingüístico la ACL podría desempeñar un papel más activo en la vida cultural del país».
—¿En qué medida los investigadores y los profesionales de la información pudieran potenciar el uso de las fuente primarias de la investigación cultural?
—En primer lugar conociendo los fondos personales con los que interactúan, saber de sus riquezas. Identificando qué fuentes primarias están disponibles para su consulta, haciendo y publicando bibliografías sobre los fondos con que cuenta su institución.
«Un profesional de la información no es un auxiliar, es un ente activo en el proceso de cualquier investigación. Conocer las vías de acceso a la literatura cubana en lo que respecta a bibliografías, que muchas se han hecho, aunque ya es una práctica que se ha marginado. Ser culto, sensible y, sobre todo, paciente».