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El torero, el «bailaor» y la actriz

Juventud Rebelde te recomienda películas a las que prestarle atención en la actual edición del festival

Autor:

Frank Padrón

A mitad de festival, ya se ha visto un buen número de filmes aspirantes a los Corales que permiten una idea clara de «por dónde van los tiros», pero quizá aún sea muy temprano para hablar de favoritos. Mejor entonces, sin previsiones acaso prematuras, acercarnos a algunos títulos de un modo u otro, atendibles.

Concursante en largos de ficción, Tengo miedo torero es lo más reciente del chileno Rodrigo Sepúlveda (Un ladrón y su mujer, Padre Nuestro…) y parte de la famosa —y única— novela homónima publicada en 2001 por su coterráneo Pedro Lemebel (comunista y célebre activista LGTBIQ mediante la performatividad y la literatura de crónicas, testimonios y narrativa gráfica). Justamente en ese Chile que vivía uno de sus más terribles períodos sociales —plena dictadura de Pinochet— se inicia esta historia de amor casi platónico entre una vieja travesti que se gana la vida bordando manteles para esposas de militares y un joven guerrillero mexicano del Frente Patriótico opositor.

El cineasta despoja o al menos reduce al mínimo su lectura fílmica de ciertos episodios que enriquecen el libro y permiten ahondar más en el mundo del protagonista (los contactos con  su clientela del «barrio alto», incluyendo la primera dama, con apariciones domésticas y esporádicas hasta del dictador) pero no ha olvidado focalizar, aun como telón de fondo, la angustia social que se vivía mediante escenas que reproducen marchas, protestas y represión por parte de los gendarmes al servicio de la tiranía.

Pero claro, se concentra en la relación del travesti y el joven político, aderezado por viejos bolerones victroleros —como el que da título a la obra— que envuelven la puesta fílmica en una atmósfera tan bien diseñada por el novelista y donde afloran diferentes cosmovisiones y diferencias, pero a la vez una sensibilidad común propiciadora de la empatía que, pese a aquellas, logra asentar una amistad sólida. En el trayecto —que remite irremisiblemente a El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, llevada al cine por Héctor Babenco, aunque en ese caso con mucho mayor calado en la sicología de los personajes y la complejidad de la relación, tanto en la novela como en el filme— Sepúlveda no ha logrado regularidad ni cohesión, alternando momentos muy cálidos y de contagiosa emotividad con otros donde la narración se dispersa o pierde fuerza.

Sin lugar a dudas, lo mejor de este «ruedo» es el trabajo de ese actor-camaleón llamado Alfredo Castro (Tony Manero, El Club, Neruda…): la manera en que logra trazar un puente entre lo patético y lo hermoso, en que incorpora su duro pasado al no menos peligroso presente,  la cuerda floja en que se mueve todo el tiempo de contención/exposición, humor/gravedad, nos hacen pensar en un fuerte candidato al Coral de actuación masculina.

Aprovechando quizá la melena del personaje, el chileno da vida a otro personaje sin embargo diametralmente opuesto en la argentina Karnawal, de Juan Pablo Félix, que entra en la liza de óperas primas. Aquí es un estafador que tras cumplir condena contacta con su hijo adolescente, quien es un «bailaor» de malambo, suerte de zapateado del folclor gaucho que caracteriza la región donde se mueve la historia, en la frontera entre Argentina y Bolivia.

El joven, que apenas habla y se refugia en su arte con soltura y esfuerzo, vive con la madre y el padrastro, con quien no tiene buenas relaciones, y ha delinquido portando drogas para adquirir, pobre como es su familia, las botas imprescindibles para la danza. Su evolutiva relación con ese padre quien, pese a su condición delincuencial no carece de ternura y atenciones para con él y su madre, da cuerpo a un filme lleno de subtextos y sugerencias, de esos que expresan más en los silencios e insinuaciones que en sus diálogos y acciones directas.

Mediante un clima de dosificado suspense, la trama nos envuelve en esa reivindicación del arte como escudo ante las dificultades de la vida. El Cabra, como apodan al joven, no necesita las palabras, pues tiene su baile, y en el ímpetu y la fuerza que él aporta y recibe de la
vehemente danza logra arrostrar la pobreza, la desestructuración familiar y las rebeldías adolescentes. El director, quien fuera bailarín en esa etapa de su vida, sabe entonces de lo que habla, y nos entrega este notable híbrido entre el thriller social y el coming of age.

Aunque el premio de actuación en el Festival de Guadalajara fue para el siempre brillante Castro (también el director fue reconocido en este certamen) debe encomiarse la labor del bailarín profesional Martín López Lacci, campeón nacional de malambo en su natal Argentina, y quien además de brillar en la pista, actúa muy bien, sin olvidar la importancia dramática que la propia danza y la música
—no solo la que acompaña el baile sino toda la incidental, como la banda sonora completa— tiene dentro de la puesta en pantalla.

También con el arte como epicentro de vidas esta vez femeninas es Isabella, de otro argentino, Matías Piñero, pero ahora se trata del teatro y el referente indirecto es nada menos que ese eterno contemporáneo llamado William Shakespeare, cuando una actriz de Buenos Aires intenta por todos los medios obtener el papel protagónico de Medida por medida, la comedia del bardo inglés, mientras encuentra en su intento a una colega que también lo procura y se cruza frecuentemente en su camino no solo en lo profesional, sino en lo familiar y personal.

Premio al mejor director en Mar del Plata y seleccionada oficialmente en Gijón, la obra da continuidad a un estilo ya asentado en este director (Hermia y Helena, Viola, La princesa de Francia…), quien además de su evidente fascinación por el mundo femenino se caracteriza por una narrativa deliberadamente caótica y antiaristotélica, que mezcla tiempos y espacios de manera desconcertante y se apoya en iteraciones que, sin embargo, incorporan siempre nuevos elementos diegéticos.

Aquí el recurrente dramaturgo y su pieza son apenas un remoto hipotexto, pero que a tiempo completo gravita sobre el relato fílmico, no solo porque todo gira en torno al montaje de aquella, sino porque esa obra va de la duda como motor del accionar humano, pero a la vez de la importancia de actuar e ir siempre adelante.

Son muchos los ideologemas que Piñero anhela desarrollar (la naturaleza como posible relajante a las tensiones cotidianas, el arte dramático tal catalizador eficaz de las angustias existenciales y sus posibilidades alternativas —no olvidemos que la protagonista monta a la vez una instalación lumínica con piedras— o esa recurrente certeza de que la vida se parece al arte y no solo vicerversa) y quizá por ello su discurso se atora entre la excesiva fragmentación que incluye demasiadas peripecias y circunloquios los cuales terminan por agotar al espectador, el cual concluye que casi nada se ha desarrollado a plenitud, si bien se siente atraído hasta el final por la deslumbrante visualidad—fotografía de fuerte énsafis en lo policromático, dirección de arte, planimetría— por supuesto, con un sentido semantizado, y el destacado trabajo de los actores, sobre todo, como es de imaginar, de las actrices: su musa, María Villar; Agustina Muñoz, Ana Cambre…

Seguiremos tras la pista de los corales festivaleros.

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