DDT Autor: Adán Iglesias Publicado: 21/09/2017 | 07:01 pm
Mi hija Daniela no se explica por qué razón a mí me gustan el masarreal y la gaceñiga, por qué me hace daño el aire acondicionado y cuál es el motivo por el que no soporto hablar más de tres minutos por teléfono.
Yo le explico que es un problema de costumbre. Soy de una generación en la que el masarreal era el rey de los dulces, junto a la tortica y el panqué. Idem con la gaceñiga y el chivirico, este último lamentablemente desaparecido.
Nunca tuve la posibilidad, como la mayoría de mis amigos y amigas, de tener un aire acondicionado en el cuarto, ni siquiera un BK ruso, y mucho menos un split. Tampoco fue mi familia, como muchas otras de mi cuadra, de las beneficiadas con una línea telefónica y su respectivo equipo receptor y transmisor, o sea, un teléfono. Para hablar por dicho adminículo de comunicación debía caminar medio kilómetro, hasta la avenida de Carlos III, hacer la cola del teléfono público y solo consumir tres minutos de comunicación, que era lo establecido, aunque algunos se extendieran descaradamente.
Estos recuerdos no afloran con rencor ni nostalgia. Simplemente fue una etapa de la vida que no olvido, como tampoco olvido a los llamados «cheos». Estos últimos eran personas (jóvenes y menos jóvenes) que vestían de manera extravagante, mal combinados, llevaban peinados rimbombantes y de poco valor estético, al menos para la mayoría de las personas normales. Llámese «normales» a aquellos que no intentaban sobresalir de esta manera.
Estos personajes muchas veces se hacían acompañar de una inmensa radiograbadora de casetes, con bafles asimétricos y despampanantes, que también podrían llamarse «destimpanantes». Si alguien no recuerda este tipo de personaje, puede remitirse a un antiguo documental del realizador Enrique Colina, llamado así: Los cheos. Este audiovisual los retrata claramente.
«Los cheos», cuya estética se quedó varada entre los Boney M y Sandokán (con perdón de ambos), se encargaban, sin previo encargo, de esparcir millones de decibeles de la música más estridente de moda. Los repartían en todos los lugares: el balcón de su casa, la puerta del solar, la cola del pan, la orilla de la playa, el funeral de un amigo, incluso dentro del ómnibus repleto. No les importaba si la gente deseaba escucharlo. Ellos eran los elegidos, y su música, «la mejol».
Han pasado los años, muchos años, y vuelve el fantasma del «cheo» a pernoctar las calles de la ciudad, sus espacios, sus ómnibus repletos. Ya no con inmensas radiocaseteras. No, ahora basta con pequeñas bocinas mp3, pero con igual despampanante y agresivo volumen. Han regresado, algunos con sus peinados ridículos, a enrarecer el ambiente sonoro y la tranquilidad de todos.