La concepción del personaje de Félix (Matheus Solano) trasluce la más evidente homofobia y Paolla Oliveira es de una belleza tal que el espectador se ve tentado a justificar los mil dislates que ella emprende. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 06:51 pm
Tan esclavizados por la mentira, el doblez, la hipocresía y el simulacro aparecen casi todos los personajes, principales y secundarios, de la telenovela brasileña de turno, que cuando el espectador se aventure a dilucidar la trama, desde la verosimilitud, se percatará de que los personajes jamás actúan de manera racional, realista, práctica o normal. Y es que el desatino y la caricatura dominan a buenos y malos, ambos bandos abroquelados en sus respectivas esquinas de candorosa inocencia o exacerbado y morboso rencor. Solo si la impulsiva Paloma le atribuye improbable maldad al inocente de Bruno, e ignora la evidente malevolencia de Félix, los amantes vuelven a estar separados, solo si los padres deciden mantenerse sordos y ciegos ante la alardosa homosexualidad del hijo, podrá avanzar el forzado argumento de Rastros de mentiras.
El placer de entregarse, todos los días de entresemana, a este momento de anulación de preocupaciones, mediante una trama enrevesada y perturbadora, en un carrusel de peripecias y enredos filiales (y criminales) donde todos los días ocurre algo sorprendente, y afloran secretos o surgen nuevas intrigas, con los personajes atrincherados en sus tres o cuatro virtudes cardinales, o defectos concluyentes, se arruinaría si el espectador tratara de interpretar el argumento a la luz de ciertos equilibrios dramatúrgicos indispensables, o del más elemental y realista de los razonamientos.
Cuando el espectador dispuesto a cuestionar y comprender se coloca en el papel de uno de los personajes, y decide que las soluciones viables a los numerosos conflictos son tales y tales, un tanto de franqueza y otro de humanidad, ahí mismo se tropieza con la necesidad de los autores (sobre todo los guionistas) de violar la sensatez más elemental y de estirar hasta lo indecible situaciones absolutamente artificiales, deudoras hasta de los cuentos de hadas, con un malvado que le roba bocadillos y gestualidad a la Maléfica de Disney, y una heroína recortada en el molde de tantísimas princesas cándidas e imprudentes.
Porque Amor à Vida (que así se llamó en su idioma original) necesita la casi completa parálisis intelectual del espectador, y la entrega acrítica a su trama chillona y sensacionalista, a cambio de una cierta dosis de diversión, concebida sobre la base de espectacularizar las miserias morales, el envilecimiento, o los fatales errores de sus estereotipados personajes. Félix y Paloma reciclan el mito fundacional de Caín y Abel, y al igual que sus antecesores bíblicos, representan la quintaesencia de la maldad y su contrario. La muchacha abandona su esencia casi angelical solo cuando debe incurrir en ciertos impulsos lamentables, y juicios formados a la ligera, cuya consecuencia natural será la prolongación de la serie en 50 o 60 capítulos.
Porque hemos visto a la inteligente Paloma, a la bondadosa Paloma, sometida a giros inverosímiles del guion, y devenida imbécil o fiera, incapaz de percibir lo evidente. Porque de todos modos, lo único importante es que ella termine por conquistar su felicidad, hija pródiga, y marido sexy y enamoradísimo. Supongo que no exista ningún espectador lo suficientemente cándido como para dudar de que la muchacha alcance conquistar sus propósitos, por mucho que el sádico guionista la coloque en posición de hacer el ridículo, y deba vadear un Niágara de malas acciones y equívocos. Además de su casi angelical talante, la actriz Paolla Oliveira es de una belleza tan absoluta que el espectador se ve tentado incluso a justificar los mil dislates que ella emprende con un entusiasmo y convicción del todo increíbles. Porque si ella admite 500 veces que se equivocó con Bruno, será preciso admitir que solo le impide subsanar el error un guion que no considera oportuno, todavía, la reconciliación de los amantes.
El caso de Félix parece más complejo, pero, visto de frente y de cerca, se trata solo de otra caricatura simplista y mal intencionada en tanto solo fomenta la malquerencia y el prejuicio. Humillado por el padre machista, y codicioso de la herencia familiar, el hermano mayor de la protagonista se convierte, desde el primer capítulo hasta el último (aunque de seguro hacia el final le regalen alguna posibilidad de redención), en un dechado de corrupción, crimen y odio. Es iracundo y despectivo a causa de una homosexualidad, al mismo tiempo oculta y bambollera; es mentiroso y manipulador; es hiriente y desalmado… en fin, que la concepción del personaje trasluce la más evidente homofobia. Para evitar acusaciones, los guionistas colocaron una pareja gay tan tierna y agraciada, tan pero tan perfecta, que solo pretende compensar el estilo carrocero, histérico y descomedido con que el actor Matheus Solano asumió su personaje.
Sin embargo, no sería justo hacerle un juicio totalizador a la telenovela solo a partir de un elemento prejuicioso y estimulador del prejuicio. La dirección de Wolf Maya y Mauro Mendonça Filho resulta escuálida de conceptos, pero cariñosa con las matrices audiovisuales del género, y agradecida con el oficio de los intérpretes más talentosos. El guion de Walcyr Carrasco se mueve entre el rígido esquematismo que gobierna el diseño de los personajes, y los golpes de efecto o giros sorprendentes (sobre todo amparados en situaciones tan socorridas como los encuentros casuales, la amnesia o los escándalos urdidos hoy y revelados mañana) que tratan de dinamizar la intriga principal, convenientemente aliñada con subtramas como los sucesivos y superpuestos triángulos entre Pilar, César y Aline, donde le toca a esta última el papel de la vampiresa vengativa y sin corazón; o el trío de Leyla, Tales y Nicole, que reitera los extremos de la bondad y la maldad, esta vez representados por dos muchachas unidas por un galán vulnerable y errático.
Rastros de mentiras por lo menos nos libera, a quienes disfrutamos del melodrama ancestral devenido telenovela, de aquellas tramas donde los secretos permanecen ocultos durante cien capítulos, y los malvados hacen retroceder todo el tiempo a los héroes (Avenida Brasil, Imperio). El interés se sostiene con asombrosas revelaciones que alteran ligeramente las fronteras entre los buenos y los malos, de modo que constantemente se reactiva el pugilato entre los bandos que van ganando o perdiendo sucesivamente, y así se mantienen en alto las expectativas del público con los alternados avances del equipo Félix-Aline-Glauce-Leyla-Jacques-Silvia-Maciel, contra la comparsa de inocentes desprevenidos que conforman Paloma-Bruno-Nicole-Pilar-César-Lutero-Atilio, con el alivio cómico en las muy eficaces caracterizaciones de Marcia (Elizabeth Savalla) y Valdirene (Tatá Werneck). Respecto al humor, también se percibe la tendencia a localizar toda grosería, zafiedad y exageración en la clase pobre, mientras que el refinamiento y la inteligencia parece patrimonio de burgueses y potentados. Las excepciones confirman la regla.
Las muy eficaces caracterizaciones de Marcia (Elizabeth Savalla) y Valdirene (Tatá Werneck) aportan a Rastros de mentiras un humor que se agradece.
De todos modos, habrá que admitir la tremenda eficacia de esta telenovela para domeñar los códigos del melodrama desmelenado, y conseguir, una vez cada tanto, escenas muy notables, concebidas a partir de los espectaculares encontronazos entre algunos de estos personajes ciertamente extremados y a veces caricaturescos. Porque la expresión del eterno choque entre bajas pasiones e ilimitadas noblezas genera la llama augusta de una tragedia que conmueve e ilumina. Y al fin y al cabo, tal vez criticar la telenovela brasileña de horario estelar sea un acto tan inútil como cuestionar la trivialidad de ciertos actos mecánicos y las costumbres asentadas a lo largo de décadas, porque ya forman parte indisoluble del entramado que llamamos cotidianidad.
Sin embargo, me permito recordarle al lector que hubo un tiempo cuando las telenovelas brasileñas llegaban a nuestros hogares como naves flamantes, cargadas de tributos en forma de ideas poderosas, cuestionamientos necesarios, retales de conocimiento, y finas prendas de apreciable valor cultural. Es posible que tales ofrendas jamás retornen a nuestros puertos. Pero no puedo dejar de extrañarlas, aunque disfrute a mi manera Rastros de mentiras: hoy me indigno con la falta de imaginación en la solución de un trance, y mañana me dejo arrastrar por la esperanza de que Paloma, magnánima, perdone a ese ser maligno, a veces patético, que tiene como hermano, y lo abrace con un nocaut de humanidad y buenos sentimientos.