En las tablas dejó huellas memorables con obras como Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero o en su mítico mano a mano con Adolfo Llauradó en En el parque, del ruso Alexander Guelman. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 06:15 pm
El corazón me dio un vuelco doloroso cuando leí la noticia este lunes en las redes sociales: daban por muerta a la gran Alina Rodríguez, a quien no concibo de otra forma que no sea viva, viva siempre. No, no podía ser. Era una broma macabra, pensé, y pasé la página.
Lo negué también cuando desde Camagüey me llamó alarmada esa pintora fabulosa nombrada Ileana Sánchez para interrogarme si era cierto que un cáncer fulminante se había atrevido a desafiar la ya ganada eternidad, llevándose a la actriz primerísima, imaginando que cuando se provoca la ausencia física se consigue debilitar la memoria de un pueblo que ella definitivamente enamoró, por su probada capacidad para convencernos de que nadie más que ella, la Rodríguez, podía convertirse en María Antonia, Lala Fundora, Justa, Carmela, la enfermera de Vestido de novia...
Recuerdo aquella entrevista en que a raíz de que en un mismo año el cine nacional se luciera con su presencia en tres películas: Conducta, de Ernesto Daranas; Contigo pan y cebolla, de Juan Carlos Cremata; Vestido de novia, de Marilyn Solaya, le preguntaran si existían los malos actores, a lo cual respondía que seguramente, como también los había ingenieros, arquitectos, médicos..., porque no habían escogido bien sus carreras. A ella misma le pasó cuando creyó que su destino estaba en ser técnica en Anatomía patológica. Pero por suerte para la cultura cubana, logró encontrar su mejor camino: la actuación, y en 1982 se graduó en el Instituto Superior de Arte.
Y un lustro después la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y el Festival de Teatro de Camagüey ya la estaban reconociendo con una mención por su desempeño de excelencias en la pieza En el Parque, bajo la dirección de Vicente Revuelta, con otro monstruo de la escena como contrapartida: Adolfo Llauradó. Pero ese era solo el comienzo, pues Alina prestigiaría una y otra vez las tablas. De hecho, aún se habla de lo que significó para su carrera una obra como La boda o como Contigo pan y cebolla, que Juan Carlos Cremata rodó, con ella de protagonista, para las salas oscuras (también la llamaría para Chamaco y otra de Quintero, El premio flaco).
Una experiencia que sin dudas disfrutó «porque ya llevaba muchos años haciendo Contigo pan y cebolla, que comencé con Héctor Quintero en 1994, en el teatro, y fue un clavo ardiente lo que me dejaron, porque lo había hecho anteriormente y con un éxito total Bertha Martínez, una excelente actriz y directora de teatro, y la verdad es que tuve que esforzarme mucho para poder acercarme en la medida de mis posibilidades a Bertha Martínez».
La Uneac tampoco pasaría por alto su papel en la serie televisiva La séptima familia, un medio que logró que un país se pusiera a sus pies cuando en Tierra brava atrajo sobre sí todas las miradas. Sucedía de un modo natural, sencillamente se le daba, porque Alina jamás demostró preferencia alguna por un personaje. «Los que más me han interesado en determinados momentos —admitió en cierta ocasión— son los más trágicos, los más dramáticos. Pero en general trato de buscarles lo mejor y lo peor que tengan».
Idéntico en el cine, que la amó (ahí quedan para demostrarlo filmes como Otra mujer, Alicia en el pueblo de Maravillas, Lista de espera, Miradas, Fábula...), después de que Sergio Giral la convocara para que interpretara la heroína controvertida y pasional que creara Eugenio Hernández. María Antonia la situaría en 1991 en la cima, por actuación, en el Festival Latino de Nueva York, cuya Asociación de Cronistas de Espectáculos le concediera el Premio ACE 2011 por su rol en El premio flaco. Todo parecía indicar que, como Cuba, esa ciudad la veneraba, porque su Carmela de Conducta tampoco encontró contrincantes en el Havana Film Festival de 2014.
Justo Conducta fue su último papel inolvidable. Un personaje que aceptó por la humanidad que tenía Carmela, que la atrajo por «ese sentido de la verdad, de unos principios bien claros ante la vida, de defender lo que ella creía positivo sin importarle el resto de la gente, de defender a esos niños que ama por encima de todo. Me pasó lo mismo cuando leí el primer capítulo de Tierra brava... Tú sientes que hay algo ahí y dices: “ay, esto sí, lo puedo hacer” porque, desde que te estás leyendo el guión, ya el guión te conmovió.
«Hay algo que a mí me pasa con Carmela, pues ella simboliza no solo la maestra —ya mirándola desde afuera—, para mí Carmela simboliza toda la gente que ha trabajado muchísimo, que se ha esforzado, que quiere hacer las cosas bien, que está en contra de dogmatismos, de todo lo que está a su alrededor que pueda entorpecer».
Nacida en La Habana el 4 de octubre de 1951, siempre se interesó por «los roles que tienen algo que decir interesante, que hagan reflexionar a la gente, que los mueva, que sea un personaje bueno y un guión bueno, algo que no siempre ocurre, siempre no nos toca».
Quienes la conocieron personalmente, la adoraron por su franqueza, esa manera maravillosa que tenía de pecar «por decir cosas que la gente se calla y los que están alrededor mío dirán: “Se pasó, no tenía que decirlo, ahora no es el momento”. Pero nunca es el momento para decir algo. La gente se va por ahí. He tenido que aprender a controlarme mucho en la vida porque no siempre, cada vez que uno dice algo, cae bien; mas sí digo las cosas de frente. En sentido general yo sí suelo decirlas. (...) No creo haber tenido tanta contención y diplomacia en la vida».
En lo profesional, para Alina todo estaba claro, creía en la responsabilidad de los artistas e intelectuales en general para contribuir a cambiar y a mejorar su país.
En otra oportunidad aseguraba que en su profesión nada resultaba fácil: ni la televisión, ni el cine, ni el teatro. «Todo lo que hace uno con su mente, con su corazón, es difícil. Son carreras que requieren un esfuerzo intelectual y también físico. En la televisión, que tanto he hecho, cada vez que me enfrento a un personaje nuevo es como si empezara por primera vez. Mientras más haces, más tienes que exigirte, porque la gente cada día espera más de uno».
Como actriz, le encantaba tomar el texto que le ponían en las manos y hacerlo suyo. «Hacerlo natural, orgánico. Hay como una violencia entre la manera de expresarme yo y la del personaje, pero el actor tiene que vencerla». En esa lucha creativa en busca de la perfección, Alina Rodríguez terminó siempre triunfante.