Tocar el fuego primigenio, el espíritu de una ciudad. Veneración apuesta a lo inasible… o será que el verso y la canción todo lo pueden.
Santiago de Cuba es una guitarra. En su villorrio fundador nació Miguel de Velázquez, primer músico de la Isla. Tañedores de vihuela hubo en la tropa de Hernán Cortés, cuando partió de esta región rumbo a la conquista de México. Acaso mítica, Teodora Ginés tocaba la bandola por las calles, las mismas por donde aparecieron, andados los 1600, los desfiles de mamarrachos, antecedentes de los carnavales.
A fines del siglo XVIII, Esteban Salas convirtió la catedral santiaguera en un verdadero conservatorio. En los albores de la centuria siguiente, con la emigración franco-haitiana desde la excolonia de Saint Domingue, llegó un universo de creencias y ritmos. Poco a poco, una tropa de juglares asaltó los barrios, guitarra en mano… y comenzó la bohemia. Desde entonces, no hay madrugadas sin cuerdas en Santiago de Cuba.
Entre tijeras y boleros, Pepe Sánchez hizo Tristezas (1883), primera gran síntesis vocal de la música cubana. En pleno siglo XX, Sindo Garay calificó uno de los bares de la ciudad como Scala de Milán de la trova. No había estudiado música, como tantos; pero sabía dónde poner el acorde, sabía muy bien lo que decía. Los trovadores reconvirtieron esquinas y corredores en teatros, y se las arreglaron para atrapar en el aire el sustrato del bel canto estrenado en el Teatro de la Reina, luego Oriente. Y legaron la poesía conmovedora y sutil, imbatible y eterna que, traspasando todos los olvidos, logró seducir a los grandes escenarios del mundo.
Santiago de Cuba fue la artesa donde el son comenzó a expandir su sonido de montaña; donde una pléyade de guitarreros y cantadores hallaron su fusión definitiva.
Aunque la frase de «cuatro grandes de la trova tradicional» suele reservarse a Rosendo Ruiz, Alberto Villalón, Sindo Garay —todos santiagueros—, y al caibarenense Manuel Corona; los desvelos y grandezas, el último desgarrón de amor, la picardía criolla, fueron constantes de toda una generación. Fieles e irreductibles, nada les hizo capitular. La guitarra fue su manera de aferrarse a la vida. Don Miguel Matamoros, Compay Segundo y Ñico Saquito son columnas de esa heredad.
Veneración intenta devolver la estirpe. Y detrás de cada tema, asoma una historia.
La riqueza tímbrica y la pluralidad de formatos musicales —de los solistas y los dúos hasta el formidable septeto— es una de las apuestas del disco. Detenerse en algunos títulos de un álbum antológico, donde se entrelazan autores legendarios, es siempre un riesgo.
Resulta inevitable, sin embargo, apuntar el señorío de Reinaldo Creagh y el Septeto Santiaguero en Sublime ilusión, de Salvador Adams, la lección de autenticidad de Eliades Ochoa y el Cuarteto Patria en Como cambian los tiempos, de Lorenzo Hierrezuelo —el célebre creador del dúo Los Compadres—; la sólida herencia de la Familia Valera Miranda, en su excelente versión de Vendo agua, de Francisco Repilado, y la estampa raigal del Quinteto de la Trova al asumir Frutas del Caney, de Félix B. Caignet.
Dos interpretaciones de lujo, cada uno en su cuerda, se reserva a dos gigantes de la composición musical: Zulema Iglesias en Dame la mano, de Enrique Bonne, y la voz de terciopelo de José Armando Garzón con el universal Murmullo, de Electo Rosell, «Chepín». El joven septeto Azabache se revela en la bachata La Fórmula, de Cándido Fabré, y el trovador José Aquiles regala su canto a la ciudad de siempre, insólita, bravía, enamorada.
La gema final la corona el Órgano París, como un caballero antiguo, enhiesto aún en época de sintetizadores.
La casa disquera Bis Music ha entregado con Veneración, un tributo a la cultura santiaguera, y con este, a uno de los pilares de la identidad nacional. Los maestros de las artes plásticas Antonio Ferrer Cabello, José Julián Aguilera Vicente y Miguel Ángel Botalín dejaron su huella en el fonograma; y un hijo ilustre de la tierra de Heredia, Luis Carbonell, desliza a modo de pórtico, la décima de Gabriel Soler.
Federico García Lorca, el granadino color aceituna, se inspiró en una ciudad de «cintura caliente y gota de madera»; Paul McCartney saltó de las Bahamas a la Casa de la Trova, para escuchar los cantos de una ciudad anfiteatro, de una ciudad rotunda, en la que no cabe asombrarse de nada.
Veneración tiene el nombre bien puesto.
El álbum se inscribe en el legado profundo de la tradición, pero no se apega a las cenizas, sino a la vitalidad. Ahí radica uno de sus aciertos. Veneración es, a la vez, brasa viva y manantial inagotable de la música cubana.
(Este texto mereció para su autor el Premio Cubadisco en la categoría de notas discográficas)