Los actores Alejandro Socorro y Rachel Cruz. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:08 pm
Leí en algún lugar, quizá en este mismo periódico, cuando se promocionaba la pronta salida al aire de Añorado encuentro, que en algún momento se pensó proponerle a la reconocida guionista Maité Vera (El viejo espigón, La peña del león, Violetas de agua) la secuela y actualización de Al compás del son, un singular y muy eficaz experimento intergenérico, de perfil histórico-musical, que todavía puede verse con agrado cuando se retransmite. Quizá fue imposible levantar la producción de tan ambicioso proyecto; tal vez la escritora prefirió aplicarse a escuchar las palpitaciones de la actualidad y, a partir del texto de la célebre canción, compuesta por Alberto Vera y Giraldo Piloto, fabricar esta telenovela de corte clásico, más interesada en dramatizar la vida privada de un grupo de personajes —es decir, en los triángulos amorosos, el adulterio y las rupturas o emparejamientos, incluidas las diferencias de apreciación entre las diversas generaciones— que en convocar un reflejo realista, documental o testimonial de nuestras complejas circunstancias, como sí lo intentaron recientes teleseries en el estilo de Diana o Aquí estamos.
Porque a pesar de los ilustres ejemplos cubanos en la pugna por atribuirle a la telenovela credibilidad y naturalismo, el género en su conjunto continúa afiliándose más al sentimentalismo, la evasión y el estereotipo que a la complejidad propios de la literatura o del teatro y el cine realista y de vanguardia. De modo que, una vez puesto en claro el propósito de quienes la concibieron y realizaron (no hay que pedirle peras al olmo ni verismo a la telenovela clásica) se sabe que seremos testigos, los que dispongamos de paciencia, resignación y mucho amor por el género de los enredos amorosos, de las cuitas, y añorados o fortuitos reencuentros entre cuatro personajes principales: Orestes (Vladimir Villar) y Lucy (Amarilys Núñez), por un lado; y la hija de Lucy (Rachel Cruz) con su novio de infancia, Yanko (Alejandro Socorro). El máximo de emotividad proviene entonces —al igual que sus coetáneas al aire, las brasileñas Ciudad Paraíso y Niña Moza— del ocasional y súbito alejamiento entre las parejas románticas, y el empate final propiciador del «…y fueron muy felices, y tuvieron muchos hijos», como si la felicidad estuviera ligada, indisolublemente, con la contribución al elevamiento de la tasa de natalidad.
Resulta superfluo hacer hincapié en los años luz que separan lo que estamos viendo en pantalla y nuestra realidad cotidiana. Hablar de tales personajes, en tales oficios, con tales maneras de vivir y actuar, reclamaba otra visualidad, otras soluciones dramatúrgicas, diálogos más naturales, menos mansedumbre y formulismo; pero todo ello constituiría otra obra, y ahora nos toca hablar de la que ocupa tres días a la semana, y que se encarga de pintar en tonos pastel la cotidianidad. Sí, estoy tratando de decir que la telenovela, como género heredero y subordinado del melodrama teatral, el folletín y la radionovela, se define por su entraña evasiva, esquemática, edulcorada y tramposa. Y el público admite el embuste, y le entrega su complicidad, solo si está dicho y hecho con la gracia conveniente, y la habilidad para hacerle creer que se está hablando de su propia intimidad, muy enaltecida, romantizada, idealizada.
En el camino al subterfugio seductor habrá que admitir entonces situaciones de absoluta inverosimilitud como esos diálogos transoceánicos, entre Dinamarca y Cuba, a golpe de webcam y Skype, accesibles solo en la casa de Karla. Tendremos que creernos los interiores daneses resueltos con el peor talante, la excesiva ingenuidad de personajes como Yanko (es incapaz hasta de contar las semanas para darse cuenta que es imposible su paternidad) y los siniestros cálculos de algunas jovencitas, malvadas y fatales, quienes parecen sacadas de alguna exagerada película silente; y por supuesto, también habrá que tragarse los giros a veces inverosímiles de la acción, y los recogedores de basura que a toda hora entonan lo mejor de la cancionística mundial, radiantes con el encantamiento de ir barriendo las calles…
A pesar de sus «limitaciones», y de saber que jamás entrarían en juego conflictos distintos de los que siempre aborda la telenovela habitual, en un primer momento todavía pensaba que Añorado encuentro podía sorprendernos con una historia inspiradora, sobre amores circunstancialmente interrumpidos, vueltos a reanudar, en una suerte de entusiasmo romántico cabalgante entre la predestinación y la posibilidad de eternizar la atracción y el afecto fortuitos. Porque tanto la telenovela cubana como las brasileñas arriba mencionadas discursan sobre amores imperecederos sometidos a la prueba del tiempo y de la intolerancia, y hablan sobre la fidelidad, la diferencia de valores, la mentira, el resentimiento y el perdón al interior de la pareja. Y si al fin y al cabo estamos en presencia más o menos del mismo relato de siempre, ¿cuál es la causa entonces de que Añorado encuentro —y también Ciudad Paraíso— resulte tan aburrida en su implacable reiteración y chatura, sus tramas parezcan infinitas, colmadas de personajes esquemáticos y de una obviedad casi ofensiva?
Mayormente rodada en estudios (los de nuestra televisión hace como dos décadas han perdido casi toda posibilidad de simular con verosimilitud los interiores domésticos cubanos y mucho menos los exteriores de una cafetería, un hospital, etc.) y con una lamentable orfandad de algún estilo discernible en cuanto a la fotografía, la edición o la dirección de arte, solo nos quedaba la posibilidad de refugiarnos en el poder de las actuaciones, a la hora de asumir los estira y encoje del guión, que espolea sus personajes al abandono y al regreso, al delito, el presidio y la redención, al luto y al sexo, en una tupida red de peripecias que estarían aptas para entretener a cualquier espectador si la puesta en escena hubiera ponderado la visualidad, y trascendiera el antiquísimo vicio televisivo de reproducir en un set los avatares de la radionovela (si alguien prueba a escucharla solamente, se da cuenta que apenas se pierde algo de lo que la obra significa).
Antes de abordar los problemas de actuación, importa celebrar otra de las buenas ideas que tiene el guión, estropeada por el escaso interés de los realizadores en sublimarla y explotarla dramáticamente. Habida cuenta de que los hogares resultan la fuente del conflicto para jóvenes y adultos mayores, se presenta el proyecto cultural que articula ruedas de casino y danzón como un espacio de convivencia, creatividad y terapia grupal. Sin embargo, en lugar de convertirse en epicentro dramático, coartada para la espectacularidad audiovisual, en tanto garantiza la interacción de todos los personajes y permite mayor libertad de la cámara, de los movimientos y de las actores devenidos danzadores, los momentos bailables son percibidos en tanto digresiones, puntos muertos, lastre apenas dramatizado en los cuales muy pocas veces ocurre algo importante, como debiera, en cuanto a los conflictos principales de los personajes.
También creo que el guión funcionaría mucho mejor si una buena parte de los intérpretes hubiera logrado convencernos de que están tratando de insuflarles vida a personajes que intentan parecerse a seres humanos. Aunque Añorado encuentro tiene la virtud de rescatar y favorecer el trabajo de tres generaciones de intérpretes, escogidos por suerte más allá de todo prejuicio con la edad, la fotogenia o la raza, la dirección de actores resultó incapaz de solventar evidentes conflictos de métodos, ni alcanzó a solucionar los vicios o acomodamientos de algunos histriones, consagrados o noveles. Nancy González y Alejandro Socorro intentaron expresar esa bondad e ingenuidad casi inconscientes que caracterizan a Soledad y Yanko, pero ambos quedaron en lo externo y en la pose; Amarilys Núñez contiende con todos sus recursos para otorgarle matices y humanidad a Lucy, un personaje concebido desde el esquema redundante (es la mala, la que se fue, la que arrastró a la hija e intenta manipularla, la que traicionó dos veces a sus respectivas parejas); Natacha Díaz, Paula Alí, Adria Santana y Rubén Breña reconfirmaron la clase estelar que les permite lidiar airosamente, cada uno desde su particular arsenal, hasta con los textos o las situaciones donde hubieran fallado histriones menos hábiles.
A Mario Balmaseda se le notó casi siempre incómodo, como si estuviera haciendo su papel a regañadientes, algo incomprensible en un actor con demostrada maestría a la hora de adueñarse por completo de sus personajes; Larisa Vega ha derivado, sin transiciones, de primera figura a un papel secundario, insignificante, que la actriz acomete con su empatía y apostura habituales; Monse Duany y Tamara Morales quizá pudieran dinamizar su dicción, quitarle altisonancia, excesiva corrección y teatralidad, mientras que Rachel Cruz, la joven y prometedora actriz protagonista, pudiera trabajar en un sentido contrario, es decir, mejorando la claridad de lo que dice sin restarle la prestancia y sinceridad que ya posee; y me parece excesivo, e innecesario, extenderme en los problemas obvios de engolamiento, falta de organicidad, desgobierno del tono y la expresividad que atacó a varios actores fundamentales, incluso protagónicos. El lector sabe sus nombres, igual que yo, pero continúo negándome a que la crítica de una telenovela conduzca a juicio sumario o inventario de catástrofes.
Y si hablamos de telenovela y de melodrama, es indispensable referirnos a la música como elemento de apoyatura indispensable. La canción tema, en un hermoso y funcional arreglo de Juan Antonio Leyva y Magda Rosa Galbán, en certera interpretación de Beatriz Márquez y Leoni Torres, le insufla nuevos bríos a la clásica canción recreada soberbiamente por Vicentico Valdés, Pablo Milanés y Elena Burke. Además de la presentación y la despedida, con la robusta actualización de un tema clásico, la telenovela pedía mucha más música, y una apropiación más significativa del espíritu que encarna la música empleada.
A pesar de que en general la más reciente telenovela de Maité Vera permite advertir la capacidad de la autora para atrapar algunos de los conflictos y actitudes que signan nuestra realidad (la emigración, el sexo irresponsable, el adulterio, el alcoholismo, la corrupción y otros), al tiempo que honra la capacidad de perdón, de subsanar errores y empezar de nuevo, también se percibe, a duras penas encubierta por la «actualidad» y la aspereza de ciertos temas, la improcedencia dramática de paradigmas vetustos, provenientes de los años 70 u 80, relativos a la heroína y el héroe positivo en Cuba, como alguien inmaculado, casi de mármol, cuya espiritualidad podía volar en hombros solo del estudio y el trabajo, como si los seres humanos no fuéramos infinitamente más complejos. Pero ya escribí antes que la telenovela no admite mayores complejidades, de modo que solo nos queda desearle al melodrama cubano contemporáneo y televisivo, la altura humanística y la capacidad para conmover de Grey’s Anatomy, o de El derecho de nacer, porque el espectador despide una telenovela nacional y espera por la próxima, añorando tan solo el momento…