Portada de la novela El harén de Oviedo, de Marta Rojas Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:06 pm
El harén de Oviedo (Letras Cubanas, 2010), merecedora del agudo comentario de Mirta Yáñez «…con copioso lenguaje organiza un mundo donde el lector termina por involucrarse emotivamente», constituye, en su esencia, el aprendizaje de toda una época de nuestra historia de hace dos siglos atrás.
Coincido con Mirta, profunda estudiosa de literatura y narradora ella misma, en sus observaciones fundamentales: No cabe duda de que 400 páginas dan fe de la copiosidad de un lenguaje que Marta Rojas, además, adecúa al contexto histórico de forma que las palabras parecen nacidas en el mismo momento en que se narran los profusos acontecimientos y se describen los muchos personajes que integran la novela.
El público lector, efectivamente, termina conquistado emocionalmente por los avatares que sufren, soportan y hacen estallar a la prole integrada por 26 descendientes mulatos y bastardos del conde Esteban Santa Cruz de Oviedo, señor que recibe más de un epíteto peyorativo: «Todopoderoso misántropo del harén de la Santísima Trinidad», y «Demonio pervertido, depravado, escandaloso».
Sin embargo, quisiera abundar en otros aspectos de la novela, que según las reseñas a las que he podido acceder hasta el presente, no han sido abordados; creo que en eso consiste la utilidad de las críticas literarias: en su diversidad y no en la semejanza, en las aparentes contradicciones y no en la repetición de opiniones.
El lenguaje que utiliza Marta Rojas en El harén de Oviedo, como ya apunté, es delicadamente decimonónico. Las escenas eróticas aparecen veladas y no explícitas. Aunque las palabras que dan cuenta del acto amoroso permiten saber claramente lo que sucede, debemos aportar según nuestra propia imaginación, el desenvolvimiento del acmé gozoso del cual nos habla la autora. Veamos esta descripción del momento en que Enriqueta (hija mayor de Esteban, la «niña preciosa» nacida del vientre de una mujer a quien dedicaré líneas aparte) tiene amores con José Cipriano, uno de sus cinco amantes, en un barco:
«Una paloma dentro de una jaula de alambres plateados estuvo revoloteando durante el tiempo de las retribuciones amorosas de la pareja, hasta que escapó por la escotilla». En general, las referencias a la sexualidad están matizadas por el vocabulario propio de la época: «sembrar la fructífera semilla» en lugar de eyacular, «calamidad de hombre sin brío alguno» para describir el pene flácido y, sobre todo, la narración de una noche voluptuosa, donde la escritora se esmeró en la búsqueda minuciosa de palabras que reflejaran la intensidad de ese momento: «noche de crujientes andanadas, restallante, sin dar lugar al repliegue, en constante recuperación, noche de recobros inmediatos, sucesivos, dilatados y hormigueantes».
Considero que la similitud entre el lenguaje y el suceso enmarcado en el final de los años mil ochocientos, es un acierto. No resulta fácil remontarse lingüísticamente a esa época, que ahora puede parecernos rotundamente pacata en materia de libertades sexuales. Otro tanto sucede con la intrahistoria, aspecto ya señalado por otros escritores, aunque quisiera añadir que las alusiones a hechos y a personajes obligan al lector y a la lectora a la comprobación de lo que nos habla Marta, por si acaso se trata de su desbordante imaginación.
Así conocimos que en honor a Vasco Porcallo de Figueroa, colonizador español de quien se dice tuvo una descendencia de 300 hijos, el Conde de Oviedo nombró a uno de sus hijos de igual nombre. Y de Ramón Pintó, el peninsular que conspiró contra España, a quien se le acredita la frase «muere un hombre pero nace un pueblo» al ser descubierto y poco antes de morir en la horca, y aprendimos la diferencia entre los eunucos, quienes según la extirpación genital de la cual son víctimas, terminan convertidos brutalmente en castrados o en espadones que no cantan ni procrean, y de ahí viene la diferencia entre los dúos Ulpiano y Crispín y los príncipes Potinio y Bagoas.
Aparecen la Conspiración de la Escalera, el asesinato de Plácido, el maravilloso suceso de La Demajagua, el inicio de nuestra prolongada guerra, y los procederes médicos de la época, muy devotos de la Francia de entonces. Con verdadero deleite recorrí la tercera parte de la novela llamada «1870. El señor se despide», posiblemente el capítulo mejor logrado en cuanto a calidad dramática, resumen de las motivaciones del Conde de Oviedo, revelación abierta de sus mezquindades, y en cuanto al afrancesamiento a ultranza de todo lo referente a la Terapéutica Clínica.
Es obvio que Marta Rojas quiso ser impecable, como lo ha sido Juan Padrón en su ambientación de las aventuras de Elpidio Valdés. Para describirnos la enfermedad final y la muerte de Esteban Santa Cruz, estudió a profundidad la Medicina que, debo decir con justicia, heredamos durante muchísimo tiempo. Todavía se reconoce a esos maestros que legaron a la Clínica, por ejemplo, nomenclaturas insuperables como «el ganglio de Trusseau», «el síndrome de Claude Bernard Horner» y el «Petit Mal», entre otras.
A través de la lectura del capítulo de marras, es posible asistir al nacimiento de la Medicina moderna en Cuba: el primer estetoscopio, traído del norte y llamado biauricular, es el aparato que utiliza el doctor Le Blanch y su consultante en cardiología, ambos franceses, para el diagnóstico de lo que se conoce hoy como edema agudo del pulmón, producido por una cardiopatía isquémica dolorosa. El método de elevar al enfermo con correas suspendidas, utilizado según Le Blanch por Honorato de Balzac, se aplica aquí por primera vez.
Lentamente, la autora va introduciendo la historia natural de la enfermedad, desde el primer vahído hasta la insuficiencia cardíaca que provoca el shock definitivo, a través de la terminología de la época («crepitación burbujeante en los pulmones» y «caxequia cardíaca»), así como los procederes terapéuticos de entonces, sin caer en errores médicos: la aplicación de torniquetes, el uso de sanguijuelas, las sangrías salvadoras, y el precursor de la nitroglicerina actual, el ámpula de nitrito de amilo que se aspiraba cuantas veces era necesario, así como el cocimiento de semillas de llantén por sus bondades diuréticas, fueron parte de las medidas consideradas heroicas ante la gravedad de la situación. No pretendo atiborrar a nadie con mis conocimientos de la materia, pero quiero dejar constancia de la exactitud histórica de este capítulo en cuanto a Diagnóstico y Terapéutica Clínica.
Por último, me gustaría referirme a la figura de la mujer en El harén de Oviedo. A pesar del lugar primordial que ocupa Enriqueta, la primogénita hermosa y desafiante desde el principio hasta el final, son las mujeres esclavas, las madres de los hijos de Esteban, quienes provocan reflexión. Polonia, Isabel, Natalia, Tecla, Ondina, Micaela, Isolina, Agripina y, sobre todo, la misteriosa Ángeles, corrieron la suerte espantosa que sus destinos al nacer señalaban. Algunas muertas en el río, otras suicidas, una de ellas revendida cual mercancía ya inútil, la mayoría descuidada incluso por su descendencia, son fantasmas que recorren las páginas de esta novela, acosadas por el dolor infinito de no haber sido más que infelices paridoras.
Sin embargo, María de los Ángeles (Ángeles a secas, madre de Enriqueta entre otros) representa la única oportunidad de venganza, el deleite de ver sufrir al verdugo, aunque sea por escaso tiempo, en la oportunidad que le brinda la agonía de su antiguo dueño y señor. Esta mujer, favorita del harén, encarna la dignidad de sus compañeras de infortunio, asumiendo la responsabilidad del cuidado de los muchos hijos, propios y ajenos, al decir de la novelista: «Todos los hijos eran más hijos de Ángeles que de sus madres» (pág. 364), aunque al mismo tiempo mantiene el orgullo de una reina que se sabe dueña del tacto de soberana adquirido por su categoría privilegiada. Resulta al menos mínimamente satisfactorio ahondar en el pensamiento consciente de Ángeles, inteligente y profunda, al considerarse a sí misma la indispensable antagonista del señor (pág. 241).
Para concluir, señalo que más allá de la pugna por obtener el beneficio hereditario del Conde, leitmotiv de El harén de Oviedo que a mí personalmente me resulta secundario, es esta una novela rica en el lenguaje, en referencias históricas, en reflejos de varias discriminaciones. Un amplio recorrido por heridas raciales incluso entre siervos y esclavos iguales pero diferentes, y también de género, que bien vale la pena identificar, estudiar, y aunque parezca paradójico, disfrutar al mismo tiempo si las consideramos superadas. Así fuimos. De cierta forma, es este nuestro origen, e ignorarlo no hará bien a nadie, sino todo lo contrario.
(Texto leído durante la presentación de la novela, en La Cabaña)