Foto: Kaloian En Cuba existe una lamentable confusión alrededor del ensayo. Véanse las nóminas de los libros premiados en la categoría de ensayo y se observará enseguida que en el lugar del género se premian investigaciones culturales, por lo general excelentes, vislumbradoras, pero que no son ensayos en absoluto.
Allí donde la investigación cultural se comporta como verificación sobre un fondo de teoría y de comprobación histórica, el ensayo es fluencia de ideas, río de la subjetividad. Para la investigación cultural, el imperio de la subjetividad es un peligro; para el ensayo es un lujo. El gran ensayista tiene como campo de verificación su misma y frondosa subjetividad. El buen ensayista funda su propia teoría; el buen ensayista es su propio referente.
Si lo sabrá Beatriz Maggi, reina del ensayo en Cuba por varias décadas. Cuando la Maggi cita a alguien, lo hace como una gracia, como un guiño, como un antojo del estilo, porque no lo necesita para nada. La Maggi es su propia filosofía; cuando escribe, confiesa (he dicho confiesa y no define) toda una filosofía sobre el mundo, sobre la escritura, sobre la lectura, sobre la vida. Véase, en dicho sentido, La espiritualidad del cuerpo, sentida desde las letras, texto magistral que despide Antología de ensayos (Letras Cubanas, 2008). En esa sabrosa disquisición sobre el maridaje entre cuerpo y alma, entre cultura y naturaleza —maridaje, palabra nunca mejor pronunciada—, la ensayista levanta una recia filosofía de vida que no requiere muletas, aditamentos teóricos, alardes idiomáticos ni otras hierbas. La cultura esencial de la Maggi se basta para parir mundos, para generar nociones y conceptos que emanan casi de su propio cuerpo con la gracia con que la naturaleza se da.
Allí donde otros prefieren lecciones de moral y cívica, la Maggi adopta el pensamiento complejo. En las páginas dedicadas a la película Suite Habana, de Fernando Pérez, leeremos, paladearemos lo siguiente:
«Ese hombre joven que a diario se enfrenta a las sábanas sanguinolentas y purulentas de un hospital, es también hombre cabal cuando a la noche desmiente su sexo y se solaza haciendo su acto de transformismo. Lo ayuda con primor la amantísima mujer enamorada, que lo envuelve en su mirada generosa: amarlo significa también amarle su disfrute de cosméticos y tablado, del oropel de las lentejuelas. Tal es la intensidad con que la Verdad juega a la Mentira; lo Normal a lo Anormal, que aquello que parece veleidad abominable, deja de parecerlo; más bastaría una mirada de “un solo ojo” para que reapareciera la mancilla». (p. 415)
Donde otros verían el placer de lo blasfemo, advierte Beatriz el corrientazo de la Verdad, y esa verdad se relaciona con una máxima martiana: no solo el amor lo puede todo, lo argumenta y lo justifica todo, sino que el amor lo entiende todo, lo comprende todo; lo abraza todo. Esa sabiduría de siglos aparece en la escritura de la Maggi con la transparencia procelosa de un río calmo y siempre abierto, expuesto. La poeta Lina de Feria ha dicho que la escritura de la Maggie atenaza al lector, sometiéndolo, poseyéndolo. La De Feria es aquí exacta como en sus versos siempre: el gozo de la sabiduría ensayística de la Maggi es un gozo sexual. La Maggi, recatada y retirada hace años —a saber— de toda práctica mundana, entabla un diálogo sexual con su lector, en la medida en que produce deseo, genera una necesidad enfermiza, desata una sed que no se sacia fácil. La De Feria lo ha dicho: la Maggi, como Balzac, como Kafka, posee a su lector, y lo peor: ya para siempre.
Lo consigue desde la otra y la primera cualidad que distingue a un gran ensayista: el linaje de la prosa, la identidad inocultable de todo cuanto escribe. La prosa de la Maggi es sinuosa, personalísima; lo precisé arriba: sabrosa. La prosa de la Maggi tiene tanta cultura como mendó. En ese otro ensayo iluminado, El lector confinado, empieza su teoría del engarce lector-escritor por medio de la siguiente construcción: «... Balzac y Kafka... dicen su canción al que con ellos va» (298). Cuando uno lee tanto, vago y vano moral como uno es, se sorprende cerrando de momento el libro y pidiéndole a Dios: «Yo quisiera escribir un día como Beatriz Maggi». Noten la rara música, la cadencia interior de la construcción: «Balzac y Kafka dicen su canción al que con ellos va». Esta mujer está endemoniada, poseída ella misma, y por eso nos somete inclemente, presurosa: porque no le queda otro deber.
Confieso yo también que me gustan mucho los arrebatos con que irrumpen los ensayos de la Maggi. Escuchemos ahora la forma como se presenta el último texto del libro; leamos:
«¿Qué es la naturaleza? Crines sueltas de caballos en estampida; la cúspide, la sima, el plácido valle, la simiente que germina, el manantial que brota, la vaca que muge, la ubre ordeñada que rezuma leche espumosa, la ráfaga de viento que de un latigazo golpea la mejilla, el shuash-shuash salado que lame la orilla, la pampa somnolienta, la cresta que se enfurece y se encrespa para despeñarse sobre la concavidad agazapada que la espera, a la vez ansiosa y temerosa; el suave relente de la madrugada que se asienta sobre el pétalo de una rosa. Y también es naturaleza la muchedumbre que vitorea, el gendarme con el sable en ristre, el rostro que es zajado por una navaja, la cadera que se menea al son caliente, la abeja meliflua, el huracán violento, los hielos árticos, la bola ardiente del sol que nos da luz, calor y vida; los Vesubios, las catástrofes, los ríos embravecidos, el taconeo de la manola en la Península. Amalgama deliberada esta que hago para designar un concepto y una emoción: ¡Majestad!». (451)
A estas alturas de la vida, cuando tanta tinta ha corrido sobre la cultura misma, hay que tener coraje para preguntarse, como cándidamente, y bien, ¿qué es por fin la naturaleza? La Maggi lo tiene. Cualquier muchachito de esos que buscan afanosamente definiciones científicas diría que bah, a qué tanto barullo con todo esto que no es más que novelería. Novelería, sí, de la buena; se dirían entretanto, en medio de un guiño de ojos, Sancho y el Don. En tiempos en que cualquier laboreo con la emoción o el sentimiento está asediado por la sospecha del kitsch y el camp, la Maggi tiene la bravura de puntualizar, literaria y emocionalmente (acaso, por lo mismo, científicamente), qué diablos, es la naturaleza. Yo me pregunto, mientras: ¿Qué diablos, es la poesía si no estas líneas de la Maggi?
He hablado aquí de cultura; nunca de erudición. La erudición es acumulación, pero la cultura es enjundia. La cultura sabe qué hacer con el conocimiento, en lo que la erudición se entretiene con él. Beatriz Maggi es, sobre todo, una mujer culta. Seamos capaces de admitir, con la entereza que la Maggi vale, que esta ensayista, esta pedagoga, esta mujer que ha amamantado a cientos si no a miles de cubanos, merece hace años el Premio Nacional de Literatura. Una vez se lo escuché al maestro Humberto Arenal y desde entonces suscribo perfectamente esa apetencia. Lo dice alguien que no cree en los premios, pero que en este caso me parece justo.
Leamos Antología de ensayos con la fruición a que invita, pero leámoslo también con la responsabilidad que supone esta colección sabia. Recorrámosla convencidos de que el día en que Beatriz Maggi no esté, una quebradura indescifrable se habrá abierto para siempre en los surcos de la Isla y su cultura.