José Joaquín Palma y José Martí fueron grandes amigos. Los unía el ansia por la libertad de Cuba, las penas del exilio y una honda sensibilidad poética. Se cuenta que allá en Guatemala, Palma dio una palmada en el hombro de Martí cuando la muerte de María Granados y compuso versos para estimular espiritualmente al Maestro. Para elogiar las virtudes del rapsoda bayamés, escribe el Apóstol esta crónica que se publica en La Juventud, en 1889.
José Joaquín Palma*
Con su hija América Ana de la mano, vestida de luto, acaba de llegar a New York, de paso para Guatemala, el poeta que ha sabido poner en sus versos toda la ternura de su corazón y el fuego inextinto de un patriotismo puro. No en Cuba sólo, sino en toda nuestra América, se leen sus serenatas, que suenan a guzla, y las décimas en que recuerda y predice nuestras glorias, y sus cantos valientes al progreso, y las estancias de fina y aérea composición, donde ha logrado aprisionar en palabras la música errante que vuela por lo invisible, y las nobles tristezas de un alma que va repitiendo el terceto del Dante, por «la escalera ajena», por lo negro del mundo. Pero para él es menos amarga la expatriación, y por él se han unido, al amor de su poesía, los pueblos que nacieron de las mismas entrañas dolorosas, y han de vivir guardándose y robusteciéndose, sin soltarse jamás de las manos.
Palma ha hallado una patria segura en Centro América, donde se le estima en cuanto vale como hombre cordial y de superior consejo, porque en él es tanta la inspiración como el juicio, y sólo con el que tiene a su patria pudiera compararse el amor con que ve a la juventud de aquellas tierras, que en fiestas públicas han proclamado al bayamés errante su poeta favorito. ¿Qué hemos de decir a esos países generosos, sino la palabra más bella de la lengua de los hombres?, ¿qué más que «gracias»?
Ni tienen aquellos pueblos amigo mejor. A los que más lo quieren les roba el tiempo Palma en estos días para ir al Colegio de Columbia, Astor y a Cooper, a las bibliotecas privadas y las librerías, para ver qué puede aprender de útil para su querida biblioteca de Guatemala. Allá, rodeado de jóvenes, pasa los días interminables, los días angustiosos del destierro, el bardo bibliotecario, que por ser quien es, va dejando en los corazones el cariño para su biblioteca, y buscándole fuentes nuevas y amistades al salón de lectura, adonde acude de noche la juventud del país de los quetzales. Allá vuelve ahora, contento, porque ha hallado para su biblioteca más riquezas, riquezas modernas, porque de cosas de antes, de pergaminos e historias, nada tienen que envidiar a los de ninguna otra, los anaqueles de la Universidad de Guatemala.
Poco tiempo nos da Palma a sus amigos; pero esto no es tan de lamentar con quien se ha puesto entero en su poesía, y parece que tiende la mano desde sus estrofas, y se entra como huésped natural por todas las almas honradas. De su poesía encantadora, como de él, puede decirse lo que en sus versos de diamante tallado decía Helen Hunt Jackson: «¡Las aves deben saber; el que cante con juicio, cantará como las aves; el aire libre tiene alas generosas; los cantos hacen su camino!».
*Crónica tomada del sitio www.damisela.com