Momento del aplaudido espectáculo, premio Villanueva de la Crítica, Visiones de la cubanosofía. La apertura de una nueva sede para El Ciervo Encantado, justo en 5ta. y D, en el Vedado, y la reciente temporada que realizara dicho colectivo durante los meses de verano con motivo de la inauguración de esa sala, me obligan a escribir estas notas sobre un grupo que es, sin duda, uno de los más importantes del teatro cubano contemporáneo.
Fundado en 1996 por Nelda Castillo y tres de sus alumnos del Instituto Superior de Arte, El Ciervo muestra hoy una sólida y muy coherente poética escénica, de la cual dan fe obras tales como De dónde son los cantantes y Pájaros de la playa, ambas a partir de la narrativa de Severo Sarduy, o la que dio nombre al grupo, inspirada en un cuento del patriota cubano Esteban Borrero.
La indagación en los márgenes de nuestra cultura distingue la labor creativa de este núcleo que evade las más tradicionales maneras de hacer de nuestra escena y escoge la experimentación como estrategia de análisis consciente de la realidad, que les permite profundizar en la memoria histórica de la nación y arrojar luz sobre aspectos de nuestra cultura y nuestra idiosincrasia aún no suficientemente discutidos.
Justo en esa línea, Visiones de la cubanosofía, el más reciente espectáculo del grupo, galardonado con el premio Villanueva de la Crítica, abre un peculiar debate sobre nuestro devenir como pueblo a partir de la superposición de un ensayo de Alfonso Bernal del Riesgo: La cubanosofía, fundamento de la educación cívica nacional y del poema martiano Yugo y estrella.
Estos textos junto a otros muchos dan cuerpo a un material quimérico, en el que imagen, palabra, ritmo, sonido... completan un universo caleidoscópico y complejo, cuyo espesor, a la vez que conjura superficiales puntos de vista, obliga a una lectura en profundidad de lo que somos.
Un enorme andamio —obra en construcción, escenario medieval en tres niveles: tierra, infierno y cielo— constituye la única escenografía de la puesta, donde, bajo la mirada tutelar de Martí, una galería de extraños seres —fragmentos, piezas de un altar— revelan momentos diversos de esa historia nuestra que es sensación vivida, latido, sangre y deseo de muchos.
Difícil para el que asiste al teatro buscando una fábula lineal y conflictos bien marcados sustentados en el diálogo, Visiones... propone una estructura fragmentada que «narra» fundamentalmente a través de sensaciones y de la contundente y muy depurada imagen plástica de la obra. Así somos guiados por los actores, quienes, capaces de una extraordinaria ductilidad y dueños del arte de la metamorfosis, ponen en crisis los estereotipos y presentan personajes insólitos y, al mismo tiempo, cercanos, cotidianos.
De este modo se va tejiendo un discurso que abre el espectáculo a las más diversas lecturas, que permite a cada uno de los espectadores recorrer un camino propio, en el que, entre otros muchos, descubro el tema de la responsabilidad del intelectual para con su tiempo y con su obra, y también esa necesidad de los cubanos, por suerte nunca saciada, de volver siempre al Martí que nos legó acción y poesía para pensar y pensarnos.
Ensayo sobre identidad, Visiones... continúa una indagación que Nelda Castillo abrió con Las ruinas circulares y que tiene en Un elefante ocupa mucho espacio, obra para toda la familia, y fundamentalmente para los más pequeños, una estación muy particular.
Basado en el cuento homónimo de la escritora argentina Laura Devetach, Premio Casa de las Américas 1995, este espectáculo recrea una particular visión del circo, a partir de la confluencia de personajes diversos. Bailarina, mago, payasos, domadores y animales, cohesionan un poema escénico que es metáfora y testimonio del propio proceso de trabajo de un grupo teatral.
Coloridas pelotas inflables de diversos tamaños son más que suficientes para conformar el espacio festivo y en permanente transformación de la carpa. Son esas mismas pelotas las que, en manos de los actores, conforman la imagen, también cambiante, del elefante, un personaje de ensueños que solo existe gracias al trabajo colectivo y a la colaboración de todos.
La puesta funciona como un ritual donde cada uno se reconoce a sí mismo parte del todo. Como el oráculo de Delfos, la obra interpela directamente a cada uno de los intérpretes y va más allá. Propone al espectador un juego en el que solo debe imaginar libremente, soñar, atrapar los trozos diversos y enhebrarlos en un tejido de sensaciones que deviene experiencia única para niños y adultos.
Y es, creo yo, en la posibilidad de transformar el encuentro con el espectador en experiencia única, que va mucho más allá del simple momento de solaz, en su expresa voluntad de diálogo, donde radica el peculiar atractivo de este grupo. Testimonio de esa voluntad fue la más reciente temporada del colectivo y lo es también la creación con esfuerzo propio de un nuevo espacio para el teatro cubano, justo en el sitio donde falleció Máximo Gómez, quien conoció tan bien a Cuba y a los cubanos.
Leamos pues ese gesto de fundación como continuidad coherente con una trayectoria y, al mismo tiempo, como una acción comprometida que desde el arte mismo amplifica y diversifica las propuestas culturales de una ciudad que poco a poco va definiendo ese rostro teatral de estos tiempos en el que, de vez en vez, podemos mirarnos a nosotros mismos.