A Diana Cruz Hernández y Eduard Encina
Cada vez que me levanto le digo a mamá no pude dormir bien, hace varias noches que no duermo. Mamá me pregunta en qué pienso antes de acostarme y le respondo que en nada importante; juro que no pienso en Frida. Cuando mamá pregunta qué sueñas la evado o si no le narro algo que soñé hace mucho tiempo porque Frida es un sueño único e incompartible. Mamá reza arrodillada varios padrenuestros y avemarías, ha puesto un crucifijo en la cabecera para matar a Frida, mamá no sabe que aquí cuelga su vestido.
Cuando sueño todo lo observo, todo lo anoto, todo ese espectáculo con su resonancia me interesa, me mezclo en él... No desdeño ninguna revelación especial y considero que la voluta de humo y el vello del dorso de mi mano son tan sorprendentes como cualquier revelación. Y soy el que camina y anda por la noche que empieza y que se agranda, y grito al mar y a la tierra perdida como yo.
Con estrépito de música viene Frida, con cornetas y tambores que rezumban en mis sentidos. No le preocupan ni Dios ni la muerte; solo yo, yo como el niño que duerme en la cuna y comienza a dar vueltas, a quererla atrapar. Y la veo en la pared, en las cuatro paredes, en el librero, en la almohada, y me observa sin risas, sin hablar. Y voy hacia Frida y no la alcanzo. Entonces se me enredan las sábanas en los pies, tropiezo, caigo en un pozo ciego, doy vueltas y vueltas. A veces me despierto yo solo si no mamá me zarandea y me llama asustada hijo, hijo. Beso a mamá para que vuelva tranquila a la cama, ya, ya pasó. Pero por arte de Frida me vuelvo a dormir y comienzo a soñar el mismo momento en que me desperté. Frida sonríe como no lo hace en ningún cuadro y me asusto, cuando ella sonríe hay más sentimientos desprendiéndose y miro al techo.
Siempre que amanece tengo más miedo, parece que ya no me pertenezco ni le pertenezco a mamá. Ella me dice que me conoce menos cada mañana. Me estás maltratando mucho, me voy a ir, te quedarás solo. Mamá lo dice paciente y apacible como sabe hablarme y conmoverme pero pienso que es mejor que se vaya. Reflexiono, trato de enmendar mi pensamiento y la abrazo, es un abrazo artificial pero un abrazo. Le digo quiero ser pintor, mamá, préstame tus pinceles y la acuarela. Me mira con un rojo, o un negro, o un gris. Ya no te entiendo, dice, pero me los busca enseguida. Mamá llora en el patio mientras garabateo unos trazos en las paredes, cualquier color, cualquier pincel, no necesito que tenga formas, ni líneas rectas ni curvas ni que haya equilibrio. Frida comprende que no nací para la pintura. Las paredes rayadas, oscuras, y yo sobrecargado, queriendo estar con Frida. Mamá dice te has vuelto loco, tú no sabes ni pintar un corazón, deja de pintar las paredes, mira la diferencia entre la pared y el techo. No sabe que me perfecciono para la obra maestra del techo. No le digo nada y sigo pintando con acuarela sobre la acuarela, sobre la otra acuarela. No le explico que la profe de arte es la culpable por hablar en clase de Frida, por proyectar sus retratos sus autorretratos y cuadros, y eso que no busqué Frida una vida abierta de Raquel Tibol donde dice la profe que vienen todas las chismografías de ella. No quiero saber nada de lo que escribió Raquel Tibol, Frida se me abre cada noche y la hojeo virtualmente.
Lo que más se repite en el cuarto es el vestido de Frida en la patria de Whitman, con las industrias de Whitman. Cuelga en todas las paredes, es un autóctono vestido mexicano como los pájaros que trae sobre los hombros, como los tocados y las flores que trae en los cabellos, como el corazón indígena que late en Frida.
Pero sufro más cuando pita el tranvía y pita y pita y le extiendo mis brazos. Le grito Frida, el tranvía, el tranvía, y yo grito lo más fuerte que puedo y ella no me escucha, grito y grito y el tranvía se acerca más rápido. Apártate, Frida, y corro, trato de correr y no avanzo. Llego justo cuando el tranvía la ha tirado, justo para ver las piernas hechas listones de carne, haciendo charcos de sangre y grito tan fuerte que se me revientan los ojos y los oídos. Mamá me despierta y dice vamos, hijo, ya pasó el tren. Y ese tren pasa todas las noches.
Así y todo, sintiéndome culpable de la invalidez de Frida quiero hacerle el amor, que su cuerpo se agolpe sobre el mío y me den esos estertores que le dan a ella. No la alcanzo, entonces me hago el amor con las manos pensando en Frida hasta cinco o seis veces y no sacio mi ímpetu y floto en el lodo de mi esperma, naufrago en su vestido.
Alguien la amarra con cuerdas de sangre mientras Frida se desangra con las piernas abiertas y se le va el mundo y seguro me le voy yo. Mira al techo y ruega no perder la criatura que hizo en mi sueño. La veo palidecer, le suda la cara. No aprieta más las manos de las barandas y comprendo que no pasarán los abortos, que ese hijo que quiere lo tiene que seguir viendo en mí, hijo y amante.
La imagen de Frida se empaña, se fuga por los rincones, desaparece y quiero revivirla y le grito y le grito, y se me vuelven a reventar los ojos y los oídos.
Escucho la voz de mamá, mátala, Diego, mátala, dejarás de pintar la paredes. Querrás a tu madre, y por primera vez Frida me habla. Mátame, Diego, mátame, seguirás en mi pensamiento dibujado en mi frente.
No te vayas, Frida, no te vayas, mamá me besa en la frente y la rechazo, miro al techo que exige el dibujo de Frida. Cálmate, me pide mamá y se agarra de mi cuello. Suéltame, suéltame, no te das cuenta que no puedo abandonar mi sueño. Vete, vete. Mamá llora queriéndome reventar los ojos y los oídos pero no lo logra. Pienso en qué lugar se pudo haber metido Frida. Comienzo a añorarla, mamá llora pero sigue mirándome, quizá espera mi arrepentimiento. Ya no está mijo, yo soy tu madre. Y le tuerzo los ojos. Quiere volver a abrazarme y grito Frida, Frida, qué hiciste del vestido, vuelve. Y le sostengo la mirada llorosa a mamá con mi mirada llorosa. Tú, deberías de irte tú. Y ella dice tienes razón, me voy. Y mamá se aleja moviendo su vestido y yo grito Frida, Frida, vuelve; y me quedo sin Frida y sin mamá.
*Yunier Riquenes García (Jiguaní, 1982) es licenciado en Letras por la Universidad de Oriente. Ha obtenido, entre otros, los premios en el género de cuento: Cauce 2002, Mención del Premio de cuento de La Gaceta de Cuba 2003, Mención del Premio Calendario 2003 y 2004, Premio Razón de Ser 2005, Premio Eliécer Lazo, Matanzas, 2006. Tiene publicados los libros La llama en la boca, cuento, Ediciones Bayamo 2004; Los cuernos de la luna, novela, Ediciones Bayamo 2006; Lo que me ha dado la noche, cuento, Editorial Oriente 2007, y Quién cuidará los perros, cuento, Ediciones Santiago, 2007. Actualmente trabaja en el Centro de Promoción Literaria José Soler Puig de Santiago de Cuba.