Rubén Breña (extrema izquierda) se muestra una vez más impecable. Como parte de un arduo proceso de ajustes en el terreno de la producción, llevado adelante por la División de Dramatizados de la Televisión Cubana, y con el cual se pretende regularizar ciertos espacios clave, de indudable ascendencia en el gusto popular, ahora mismo llega a nuestros hogares la serie Historias de fuego, para ocupar así el lugar de la telenovela nacional, prácticamente en vías de extinción.
No es mi intención regresar a un tema tan peliagudo como el de la pertinencia o no de nombrar de esa manera a cualquier producto que se transmita en ese horario. Hace tiempo los creadores del patio se han empeñado demasiado, creo yo, en alejarse de los moldes formales y argumentales del folletín, ya sea por prejuicios, ya sea por voluntario desinterés. Pero es una pena. Porque en las condiciones actuales del audiovisual televisivo cubano, si bien dicho modelo no satisface del todo las expectativas del sujeto contemporáneo, al menos sigue manteniendo su efectividad dramática en determinados asuntos, por no mencionar lo mucho que ayuda a afianzar el oficio en un medio donde es imprescindible. De esta forma, creo que Historias de fuego hubiese corrido mejor suerte en otro segmento de la parrilla de programación. El público tiende a comparar, inevitablemente.
Sin embargo, los criterios que he escuchado no son muy desfavorables. La gente sigue la serie, y hay quien la encuentra hasta divertida; aunque uno tendría que preguntarse cómo es posible si desde la presentación todo adopta un visillo de solemnidad bastante dudoso. Pero claro: algunos personajes han calado, gracias a una respetable labor histriónica, como son los casos de Alina Rodríguez y Rubén Breña, ambos impecables a la hora de soportar esos devaneos típicos de una pareja desgastada por el dolor de la muerte y el peso de viejos rencores.
No obstante, creo que algunos secundarios esconden conflictos más atractivos.
Ketty de la Iglesia (en la foto junto a Teherán Aguilar) saca con éxito su personaje. Así aparece una larga lista de actores de primera línea asumiendo modestos papeles con una naturalidad nada sorprendente, porque, después de todo, no era tanto el reto. Pienso en Tamara Castellanos, muy cómodamente desdoblada en esa vecina de solar; en Norma Reyna, precisa y simpática como siempre en su briosa masajista; en Ketty de la Iglesia, sacando adelante con muchos deseos a un personaje algo ingrato como el de la oficial Ana; en los numerosos muchachones que tanto en el perímetro de la estación de bomberos, como en el seno de las familias representadas, amén de ciertos desniveles, han venido a confirmar que hay una buena reserva para empeños mayores, y, particularmente, en una Tamara Morales que regresa a la actuación, sobria y cautelosa, para regalarnos a una mujer que se debate entre los beneficios de una humillante relación marcada por el interés y las cenizas de un amor sepultado por el divorcio, lo cual, a mi juicio, es el dilema más interesante.
Con todo, el guión no se arriesga a más, y arrastra consigo un mal que ya he señalado antes en series similares: la excesiva fragmentación de las escenas. Y es que procurando alejarse del tedio de algunos productos cubanos del mismo corte y así ganar en dinamismo, este método —si es que merece tal definición— violenta muchas veces la integridad de una crisis cualquiera que requería a todas luces de medio minuto más. Pero vale también la siguiente pregunta: ¿y la edición? ¿Pudo hacer algo al respecto? No lo creo. Precisamente ese es uno de los rubros más deficientes de Historias de fuego. Tan solo basta con poner atención a los continuos baches que se abren cuando dos individuos hablan por teléfono.
Topamos asimismo con otro renglón poco cuidado: la musicalización y la calidad del sonido. En el primer caso, tanto la factura como el concepto no invitan a elogios. Además de opacar muchos de los diálogos, algo francamente irritante, se da una sobresaturación de música incidental, cargada de tonos melosos y a veces no muy en consonancia con la caracterización de personajes y situaciones. De ese modo vemos aparecer a menudo al oficial Aniceto ante sus subordinados, con unos acordes de fondo que, más que tensión, sugieren una maldad espeluznante.
Tampoco la escenografía convence. Es más: constituye un retroceso de acuerdo con lo visto últimamente en el espacio. Y no se trata de confrontar, sino de señalar que este acápite es responsabilidad compartida por realizadores y productores. Cuando no hay mucho para hacer, es difícil hacer algo bueno, pero eso no quiere decir, que no se haga algo digno. Ni los diseños ni los acabados alcanzan el mínimo de verosimilitud. El mal gusto corre cual fantasma haciendo de las suyas por entre salones, comedores, cocinas y cuartos que pretenden pasar por realistas y terminan enfadando por chapuceros.
Aunque el trabajo de fotografía tiene momentos buenos, o al menos correctos, sobre todo en lo que concierne a iluminación —ya se sabe que los filtros han venido a auxiliar bastante el deterioro y la caducidad de nuestras cámaras de televisión—, esta debió cuidarse más, especialmente en exteriores, donde a veces tanto brillo nos hace creer que estamos viendo un sueño.
En cuanto a la puesta en pantalla, considero que Noemí Cartaya pudo aventurarse más en la composición. Es apreciable, sí, un avance en comparación con sus propuestas para el espacio de Aventuras, pero aún se le notan inseguridades e improvisaciones. Ya dije que el guión no daba para mucho, la verdad; todo se cuenta de una manera tan llana, directa, que nos hace preferir su prudencia como directora, que no experimentaciones antojadizas. Porque también, y valga la reiteración, la excesiva brevedad de las escenas no permite recrearlas de otro modo. Es casi imposible trazar una secuencia entre dos actores, por ejemplo, con una línea estructural específica, si luego en el montaje acaba hecha un picotillo. No obstante, insisto: Cartaya pudo planear mejor ciertos movimientos de cámara, y también de actores, que dieran una visión más contemporánea.
Soy de los que apuestan como pocos al dramatizado hecho en casa. Proyectos recientes han demostrado que cuando se quiere, se puede. A veces la premura no deja tiempo para crear, y eso es comprensible; pero nada justifica la desidia. A estas alturas, hablar de la necesidad de fomentar una industria cubana de la telenovela podría sonar a dislate. Es posible. ¡Pero cuánto talento se puliría para luego rendir mejores frutos!