Alberto Garrandés (La Habana, 1960). Graduado de Filología. Fue editor-jefe de la Redacción de Narrativa de la Editorial Letras Cubanas. Ha publicado, entre otros libros, Ezequiel Vieta y el bosque cifrado (Ensayos, Letras Cubanas, 1993), La poética del límite (Ensayos, Letras Cubanas, 1993), Artificios (Cuentos, Letras Cubanas, 1994), Capricho Habanero (Novela, Letras Cubanas, 1997), y Cibersade (piezas narrativas, Letras Cubanas, 2002), con el que obtuvo el Premio de la Crítica ese año. Acaba de recibir el Premio Alejo Carpentier de ensayo 2008, con su libro El concierto de las fábulas.La luz anaranjada acariciaba suavemente al unicornio y ella se enfrentó de nuevo a su sueño. Cerró los ojos. Tras los párpados la oscuridad se hallaba invadida por una leve coloración imprecisa. No había imágenes con suficiente nitidez y eso la disgustó. Pero algo veía allí, en la tiniebla. Una forma que se movía delante de ella, en actitud de ascenso.
Cuando logró percibir que la forma era ella misma en mitad de una escalinata, persiguiendo la cima, ya las imágenes habían ganado en precisión y la oscuridad no pasaba de ser un simple recuerdo ominoso. Monumentales, casi ciclópeos, los escalones de piedra exigían de ella esfuerzos suplementarios. La ascensión se hacía más trabajosa porque el ángulo de los escalones formaba un filo muy agresivo y resbaladizo. Tardó mucho en llegar. Tras ella quedaba el lago inmenso que, por su aspecto ilimitado, más bien parecía un mar interior. Las ninfeas lo cubrían parejamente.
Allí arriba las cosas cambiaban un poco gracias a una fila de columnas rematadas por un friso desprovisto de ornamentos. Entre una y otra había un espacio estrecho y entenebrecido. La claridad menguaba, pero ella avanzó y se adentró en un cuadrilátero cuyo centro lo marcaba un pedestal con una estatua. Se aproximó a ella y vio que se trataba de un hombre desnudo en actitud de oración desesperada. El hombre, de rodillas, abría los brazos y miraba al cielo. Su desnudez era tan cierta que Diana se ruborizó.
Hacía tiempo no veía formas tan rotundas. Y aunque el hombre de piedra ostentaba la tensión de la desesperanza, no era menos cierto que había un vínculo de voluptuosa armonía entre sus músculos suaves y su sexo. La estatua sobrellevaba una pátina de siglos, pero no había perdido sus detalles. Y esto conmovió a Diana.
En el muro que se hallaba detrás de la estatua se recortaba un vano alumbrado por una luz cenital de origen incierto. Allí nacía una escalera estrecha, de peldaños pizarrosos, y por ella subió Diana a un salón oblongo que terminaba en un balcón techado. En mitad del salón la aguardaba un individuo muy joven, recién salido de la adolescencia. Usaba un báculo y una túnica grisácea. El suelo era también pizarroso, sin pulimento, y su color acerado contrastaba con la blancura de los pies del anfitrión. Cuando Diana se le acercó, él, sin decirle nada, la condujo con cortesía hacia el balcón. Ella se dio cuenta al instante, por los rasgos de su cara, de que el joven no podía ser otro que el modelo de la estatua que adornaba la planta baja, pues el parecido era extraordinario. Entonces volvió a sentir la misma incómoda emoción. Él la miraba como si quisiera arrancarle algún secreto, pero ella había posado ya sus ojos firmemente en el vasto mar de las ninfeas, y advirtió, de frente a aquel majestuoso panorama, que, en realidad, el edificio se alzaba solitario sobre un océano de muy escasa profundidad y lleno de aquellas plantas meditabundas y escalofriantes hasta donde el horizonte se mezclaba con el rojo de los cendales lejanos.
Diana pensaba que Alejandro sabía cosas de su sueño que ella jamás alcanzaría a comprender, y se aferraba a esa idea con reconfortada obstinación. Sospechaba, incluso, que el sueño seguía ocurriendo en la mente de él, como en una suerte de usurpación, aun cuando su origen no se encontrara allí. Esa idea la desazonaba bastante porque no terminaba de entender cómo él se había apoderado de aquellas visiones en forma de relato, y, sin embargo, se preguntaba si era cierto que él soñaba de veras con su sueño, simplemente auxiliado por una imagen perdurable —su lenta navegación por las aguas cubiertas de ninfeas—, o si en realidad inventaba todo aquello como un trabajoso intento de conocer el final de una aventura ajena, o para poder borrarla y que no se repitiera jamás de ese modo tan persistente.
Pero en Diana estos razonamientos no se manifestaban con lucidez, y se levantó de la cama urgida por la necesidad de ver a Alejandro. Bajó descalza la escalera y se adentró en el corredor. Se alegró de que el trozo de parquet volviera a resonar como antes. Comprobó que en la cocina el desayuno de él continuaba intacto debajo del paño, calentó el café con leche y lo vertió en una taza limpia. Llevarle el desayuno al escritor le parecía una incongruencia, mas no podía resistirse a esa repentina tentación. Lo puso todo en una bandeja de metal policromado.
Al llegar a la puerta del cuarto oyó el tecleo rítmico. Sostenía la bandeja con las dos manos y decidió llamarlo. El nombre le salió de la boca medio susurrado, como en un apagamiento. Se aclaró la garganta y tornó a repetirlo más fuerte.
Él cerró los ojos, dejó de escribir y la vio pegada al barandal. Escuchó claramente que el hombre con quien se había paseado frente al gran espejo le decía: «Ahora ya puedes irte». En ese momento ella examinaba el rostro del hombre. Él estaba acomodándose encima del barandal, con los pies colgando hacia fuera, sin mirarla. Al parecer la visión de las ninfeas le hacía mucho bien, pues sonreía complacido. Diana empezaba a darse cuenta de que el hombre la excluía de sus preocupaciones con naturalidad, como si sus asuntos con ella hubiesen terminado definitivamente y todo regresara a una especie de deliciosa monotonía.
Alejandro advirtió que ella bajaba la escalera en busca de la nave del templo, y la siguió hasta que se detuvo frente a la estatua. Pero en lugar de regresar a donde la barca debía de esperarla, tomó por el rumbo contrario y salió a la parte trasera del edificio. También allí una escalinata descendía hacia el agua.
Sin embargo, el mar había menguado mucho en aquella zona. Las raíces de las ninfeas casi tocaban el fondo y muchas de ellas se veían mustias. Bajó la escalinata y vio la situación: el mar estaba siendo devorado por el lecho arenoso. El paisaje cambiaba lentamente. Más adelante, y hasta donde se perdía la vista, las ninfeas comenzaban a arrugarse, luchando contra la desecación...
—Entra —dijo el escritor al abrir la puerta.
Diana pensó que él se había molestado a causa de la interrupción, pero en realidad estaba perplejo. Suponía que un hecho así se avenía mal con el carácter esquivo de la chica.
—Te he traído el desayuno. Tuve que calentar la leche otra vez.
La libélula bailaba entre las sombras y a ella le agradó. No siempre tenía la oportunidad de contemplar así un trabajo suyo. La técnica del origami se le resistía un poco, pero, cuando acertaba, el pequeño goce era muy cálido y le alumbraba el corazón.
—Tu libélula me gusta mucho —le dijo como si nada del origami le perteneciera.
—Gracias por traerme el desayuno. Había perdido la noción del tiempo.
—Me di cuenta.
Iba a agregar que ella se daba cuenta de todo, pero supo de inmediato, al notarlo tan serio, que una frase así era vulgar y cerraría el diálogo de una manera imperfecta e incómoda.
—Gema traerá unas tazas nuevas —divagó para cambiar de asunto.
—Podremos tomar café decentemente —sonrió el escritor—. El té me cansa, a veces.
Hablaron del té, de las hierbas y del severo y sombrío aspecto que prodigaba la casona a la hora en que él se levantaba e iba a la cocina a hervir el agua. Todo se encontraba entonces muy silencioso. La respiración de Gema traspasaba la puerta de su cuarto, mientras que ella, arriba, esperaba el amanecer dentro de una suspensión vital en la que los fragmentos del sueño —su novelesco sueño con la barca y el lago sembrado de flores— iban empujándola, como una ahogada joven y hermosa, hacia la superficie de la realidad.