Augusto Roa Bastos (Paraguay, 1917-2006). Narrador, poeta, periodista, dramaturgo y guionista de cine. Mereció el Premio Cervantes de Literatura. Partícipe junto a Carpentier, García Márquez y otros de esa tendencia literaria hispanoamericana reconocida como realismo mágico. Entre sus títulos más conocidos se encuentran El trueno entre las hojas (1953); Yo, el Supremo (1957) e Hijo de hombre (1960). Roa Bastos visitó nuestro país en agosto del 2003 invitado por el Comandante en Jefe.
22 de septiembre
El bloqueo ígneo nos prensa cada vez más. Ahora con todo el cielo encima. Un cielo de salmuera filtrándose implacable a través del ramaje. No hay sombra en los árboles para guarecerse. En la espera del agua, los hombres mastican la carne fibrosa de las tunas, los bulbos indigestos de yvy’á o las corrosivas raíces del karaguatá. Desde luego, estas cosas no calman la sed. No hacen más que provocar náuseas y las arcadas acaban las mucosidades de los estómagos deshechos. He visto a algunos recoger ávidamente las raíces mascadas por otros y masticarlas a su vez, con aire de estúpida satisfacción adquisitiva, como si acabaran de hurtar algo muy precioso. Otros se aplican a recuperar, pacientemente, a través del aterciopelado cucurucho de las flores del karaguatá, los espumarajos de sus propios vómitos. Al comenzar el cuarto día de ayuno, los más apurados han comenzado a roer las partes blandas del correaje. Naturalmente, es un charque muy poco nutritivo.
Ilustración: Adán Iglesias
23 de septiembre
Se han olvidado de nosotros. Hasta el enemigo, que ya no viene por el bosque a embestirnos, a regalarnos unos cuantos muertos, unas cuantas cantimploras. O a aplastarnos de una vez. Ahora le resultaría fácil. Los que están aquí han dejado de ser enemigos. Desnudos, igualmente cadavéricos, ya no se distinguen de los nuestros. Al verlos esperar codo a codo la muerte, he pensado en el enjambre solitario, quieto sobre la tierra de nadie, a orillas de aquella aguadita del pirizal, en la retaguardia de Boquerón. Nos aguarda idéntica suerte. Entretanto, aquí hacemos una réplica en pequeño del cerco. Sólo que aquí, paraguayos y bolivianos estamos metidos en una misma bolsa, acollarados a un destino irremediable, pujando ciegamente contra la enemiga sin cara que no hace distingos.
Ya no habrá otra patrulla. Hemos perdido toda esperanza de que llegue el camión aguador, pero también la de poder escapar de este cañadón que defendemos con tanto ahínco. El más entero de nosotros no podría andar cien pasos sin caer fulminado. Las emanaciones de sílice se han chupado las últimas gotas de nuestro sudor, han saqueado hasta nuestros lagrimales. El que todavía consigue retener algo de orina en la vejiga, puede considerarse afortunado. Hay un activo tráfico de este licor. Pesebre anduvo arrastrándose con el jarro de uno a otro, sin conseguir ni una sola gota a cambio de una inconcebible reserva que sacó de su bolsa de víveres: dos galletas como pedruscos, semirroídas. Las arrojó entonces entre los cactos, se arrodilló y se puso a arañar la arena, enloquecidamente. Metió la cabeza en el hoyo y se quedó así, como un decapitado, sacudido por convulsivos sollozos. En pocos días hemos retrocedido millares de años. Solo un milagro podría salvarnos. Pero en este rincón del Edén maldito, ningún milagro es posible.
Las moscas huelen ahora a amoníaco. Son unas moscas verdes y rápidas, mercuriales. Nos ayudan a combatir el alucinado sopor en que yacemos. Una de ellas se columpió ante mis ojos, hace un rato, fulgurando como un sol en miniatura. La agarré al vuelo. Era la cruz de oro de mi cadenilla.
24 de septiembre
Se está acabando el aire. Encajonado en el boscaje, el pálido, el soñoliento, el eterno polvo del Chaco, hace visibles las arrugas del poroso vacío, que aún bombean nuestros pulmones. Es la herrumbre de esta luz fósil que se retuerce en el cañadón exhalando el sordo alarido de sus reverberaciones. Nuestras percepciones se van anulando en un creciente embotamiento. El contorno se derrite y se achata. Flotamos y nos enterramos en esta gigante, fétida, opaca brillazón. Solo dura el sufrimiento. El sufrimiento tiene una rara vitalidad.
25 de septiembre
Armas, bagajes y efectos se hallan esparcidos en todas direcciones. A ratos se borran de mi vista y reaparecen en sitios distintos. Será que abro y cierro los ojos y cambio de posición sin darme cuenta. Me zumban los oídos. Entre el paladar y los maxilares de corcho, ya no me cabe la lengua. La siento llena de hormigas. Las alucinaciones han comenzado a cercarme. Surgen y se apagan entre una y otra puntada. Los aguijones de fuego me taladran la nuca y trepanan el cerebro, irradiando una fría quemadura a lo largo de las extremidades, que parecen enterradas a una gran profundidad. Hace un momento creí ver un velón encendido entre las ramas. ¡Caramba!..., pensé. ¡Con capilla ardiente y todo es la cosa!... No era un velón. El sol ardía con una llama oscura y sólida en el tubo de la automática. No volveré a pensar en voz alta. Es una voz extraña. La voz de un muerto... De pronto, el cañadón se ha puesto a espejar con las orillas verdeantes. Es la laguna de Isla Po’í, que ahora se me ofrece provocativa entre los árboles rotos por la mitad y reflejados en ella... ¡A un paso del refugio!... Me arrastro fascinado y me hundo de cabeza en esa vulva tibia y latiente, tratando de permanecer en sus oscuras y suaves profundidades. Pero enseguida me asfixio y vuelvo a salir expulsado, escupiendo tierra y suciedad, mientras la laguna estalla en una pompa jabonosa. A veces dejo atrás el cañadón y me veo en el islote del penal conversando con Jiménez, en cuyo hombro se halla posado el guacamayo ocultándole la cara con sus alas cegadoramente azules. O retrocedo aún más, al tiempo de la niñez y de la adolescencia. La carne gomosa de las tunas me renueva el sabor de los pezones de la Damiana Dávalos, que mis labios mordieron aquella noche, entre las ruinas, bebiendo su leche. O es el viejito Macario Francia, trayéndome agua del Tebikuary en el hueco de sus manos, diminuto y encorvado, por la desmesurada planicie. Anda y anda... Llega al fin, me inclino a beber y sólo encuentro en la palma de sus manos de telaraña el agujero negro de la moneda robada...
26 de septiembre
Debe haber ya poca diferencia entre vivos y muertos, salvo por la mayor inmovilidad de estos últimos. Al principio enterrábamos los cadáveres. Ahora eso es un lujo inútil. Ya no percibimos el hedor de los muertos. En todo caso, es nuestro hedor. Hoy amanecieron tres más. ¿Quién podría arrastrarlos ya hasta la zanja y cubrirlos con una capa de tierra? Duros y quietos se hinchan entre los matorrales. Cerca del refugio yace mi asistente con los labios arremangados y azules en el último rostro. Aún me tiende el jarro de lata en los dedos enclavijados, mostrándome los dientes llenos de tierra. Las moscas verdes entran y salen de sus fosas nasales. De tanto en tanto, alguna se desprende y hace un rápido giro de reconocimiento a mi alrededor, a ver si ya estoy maduro. Sospecho que le enoja mi lentitud, mi resistencia. Pero es porque soy incapaz de medir su paciencia. Disponen de un tiempo sin límite para hacer su trabajo. Una de ellas acaba de posarse sobre la hoja de la libreta. Ha dejado un trazo húmedo entre dos renglones, que se secó en un pestañeo. Luego salta al dorso de mi mano. Sus ojos tallados de innumerables facetas, me miran fijamente. Siento que nada puedo ocultarle. Sabe de mí mucho más que yo mismo. En esta gota de obsidiana se aloja toda la memoria del mundo. Me observa borneando lentamente los inmensos y tornasolados poliedros que llenan todo el cañadón, mientras se restriega la trompetilla con los filamentos de las patas, cada una de las cuales podría alzarme en vilo con la fuerza de diez tigres. Para qué voy a espantarla. Volverá, insistirá una y otra vez, como una uña sobre una cicatriz, hasta que brote la puntita escarlata. No hay una sola. Hay millones. El cañadón entero zumba como una colmena.
27 de septiembre
No tengo que perder la cabeza, sin embargo. Soy todavía el jefe del destacamento. Debo velar hasta el fin por la suerte de mis hombres. Entreveo sus esfumadas siluetas, a los grumos fulgurantes que estallan en esta continua y encandilada tiniebla. Por entre el zumbido que amenaza reventarme los tímpanos, los escucho gemir y estertorar sofocadamente. A veces, es un quejido acezante, voluptuoso, que pareciera brotar de un orgasmo. Prefiero pensar que el sufrimiento se ha retirado de esa quejumbre. Todo se ha vuelto irreal. Me reservo para lo último, aferrándome a este final destello de razón, a este resto de lápiz. Cada vez me resulta más pesado, como si estuviera escribiendo con el esqueleto carbonizado de un árbol. A ratos se me cae y me lleva mucho tiempo encontrarlo.
28 de septiembre
Esta muerte blanca es una ramera insaciable. No se la ve, pero esta ahí, obscena y transparente. Se ha tumbado junto a nosotros. Nos acecha pesada de calor y de silencio. Su ojo amarillo de deseo vibra entre los matorrales. Sentimos que nos anda encima palpándonos con sus dedos de fiebre. Se arrastra de uno a otro con su catinga salitrosa. Apenas termina con uno, empieza con otro o con varios a la vez, mientras sus ojos de serpiente buscan y eligen el amante para la nueva cópula. Lo hipnotiza primero, lo envuelve con sus tentáculos, hasta quebrarle el espinazo. El pataleo del espasmo dura un instante y el fúnebre quejido se apaga entre los labios amoratados y tumefactos. No hay castidad que valga contra ella. Así se arrastró sobre mi asistente, un niño casi. Pero a él no lo pudo poseer, porque yo se lo arrebaté de un balazo. El mismo Pesebre me rogó que lo hiciera. Sufría espantosamente. Ahora ya sabe lo que hay del otro lado. A juzgar por su mueca de risa, debe ser algo muy divertido...
29 de septiembre
Esto, en cambio, es de verdad la agonía del infierno. O todavía muchísimo peor. Es preferible acabar de una vez... Pero, ¡qué difícil es morir! Debo ser casi eterno. He desenfundado la pistola y arrancándome la cadenilla del cuello, la arrollé el caño hasta que la cruz brilló sobre el metal pavonado. Cuando la llevaba a la sien, en un movimiento infinito, escuché aún los quejidos. Con el resto de mis esfuerzos, me arrastré hasta la pesada. Empuñé el asa, oprimí el disparador y haciendo girar el tubo sobre el afuste, barrí el cañadón con varias ráfagas, para acabar de limpiarlo de esos quejidos de trasmundo. En el silencio que siguió, oí el jadear de un camión. Cada vez más próximo. El camión ha aparecido por fin en la boca de la picada. Es un camión aguatero... Ella continúa tentándome. Sus engaños, sus sarcasmos son incalculables. En medio de una nube de polvo, con las ruedas en llamas, el camión ha avanzado zigzagueando por el cañadón. He disparado también sobre él varias ráfagas, toda la cinta, sin poder pararlo, sin poder destruir ese monstruo de mi propio delirio. Ha seguido avanzando con el tanque bamboleante y las ruedas en llamas, erizado de vívidos penachos de agua, hasta embicar contra un árbol. Está ahí... está llamándome...